Para todos aquellos que hemos crecido rodeados de cine, y que estamos dedicando nuestra vida al séptimo arte de un modo u otro, la acción de seleccionar un título, comprar una entrada, y sumergirnos en la acogedora oscuridad que ofrece una sala de proyecciones trasciende el estatus de consumo de ocio para convertirse en un auténtico ritual.
Acceder al recinto, pedirle al taquillero una entrada —dos si tenemos la suerte de ir acompañados— centrada, de la mitad para atrás —porque hay que leer bien los planos, aunque esto va a gusto del consumidor—, sentarse en la butaca y disfrutar en la penumbra de un largo de nuestro género favorito es una práctica que, durante tres días, repetidos de manera periódica, puede convertirse en un auténtico infierno en la tierra conocido como la «Fiesta del Cine».
El terror sí tiene forma
Acercarse a nuestro cine de cabecera durante “la fiesta del cine” se convierte en una experiencia aterradora en la que infinidad de personas bloquean el acceso, formando una cola tan inmensa y estremecedora como el tentáculo de un monstruo lovecraftiano. Una vez superado este primer escollo, y ya en el interior, deberemos enfrentarnos a hordas de cinéfagos eventuales batallando por una necesaria dosis de palomitas y refrescos, que, por el bien de la humanidad, esperemos que no tengan los mismos ingredientes que el Soylent Green.
Abandonar el vestíbulo y acceder a la sala no hace mejorar la situación en absoluto. La saturación de público —siempre bienvenida y fantástica para la industria, todo sea dicho— te hace batallar con los ácratas de turno que se han sentado en tu sitio hasta la extenuación y decidir que, por no discutir más, tampoco pasa nada por ver la película desde un lateral. Cosas de la vida y de pertenecer a una especie gregaria.
Arranca la proyección, y esperas que el jolgorio que reina durante los tres tráilers y setenta y cinco anuncios de telefonía se diluya una vez empiece la película. Iluso de ti. La habitación se queda completamente a oscuras durante unos instantes, hasta que el patio de butacas empieza a iluminarse como un campo bucólico infestado de luciérnagas. Luciérnagas con pantalla HD, cámara de 16 megapíxeles y el WhatsApp instalado.
Para completar la experiencia audiovisual definitiva mientras intentas enterarte del argumento de la película, el grupo de adolescentes ácratas que te usurparon tu butaca centrada, de la mitad para atrás —repito, siempre a gusto del consumidor— comentan la película en voz alta, luchando contra la familia que tienes en la fila de delante, cuyos tres hijos y sus gritos salidos del mismísimo averno ponen a prueba la potencia del maravilloso sistema de sonido Dolby Atmos de la sala. Una auténtica maravilla, vamos.
¿Denostando la cultura?
Lo expuesto en los anteriores párrafos no es más que una dramatización —o no— sobre los efectos de un evento que, por suerte —y a la vez, por desgracia—, puede hacer llegar el séptimo arte, en el formato que merece ser disfrutado, a muchos aficionados cuya economía no les permite acudir religiosamente cada semana a ver los estrenos que bombardean la cartelera a lo largo y ancho del país. Una “fiesta del cine” que, rebajando el precio de las entradas a tres euros y medio —antes era incluso menos—, desborda los cines adheridos a la promoción convocatoria tras convocatoria.
Por supuesto, no todo el público que acude a la cita, celebrada por muchos, se comporta como una horda de neandertales ya de por si presente en cualquier sesión regular de fin de semana en la que las entradas de más de nueve euros están a la orden del día. Aún queda gente con dos dedos de frente que aprecia la experiencia de disfrutar de un largometraje en condiciones óptimas, sin denostarla por el mero hecho de estar rebajada hasta el precio de una cerveza en una terraza del centro.
Ir al cine, más que un ritual, es una fiesta. Una celebración colectiva en la que, hace años, una afluencia masiva no estaba relacionada en lo más mínimo con una experiencia caótica, desagradable e irrespetuosa tanto hacia el público, como hacia la película a proyectar. Es por esto que duele especialmente ver desvirtuado un espectáculo tan enorme como el cine que, como el resto de opciones culturales, se van devaluando progresivamente con el paso de los años.
Mi mala experiencia con la “fiesta del cine” no está relacionada con la perspectiva de un esnob ermitaño que pretende estar sólo, o rodeado por un selecto grupo de gente durante una proyección comportándose como si estuviesen en misa de doce —pocas cosas me gustan más que un pase desmadrado en el festival de Sitges—. Mi mala experiencia viene derivada de unos espectadores —eventuales o no— que parecen haber olvidado, como decía Garci en su programa, lo grande que es el cine, ayudados por los gritos que claman rebajas descomunales, denigrando una vez más la cultura y fomentando conductas irrespetuosas.
Todos aquellos que decidáis ir al cine durante estos días 2, 3, 4 y 5 de octubre, disfrutad enormemente de los grandes títulos que tendréis la suerte de poder ver en pantalla grande. Por mi parte, creo que optaré por la sana —para mis nervios— alternativa de sofá, manta y cine en streaming o en formato físico en vena, porque en mi salón no hay nadie con el valor suficiente para usurpar mi asiento.
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