Netflix acaba de estrenar un documental dedicado al celebérrimo bailarín soviético de origen tártaro Rudolf Nureyev, del que en el último año se habló –o más bien se escribió- por motivos diversos: en febrero pasado, por ejemplo, una nota publicada en este suplemento evocaba su última y resonante visita a Buenos Aires, exactamente cincuenta años atrás.
En junio, circularon innumerables artículos alrededor del mundo que recordaron su frenético pedido de asilo político en el aeropuerto de Le Bourget, cercano a París, en un episodio digno de una película de espías.
Así las cosas y anticipándose quizás al aniversario número 30 de su muerte -que será en enero de 2023-, los directores David y Jacques Morris elaboraron este documental que se llama sencillamente Nureyev y en el que utilizaron diferentes recursos narrativos.
Se combinan entrevistas periodísticas filmadas; testimonios de colegas, amigos y críticos de danza; muchos registros de época, en particular de acontecimientos políticos en la Unión Soviética; pasajes de Nureyev bailando en un escenario, ensayando o en algún acontecimiento mundano.
Y, por otra parte, los directores, que son también los guionistas, decidieron incluir escenas de danza contemporánea que “comentan” algunos de los acontecimientos. Por ejemplo, los personajes de la madre y las hermanas de Nureyev (la madre embarazada de él) bailan enmarcadas por nieve y bosques artificiales. Este recurso se repite en otros momentos, con distintos marcos y coreografías, de una manera un poco forzada.
Afortunadamente, el documental aporta mucho material sobre la inmensa bailarina británica Margot Fonteyn, gracias a la cual la carrera de Nureyev se proyectó de una manera incalculable, y sobre Erik Bruhn, nacido en Dinamarca y uno de los más maravillosos bailarines del siglo XX.
Rudolf Nureyev nació en 1938, en un vagón de tren.
El nombre de Bruhn no ha trascendido de una manera masiva, quizás porque le faltaba ese afán de no pasar nunca desapercibido que tanto marcó la vida de Rudolf Nureyev. Hubo una prolongada, pero muy tormentosa, relación sentimental entre los dos que se extendió casi hasta la muerte de Bruhn, diez años mayor, en 1986.
El estreno de Nureyev es una buena excusa para repasar algunos aspectos salientes de una existencia atravesada por tantos acontecimientos de todo tipo, que ningún documental que durara menos de veinte horas podría abarcarlos.
Una estrella inigualable del ballet
Rudolf Nureyev fue uno de los más populares intérpretes de ballet del siglo XX y una personalidad extremadamente singular. Temperamental, irascible y ególatra, toneladas de papel se emplearon desde los comienzos de su carrera en Occidente para contar sus desplantes, sus salidas inesperadas, sus comportamientos extravagantes.
Escena de 1971: Olga Ferri con Rudolf Nureyev, en “El Cascanueces”. (Gentileza del Teatro Colón)
Podía ser igualmente despectivo y violento con el mozo de un restorán, con una compañera de trabajo o con el director de cine Franco Zeffirelli, en la propia casa de Zeffirelli y delante de sus invitados. Pero el aura escandalosa que rodeó su vida no debería empañar su dedicación apasionada y rigurosa a la profesión que había elegido tempranamente.
Más aún, su particular magnetismo escénico atrajo a multitudes en todo el mundo, gente que jamás había pensado en el ballet. En ese sentido fue involuntariamente un auténtico proselitista, tal como lo había sido Ana Pavlova décadas atrás.
Había nacido en 1938, en un vagón del tren que llevaba a su madre desde Baikal hasta Vladivostock y se inició en la carrera de danza como bailarín folklórico. Éste fue su medio de vida desde los 15 hasta los 17 años, cuando una bailarina del Ballet Kirov lo descubrió y lo llevó al célebre Instituto Vaganova de la entonces Leningrado, donde se formó para ingresar al Ballet Kirov.
Fue en 1961 cuando se produjo la presentación de esta compañía en Europa occidental y durante la cual Nureyev pidió sorpresivamente asilo en el aeropuerto parisino de Le Bourget. Tenía apenas 23 años y treinta y seis francos en el bolsillo; la Unión Soviética, según explicó, “estaba quedándome chica”.
Después de una temporada contratado por el Ballet del Marqués de Cuevas, Nureyev recibió una invitación que sería crucial para su futuro: Margot Fonteyn, consagrada estrella del Royal Ballet de Londres, le proponía unirse a ella como partenaire. Esta alianza, que parecía llamada a no perdurar, ya que Fonteyn tenía 43 años y estaba a punto de retirarse, persistió sin embargo a lo largo de casi tres lustros.
Fonteyn & Nureyev, una pareja atrapante
La poderosa atracción que Fonteyn y Nureyev llegaron a ejercer sobre el público internacional determinó que durante las presentaciones del Royal Ballet en el exterior la pareja fuera la única que bailaba en todas las funciones.
Londres, 1962: Margot Fonteyn y Rudolf Nureyev en la puesta de “Giselle”. Una pareja brillante.
Se cuenta que generaciones enteras de bailarinas del Royal languidecían entre bastidores y que muchos bailarines se entregaban a la bebida por la certeza de que su oportunidad nunca llegaría.
Verdad o leyenda, la realidad indica que pocas esperanzas podían guardar respecto de encarnar papeles protagónicos: la pareja de Fonteyn y Nureyev llegó al récord, durante una función en Viena, de 89 llamadas a escena para saludar al público.
“Baila, baila, así te sacas todos esos príncipes de la cabeza”, dicen que le dijo el coreógrafo George Balanchine. Fruto o no de ese consejo, lo cierto es que Nureyev, con el tiempo, fue alternando los roles del repertorio más tradicional con otros que fueron diseñados para él por creadores contemporáneos: Martha Graham, Paul Taylor, Murray Louis, además de los neoclásicos Frederick Ashton, Maurice Béjart y el propio Balanchine.
A medida que sus capacidades técnicas se iban reduciendo, comenzó a incursionar en otras vetas artísticas: el cine, la dirección orquestal. Antes había producido varios trabajos como coreógrafo y recreador de ballets tradicionales y había ocupado el cargo de director del Ballet de la Opera de París al que verdaderamente puso nuevamente en pie después de la larga decadencia de esta compañía.
Su declinación fue terrible. Afectado por el virus del sida, las fotografías de la prensa amarilla que lo captaron impúdicamente en esa última etapa lo mostraban como la pálida sombra de sí mismo. Murió en 1993 en una localidad cercana a la ciudad de París.
Su carrera le había aportado una fortuna que difícilmente, en aquella época, sobre todo, pudiera compararse con la de otras estrellas de la danza. Tres años después de su muerte, el abogado Barry Weinstein disputaba con los herederos de Nureyev los bienes del bailarín radicados en los Estados Unidos, valuados en siete millones de dólares.
Pero mejor terminar con esta frase de Martha Graham, que para describir a Nureyev utilizó un verso del poeta William Blake: “Tigre, tigre que resplandece en la foresta de la noche”.