Silvina Ocampo sola, en marzo, en Mar del Plata, en 1961, contra una columna inamovible y un mar inconmovible de fondo. Casi la misma Silvina, un año después, en ese mismo balneario, calzando sus emblemáticas alpargatas y portando lentes empañados para mantener la realidad argentina a distancia. Silvina logrando ubicarse a la vez al costado y atrás de la estatua de un ángel. Silvina cubriéndose las piernas con un libro. Silvina en el 56 con un saco a botones de institutriz. Silvina leyendo en la cama, bajo un mosquitero de red, como si no hubiera terminado el siglo diecinueve.
Adolfo Bioy Casares fue el excepcional narrador que sus lectores pueden seguir apreciando, pero también un valioso fotógrafo aficionado. Dejó retratos no sólo de su mujer Silvina Ocampo y de su hija Marta, sino también de su íntimo amigo Jorge Luis Borges, de colegas como José Bianco (un tintero Parker amenazando velar una página) y Beatriz Guido (collar y vestido blancos burlándose de una invención -el color en la fotografía- que pocos años después se adoptaría masivamente), y algunas más casuales de paseos por Buenos Aires, las más interesantes en tanto fotos.
Una composición -una competencia- de alturas entre árboles y estatuas en el parque Lezama. Un día del año 62, en el zoológico de Buenos Aires -justamente frente a la actual Feria del Libro- un león clava la vista en la lente desde la trastienda de su jaula. En la suya, un rinoceronte se arrodilla de manera incómoda, como María Elena Walsh frente a una chimenea. (Los tiempos se empatan en un presente compartido en una muestra de fotos, y algunas producen ecos extraños, como al ver a Silvina, Enrique Pezzoni, Alejandra Pizarnik, Edgardo Cozarinsky y Manuel Mujica Lainez montados sobre un león de piedra).
Dos peldaños y una puerta abierta en San Telmo un 12 de julio del 62. Ese mismo día y barrio, un hotel mínimo sin nombre en una esquina y dos chicos que escrutan la cámara. Un fotógrafo ambulante en el Rosedal, en noviembre del 63. (Las fechas consignadas eran relevantes para un diarista crónico como Bioy y llevaba un registro de los detalles técnicos de no pocas fotos: apertura de diafragma, tipo de película y velocidad).
Las máquinas de Adolfito
Si bien sacó fotos en viajes desde chico, la manía propiamente dicha -en un momento temió que reemplazara la de la literatura- le duró más o menos una década. Bastaron diez años para que por sus manos pasaran algunas de las mejores máquinas –Leica, Rolleiflex, Hasselblad y Voigtländer-, que le permitieron experimentar, entre otras cosas, tentadores claroscuros. Un ejemplo de esto puede verse en la iluminación expresionista que consiguió el 26 noviembre de 1960: Borges entrando a una sala y Peyrou esperando atrás de la puerta, los dos de traje y corbata. La puerta corta la imagen en dos y aventura la escena de un crimen imaginario.
Con otro falso efecto quizá buscó revelar las potencias de la transparencia en blanco y negro: su hija Marta afantasmada detrás de una ventana abierta. Algunas copias no ocultan una intención más risueña: Borges en San Telmo en el 74, delante de una prolija pintada que dice «Toque timbre y espere» (su lectura alcanza a críticos y herederos); Pezzoni y Mujica Lainez posando en el 65 como si fueran John Cassavetes y John Waters en Cañuelas.
Y alguna otra no exenta de cierta crueldad, como aquella en que una tarde de 1964 un Borges ya del todo cegato -de este lado de una ventana- proyecta la vista hacia un horizonte obturado, mientras desde el interior de esa casa lo contempla el atractivo inalcanzable de María Esther Vázquez (nada menos que por cuadriplicado, ya que tres retratos de ella en papel fotográfico están adheridos al cristal).
En la tradición inaugurada por Lewis Carroll y al igual que Juan Rulfo, Kobo Abe, Philip Larkin y Claude Simon, entre otros, Bioy Casares ya forma parte del curioso y esquivo elenco de escritores-fotógrafos. Pero acaso más que cualquiera de ellos, su obra se vio venturosamente asediada por los problemas y las promesas de la imagen, como puede estimarse desde La invención de Morel a La aventura de un fotógrafo en La Plata. Su Borges, su Wilcock y sus diarios ratificaron que estábamos ante un retratista nato. La fotografía le prestó una virtud adicional: el irrefutable pudor del silencio.
«El lado de la luz». Muestra fotográfica de Adolfo Bioy Casares. Feria del Libro de Buenos Aires. Hasta el 13 de mayo.