

Cuando buscaba una idea para esta notita pensé en los sanatorios donde se recluían los tuberculosos en las primeras décadas del siglo pasado y me vino a la menteLa montaña mágica de Thomas Mann. La novela fue inspirada por una visita del escritor a su esposa, internada en una de esas instituciones ubicada en la villa de Davos (hoy famosa por otros motivos).
Ella le escribía extensas cartas donde le contaba detalles de su retiro, detalles nimios para paliar el aburrimiento. La novela reflexiona sobre la dimensión del tiempo en ese lugar, que era una especie de hotel de cinco estrellas perdido en las montañas. Los internados se enredan en largas charlas filosóficas para amenizar el encierro.
Pero también se desarrollan intrigas entre los personajes, como en una suerte de Gran Hermano intelectual y refinado. El punto de partida es la visita del joven protagonista (un alter ego del autor) a su primo tuberculoso. Allí es diagnosticado con la enfermedad y permanece internado durante años, hasta que el comienzo de la Primera Guerra Mundial lo impulsa a salir.
A estos sanatorios recurría la gente con posibilidades económicas para someterse a terapéuticas de dudoso valor curativo. Si bien Robert Koch había descubierto al bacilo que causa la enfermedad en 1882, no hubo tratamientos eficaces hasta el desarrollo de los antibióticos en la década de 1940.
Antes de los antibióticos, el tratamiento de la tuberculosis consistía en el reposo, la alimentación adecuada y el “aire puro” de las zonas montañosas. En los sanatorios también se practicaba el colapso de los pulmones afectados para que “descansaran”. A veces, incluso, las resecciones de los lóbulos tomados por la infección.
Koch no solo descubrió al agente causal de la tuberculosis, sino que estableció los postulados que pusieron las bases para la infectología moderna. En resumen, se podría aseverar que un microorganismo era el responsable de una enfermedad si era posible aislarlo en las lesiones, se podía reproducir la enfermedad inoculándolo en otro individuo y se podía recuperar de las lesiones de este segundo enfermo.
Otro escritor que podemos relacionar con esta enfermedad es Franz Kafka, a quien le fue diagnosticada en 1917 y lo llevó a la muerte en 2024, con solo cuarenta y un años. Kafka consideraba que su enfermedad era lo que hoy llamaríamos psicosomática.
“(…) mis pulmones se han confabulado con mi cabeza a mis espaldas», escribió al enterarse del diagnóstico.
Como descreía (y con razón) de la medicina de la época, se resistió al principio a internarse en un sanatorio, y solo lo hizo en 1921 cuando su cuadro se agravó. Allí conoció a Dora Diamant, una actriz polaca de 25 años. Después de una vida de amores desafortunados, con ella encontró por fin cierta paz.
La pareja se estableció por un tiempo en Berlín, durante la época de la hiperinflación de la República de Weimar. Pobre y muy enfermo, volvió con ella a su Praga natal. Y más tarde se internó nuevamente en un sanatorio cerca de Viena, donde Dora lo cuidó hasta su muerte en junio de 1924. Aunque nunca se casaron, se la consideró, con justicia, su viuda. Ella se ocupó de preservar sus escritos y su memoria.
Quiero cerrar esta nota con una referencia a otro tuberculoso de nuestra literatura: el seductor Juan Carlos Etchepare, eje de la novela Boquitas pintadas de Manuel Puig, que muere de tuberculosis en un sanatorio de las sierras cordobesas. Justamente, la novela se inicia con el aviso fúnebre:
«Fallecimiento lamentado. La desaparición del señor Juan Carlos Etchepare, acaecida el 18 de abril último, a la temprana edad de 29 años, tras soportar las alternativas de una larga enfermedad, ha producido en esta población, de la que el extinto era querido hijo, general sentimiento de apesadumbrada sorpresa, no obstante conocer muchos allegados la seria afección que padecía».
«Con este deceso desaparece de nuestro medio un elemento que, por las excelencias de su espíritu y carácter, destacóse como ponderable valor, poseedor de un cúmulo de atributos o dones –su simpatía–, lo cual distingue o diferencia a los seres poseedores de ese inestimable caudal, granjeándose la admiración de propios o extraños».
«Los restos de Juan Carlos Etchepare fueron inhumados en la necrópolis local, lugar hasta donde fueron acompañados por numeroso y acongojado cortejo».
Un final que es el comienzo de una de las mejores novelas de la literatura argentina del siglo XX.



