Un chico alto, con cara infantil y gesto de sabiduría ancestral, camina por el barrio porteño de Palermo, la subsección modernamente denominada “Soho”. Va vestido completamente de negro y está repleto de tatuajes. Se escapan de su camisa, por un brazo, pequeñas ilustraciones de zorros, abejas, corazones, avispas, florecillas silvestres. Son simples, las hizo él. En el otro tiene palabras que hacen un espiral a lo largo de su bíceps. Debajo del pantalón, elegante sport, desde el tobillo hasta la rodilla, hay un manual de instrucciones. Lo escribió él. Es martes 24 de septiembre y hace pocas horas se bajó de un avión que lo trajo desde Chicago.
El poeta y narrador estadounidense Jesse Ball busca dónde cortarse el pelo. Tiene dos días libres antes de hacer su participación estelar en el 16º Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba). Lo anfitriona Sigilo, su editorial local, que desde 2020, con Cómo provocar un incendio y por qué, viene publicando su obra en castellano, traducida casi en su totalidad por Virginia Rech. En 2022 salió Los niños 6 y en 2023, Cuando comenzó el silencio. Entre las novedades de septiembre están Autorretrato y El sueño, hermano de la muerte, con traducción del Santiago Featherston.
Dentro de un rato va a cenar con Maximiliano Papandrea, su editor. Tiene en el bolsillo un mapa de lugares a los que quiere ir. Muchos son bares que conoció y le gustaron durante su visita anterior. Era 2017 cuando llegó al país por primera vez. Conocía la Argentina por sus lecturas. Además de Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, le gustan, y forman parte de su biblioteca, varios contemporáneos, como César Aira y Samanta Schweblin, por ejemplo. Aquella vez, cuando le propusieron venir como parte de la comitiva de Los Ángeles, que era la ciudad invitada en la Feria del Libro ese año, dijo que sí.
Primera novela
Entonces se conocieron en persona con Papandrea, que estaba abriendo su editorial y le había publicado para La Bestia Equiletara, con traducción de Carlos Gardini, Toque de queda, la primera novela de Ball en la Argentina. “Tuvimos mucha afinidad”, cuenta. No sabía a dónde llevarlo a comer, porque el autor no consume gluten, así que terminaron en el Varela Varelita, bar que es parte de la geografía literaria porteña, pero también porque justo estaban por ahí cerca. Jesse quedó fascinado con los mozos, que cuando ponen la botella de cerveza en la mesa la hacen girar.
Ahí van a ir después de cenar. Cuando Papandrea lo pasa a buscar por el hotel, en la recepción le dicen que el huésped no está. Jesse le avisa por teléfono dónde encontrarlo: en una barbería a pocas cuadras. Hacia allá va y lo ve un rato después, en medio del salón diminuto decorado con camisetas de futbol y fotos de jazzeros. Parece que le dio indicaciones muy precisas al estilista, pero en su español oxidado, que aprendió cuando vivió en Mallorca brevemente, hace muchos años. El corte no fue el que esperaba, pero igual está contento con la experiencia y el paseo. “Es tan guapo que todo le queda bien”, resume su editor, amigo y admirador.
El miércoles, Jesse se dedica a caminar. Busca los otros bares de su lista. Algunos están cerrados. Otros no. Entra a uno, pide algo para tomar. Contempla un rato el paisaje urbano por la ventana. Pide la cuenta, sale, sigue andando. La ruta es intuitiva. Se fija en un perro que pasa rápido y dobla por la esquina. Un gato lo observa a él desde una ventana y se miran a los ojos. Las cotorras hacen su reunión de consorcio sonora en la copa de los árboles, las escucha, deja que el verde, de las hojas y los pájaros, sea parte de su paseo.
En Chicago camina 20 kilómetros por día con su perro, no le resulta lejos Chacarita, aunque esté en Barrio Norte. En 2017 conoció el cementerio de Recoleta. El joven vestido de negro, flaco y alto, con el pelo recién cortado, avanza por el camino arbolado con unas flores blancas en la mano. Busca una tumba antigua para dejar su ofrenda, no quiere incomodar a un posible familiar de un muerto más reciente. Cantan los pájaros. Está lejos de su hotel, y más aun de su casa. Se siente cómodo. Le gustan los cementerios. También los jardines desprolijos. A la noche va a cenar otra vez con Papandrea y se suman a la velada la escritora Vera Giaconni y el chileno Benjamín Labatut, que también vino como invitado a Filba, y de quien se hizo amigo en 2017. Faltan unas horas. Así que camina un poco más.
Los libros, la vida
“No se derribará el orden mundial ni florecerán dulces comunas en los prados. Pero, dentro de estos confines demenciales, podemos hacer lo posible por ignorar la jerarquía y generar intercambios que entrelacen las vidas con las deudas de la vida en lugar de dividirlas con el uso del dinero”, sugiere Ball en Autorretrato, una de las novedades que llegaban a las librerías porteñas mientras él caminaba por Buenos Aires. ¿Es anarquista? Sí, podría decirse. Como su padre. Este dato, y muchos otros, está disperso en ese libro. ¿Es ese el tema central? No. Ninguno lo es. Y a la vez, todos.
Es un libro breve en el que este autor siempre sorprendente, emula, homenajea y se inspira en el procedimiento del artista francés Édouard Levé, que hizo en 2005 su propio Autorretrato. “No eleva ningún hecho por encima de otro, sino que deja a los hechos coexistir en una masa inútil, como la vida”, explica Ball en la nota introductoria de su ejercicio, que publicó en Estados unidos en 2022. El escritor y fotógrafo se ahorcó en París dos años después de la llegada a librerías de su memoir. El estadounidense está en el lado luminoso de ese nihilismo constitutivo.
La otra novedad de Ball, de hecho, transita esa explosión de luz y explora ahí, en el vaivén que proyecta la sombra. El sueño, hermano de la muerte es una pieza literaria extraña, una no ficción poética y a la vez cruda, que habla en segunda persona para invitar directo a quien lee, casi en una provocación, a ver de otro modo qué pasa en el mundo onírico. Y también a dejarlo invadir lo que sucede al despertar. El subtítulo es “Una guía para niños que sueñan”. No es para público infantil. Podría funcionar como manual de instrucciones cortazariano para tener sueños lúcidos.
¿Es Ball un místico? No, pero no esquiva experimentar en lo existencial. Terrenal, inspirado, es un participante de la corriente literaria del absurdo, un lector apasionado, un adulto con disposición lúdica. Desde ese lugar es, también, un docente original, inquietante en el buen sentido. Profesor de escritura creativa en la School of the Art Institute de Chicago, está repleto de propuestas que aplica, cada día. Como caminar sin rumbo ni mapa ni celular durante cinco horas. Esa fue una de las propuestas que hizo en su clase magistral “Nuestra propia versión” el viernes 27, cuando fue su primera participación en Filba.
Eran las 11 de la mañana y el auditorio del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires estaba lleno. Ball, vestido de negro, hablaba y su voz suave ocupaba la sala, las mentes. Uno de los temas fue la práctica de mentir o soñar para construir un lenguaje narrativo. Propuso jugar, como Dalí, a sentarse en un sillón con una llave en la mano, que debe caerse al quedarse dormido, y cuando el ruido despierta a la persona, anotar eso que surja, sin pensar mucho, en un cuaderno. Leyó fragmentos de textos que lo estimulan, comentó colateralmente anécdotas y detalles de su vida. Así, sin elevar ningún hecho por encima de otro.
Frases y dibujitos
Después se quedó una hora y media firmando ejemplares. A cada uno le escribió una frase y le hizo un dibujito, parecido al de sus tatuajes. Se tomó su tiempo porque se detuvo a charlar con la gente. Le preguntó algo a cada persona que se acercó con su libro. Escuchó cada respuesta. Fue una sucesión de mini conversaciones. “Se acuerda de lo que le dicen, de algún modo también lo recopila. Le interesa saber quiénes lo leen, qué opinan, no necesariamente de su obra, sino del mundo”, explica Papandrea.
Esa noche volvió al Malba, pero como público. Se sentó en la platea con Papandrea y la periodista cultural Malena Rey para ver la charla entre Lucrecia Martel y Labatut. El diálogo fue en español, pero Jesse no se hizo problema. Le interesan las cosas, o mejor: pone interés en las cosas. Por ejemplo, al detenerse en el ritmo de los que hablan. “Me hizo después una descripción casi coreográfica de la charla, leyó los gestos, los comportamientos”, cuenta el editor.
El sábado, Ball volvió a subirse al escenario y el auditorio, otra vez, estaba lleno. La actividad fue la mesa “La paradoja de escribir en silencio”, junto a la escritora canadiense Kim Thúy, moderada por Eugenia Zicavo.
Jesse tiene fans, como una estrella de rock, pero en modalidad casi zen. Sus seguidoras y seguidores no se tiran sobre él, lo escuchan con asombro embelesado. La conversación fue alrededor de la importancia de no tener que decir todo al momento de escribir. Al final, otra vez, se quedó una hora y media firmando y dibujando ejemplares, en una sucesión de mini conversaciones.
¿Quién es ese chico?
Jesse Ball nació en 1978. Es de Port Jefferson, un pueblo en la ciudad de Brookhaven, Long Island, Nueva York. Un lugar pequeño y remoto en la ciudad más importante del mundo. Su familia es de clase media, de ascendencia irlandesa y siciliana. Tiene un hermano, Abram, con síndrome de Down. No es un niño rico ni un hombre que abuse de sus privilegios. Es como un mix de pureza incendiaria con inocencia sabia. La crítica social late en el corazón de su obra, pero no es el tema central. No hace panfleto ni manifiesto. Narra.
Como sus libros, él parece ser una mezcla ternura y rebeldía. Escribe y vive fábulas metafísicas, ficciones, experimentos prácticos. Todo es híbrido y, a la vez, definible. Estudió en la Universidad de Columbia, obtuvo un máster en Bellas Artes y empezó su camino literario en la poesía. Publicó su primer libro, March Book, en 2004 y ya va por la veintena. Viajó por el mundo, estuvo en España, en Islandia, se casó y se divorció. Tiene una hija. Ganó muchos premios, entre otros el Plimpton y el Gordon Burn. También fue candidato al National Book en 2015 y tradujeron su obra a más de doce idiomas.
Ya es domingo y su avión sale a la tarde, de regreso a Chicago. Es mediodía, brilla el sol, es primavera. Jesse sale a caminar una vez más. Va por la ciudad como un antropólogo patafisico. Después va mirar por la ventana del avión y ver cómo se hace chiquita, difusa, Buenos Aires. Se lleva en su cuaderno algunas notas. Podrían ser ideas para una novela, números de teléfono, cuentas de Instagram, dibujos, una lista de lugares para volver ver en su próxima visita.