El regreso definitivo de Perón a la argentina el 20 de junio de 1973 fue el comienzo de una caída histórica que terminó 10 años después con la llegada de la democracia (donde comenzó otra, no tan siniestra: el desguase del Estado que quedaba a manos del menemismo, luego del fallido intento de Alfonsín por establecer una república con cierta independencia de los poderes fácticos). Ezeiza 73 cumple con los requisitos de la tragedia griega: unidad de tiempo y espacio, además de constituir un mestizaje extraordinario de circunstancias sacro profanas. El Dios padre regresa del exilio en un pájaro de hierro, y mientras aún sobrevuela la patria, sus hijos, los pródigos y los abominables, que se han juntado en ese jardín nacional de Ezeiza para recibirlo, se arrancan los ojos por ser quienes lo abracen primero. En el mismo aire de los hechos Perón cambia su valencia, se da vuelta. Aterriza entonces en la base aérea de Morón y cuando pisa tierra ya no es el mismo sino el otro. No el que había alentado las perspectivas socialistas de la juventud rebelde que impulsó más que nadie su retorno, sino el que se alinea con los sectores de la derecha que habría de rodearlo hasta el final. A partir de ahí, todo es caída. Ezeiza es el punto de encaje de un trastorno identitario que aún hoy perdura y late por detrás del frente histórico nacional. Las múltiples versiones que anidan en el acontecimiento, lo transforman en un hecho poético histórico singularísimo. 

Edipo en Ezeiza se sitúa en ese instante histórico a la vez tan fértil y tan siniestro. La obra nos presenta a una familia (el padre, la madre y los hijos) que ha perdido sus coordenadas existenciales, se encuentran en una desorientación absoluta, no recuerdan qué pasó ni quiénes son, apenas perciben los vínculos básicos que los unen, pero desconfían de que sean ciertos. Saben que vienen de Ezeiza, pero nada más, suponen que fue un picnic donde se extraviaron. Aún conservan su fe política y militante, pero no recuerdan qué ideales los sustentan, entonces se someten a feroces interrogatorios con el fin de averiguarlo. Creen que son parte de un experimento, que los detentan fuerzas oscuras y ominosas que no pueden definir ni identificar, suponen que los están abduciendo, dándolos vuelta. Es una circunstancia patética, jugada en tono de comedia metafísica, donde se tejen versiones y subversiones de identidad y pertenencia cada vez más extrañas. La obra nos convoca a reflexionar sobre nuestra propia identidad individual y colectiva a una escala desmesurada que solo el teatro puede plantear a través de sus procedimientos formales y rituales. Los cuerpos de los actores en el tiempo y el espacio funcionan como zonda de una averiguación existencial que va más allá de lo histórico y alcanza niveles sobrenaturales.

El teatro hoy, más que nunca, es una asamblea metafísica destinada a sondear identidad y pertenencia a una escala extracotidiana. Para hacerlo se disfraza de acontecimiento histórico, pero no hay que confundirse, su objetivo no es hablar de acá sino de allá, de esa latitud de la que venimos y a la que volvemos todo el tiempo. Se trata de una metáfora de la reencarnación, de una operación metafísica que se reviste de acontecimiento histórico, pero que en realidad transporta larvadas, las fuerzas dorsales de nuestra identidad y las desembarca en esta orilla ficcional del mundo donde, como en un teatro, nuestros destinos ya están prefijados.

Volver a Ezeiza hoy es necesario. No solo para dilucidar qué fue lo que realmente sucedió allí y qué significó ese suceso que clausuró una perspectiva poético social extraordinaria, sino para producir a través de ese referente una intensidad teatral que nos permita pensarnos como seres más allá del nivel histórico en el que estamos lapidados.

 *Autor y director de Edipo en Ezeiza.

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