La poeta, traductora y editora bielorrusa/argentina Natalia Litvinova (1986) acaba de ganar el último Premio Lumen con su primera novela: Luciérnaga. Esa es la noticia. Sin embargo, cuando se rasquetea ese polvillo de novedad se puede descubrir que se trata de una historia mucho más grande que dispara ríos de sentido hacia distintas zonas de la existencia y la creación. Cuestiones bravas como el exilio, la radioactividad, el idioma, la identidad, la pobreza, la disolución de la Unión Soviética, la supervivencia, los lazos entre mujeres de distintas generaciones, el nazismo, entre otras cuestiones complejísimas que se conjugan en un recorrido sinuoso y aventurero que solo la literatura, con su poder indeleble y emancipatorio, puede capturar, reflejar y expandir en todo su esplendor.
El texto comienza así: “No quería nacer en otro país radiactivo». De ahí en más, la historia despliega sus fauces hacia las ruinas que la memoria contiene en sus entrañas y que este texto pone en relevancia: es sobre la familia, sobre una madre, sobre una abuela, sobre un país del cual escapar, sobre la fantasía como supervivencia ante la dureza imparable de la realidad y sobre ese pasado que hace de Litvinova la poeta que es. Dice ahora mismo: “Esta novela también es un homenaje a esa literatura rusa que se inclina ante la naturaleza. Yo tengo esos sentimientos, los viví y los aprecio».
Está recién llegada de España. Se toca la cabeza y cuenta de su jet lag: “No me gusta el avión. Pienso en cosas que no debería. Pienso en la muerte todo el tiempo». Pero inmediatamente sonríe y se dispone al diálogo. Natalia Litvinova era reconocida hasta hacía poco por su poesía (libros excelentes como La nostalgia es un sello ardiente, Todo ajeno y Soñka, manos de oro, entre otros) publicada en nuestro país y el extranjero, por sus traducciones del ruso (nombres increíbles como Innokenti Ánnenski y Serguéi Esénin, entre otros) y por estar al frente (junto al también poeta y editor Tom Maver) de Llantén Editorial. Pero necesitó abordar la narrativa para seguir mirando sus ayeres y así surgió Luciérnaga a partir de fragmentos de escritos que fue acumulando a lo largo de varios años: “Tengo una memoria muy errática: me pasan cosas ahora y las olvido y las recuerdo gracias a mis amigas”, cuenta. Un día se decidió a juntar ese material, trabajarlos y darle una forma: “Cuando cerré la novela, la mandé y salió lo del premio lo primero que pensé fue “¡qué ganas de retratar más caminatas y recuerdos!””, cuenta.
Litvinova llegó a la Argentina con diez años. Era el otro lado del mundo. Pero viene de un linaje que tuvo que moverse para continuar su vida: “Mis abuelos vivieron en el campo. Mis padres fueron los primeros en sus familias en llegar a la gran ciudad, Gómel. Estudiaron ingeniería, su conocieron en la universidad y al tiempo nacimos mi hermano y yo”.
A la niña Litvinova, su mamá le cantaba las poesías de Marina Tsvetáyeva y le hacía escuchar punk. Esa mecha de la cultura como cosa cotidiana vinculada a la emoción y a lo popular despertó algo en ella. Son esa clase de chispazos que definen una vida. “Yo empecé escribiendo poesía desde muy chica: era un juego y una necesidad de libertad”, recuerda. Al tiempo, Litvinova llega a nuestro país con su madre y su hermano. Explica lo siguiente: “Vengo de un país donde no te digo que sentí opresión, pero en el colegio, por ejemplo, teníamos que guardar cierta conducta y en la familia también. Una cosa muy distinta a lo que recibí en Argentina, y lo agradezco mucho. Creo que sin la Argentina mi vida hubiese sido muy distinta.”
Sin embargo, nada es tan sencillo, nunca es fácil estar en una tierra lejana a la que naciste: “Mi mamá está muy agradecida con Argentina por las cosas que pudimos hacer, pero a la vez siente que fue una tragedia haber venido. Yo no creo que sea así y me di cuenta que gracias a la novela pudo cambiar de parecer respecto de este país. Un poco se tranquilizó. Para mí es un montón.”
Luciérnaga es un plato exquisito donde el gusto por la poesía eleva su sabor y hace que la prosa levante su natural encanto. Reconoce la autora: “No sabía qué pensar del texto cuando lo mandé al concurso. Y cuando gané pensé: ‘algo tendrá’”.
Pero hubo momentos duros en el proceso: “Hace un tiempo me enteré que una abuela a quien no conocí había sido secuestrada por los nazis. Mi mamá no sabe mucho de eso porque mi abuela Catalina no lo contó en profundidad. Cuando me lo cuenta mi mamá me dejó anonadada porque no entendía cómo ella había vivido con esa información sin contarme que en mi familia hubo mujereres violentadas, secuestradas, silenciadas.”
Y es así como la novela tiene en su interior un magma que la autora que comenta al pasar: “Yo vengo de una familia de mujeres un poco brujas». Es así: las formas de comunicación que recorre el texto van por el camino de la fábula, la poesía, lo onírico y la oralidad. Todas formas de encontrar una lengua que sirva para retratar una historia tan rica en hechos que parecen inverosímiles pero que efectivamente sucedieron y están en la memoria de la autora. Lo que significa que también se trató de un desafío lingüístico: “A veces sueño que hablo en ruso o en inglés. O sueño que no terminé el colegio o con la guerra». Pero ella tiene algo bien claro : “Es la novela de una poeta.”
P: Al ser una obra con tu historia es difícil pensar cuándo se empieza a escribir un libro como Luciérnaga.
NL: Es difícil rastrear el comienzo. Fue toda mi vida. Cuando llegué a la Argentina tenía 10 años. Si pienso en esos recuerdos previos a esa edad los veo como muy poéticos, preciosos, sobre todo en el campo donde vivía mi abuela. Mis recuerdos más fijos siento que quedaron ahí, y que quizás es lo que aparece en mis poemas más allá de que yo escriba de manera inconsciente, intuitiva. Tengo muchos recuerdos de mis primeros 10 años. Por eso creo que si la novela nace en algún lado es con revisar toda mi vida y con la fijación de esos primeros recuerdos. La novela fue una manera de encontrarme con estos recuerdos. Se ve que con la poesía no me alcanzó para contar toda mi historia. De todas maneras, me quedé con ganas de trabajar más de esos recuerdos.
P:¿Cómo fue para la poeta que sos ingresar en el lenguaje de largo aliento de la prosa?
NL: Me costó ingresar en el lenguaje narrativo. Hace dos años me encontré con una cantidad de textos que había escrito durante ocho o nueve años y eran cortísimos. Todo eso está en la novela, pero en ese momento me di cuenta que solo eran comienzos de un capítulo, no podía darles continuidad ni explayarme. Quería hacer poesía, pero el texto no me lo permitía y no estaba satisfecha. Sentía que no sabía nada de escribir una novela. Por eso le pedí ayuda al escritor Martín Sancia Kawamichi porque me había quedado obnubilada por su novela Shunga porque tiene todo lo que me gusta: la fábula, lo onírico, y demás. Mi libro tiene mucho de leyenda, sobre todo la parte del pantano. Esos textos iniciales los trabajé con él. Y pude comprender la potencia de la oralidad, por eso hay tantos diálogos en el libro. Me abrió otra manera de ver la historia. Y además fue importante descubrir el humor que siempre estuvo en mi familia. Ahí empecé a distenderme y disfrutar la escritura. Fue un aprendizaje en el cuerpo.
P: Para un lector de esta época y con los códigos actuales, esa Bielorrusia que contás puede considerarse como un paisaje totalmente ficticio.
NL: Es que para mí ya es pura ficción todo esto. No sé qué dirán mi hermano y mi mamá. Son como ruinas de un pasado que uno trae al presente. Pero, por otra parte, recuerdo algo que hacíamos con el querido Javier Galarza: nos mandábamos fotos de ruinas en un ejercicio de nuestra fascinación por los lugares abandonados. Y creo que eso también se filtró en la novela. Es que todo tiene que ver con todo. Cuando yo volví a Bielorrusia en el 2017, en la previa al mundial, fue muy loco. Volví en verano, no había personas en la calle porque todos se habían ido al campo. Yo sentía que estaba ante una cáscara: todo lo que veía era una maqueta y que alguien me estaba filmando para ver qué hacía. Viví así el regreso. Y sentí que estaba ante las ruinas preciosas de mi infancia. La novela es un homenaje a todas esas ruinas. Porque si me pongo a pensar llego a la conclusión de que Rusia es un país que yo no conocí. Y encima no es la Bielorrusia que conocieron mis padres. Yo no tengo el germen socialista ni todos los quiebres de la Unión Soviética. También se trata de reconocer que hay un montón de cosas que no sé ni comprendo de mi pasado. A la vez tiene algo universal: pinta tu aldea y pintarás el mundo. Yo estoy siendo un ser ficticio a la hora de escribir.
P: ¿Cómo fue el trabajo con la lengua? Porque esos recuerdos son de una persona que hablaba en otro idioma. ¿De qué manera abordaste esa parte?
NL: Dicen que los poetas tenemos una extranjería como patria. A le vez siento que es una novela escrita a cuatro manos: mi mamá está muy metida. Yo le di un cuaderno para que escriba sus recuerdos. Ella escribe en ruso, no es castellano, así que tuve que traducirla. Tomé mucho de ahí para escribir. Después sucede algo: yo hablo, vivo y doy clases en castellano. Me siento muy torpe en el ruso. Yo leí a Dostoievski en ruso, pero nunca hablé ni me comuniqué en ese idioma. Desconozco un montón de cosas del ruso. Pero también me siento torpe en castellano. Creo que es bueno sentirse insegura en ambas lenguas porque te volvés como más exploradora, no das por sentadas las cosas. Esta novela me trajo dos premios: el Lumen, que agradezco, y el cuaderno de las historias de mi madre.
P: La novela también se puede leer como el recuerdo de aquello que te impulsó a ser poeta.
NL: Están todas las cosas que amaba de niña. A mí si me preguntás por qué soy poeta te diría que es porque mi mamá me cantaba canciones con letras de Marina Tsvetáyeva y por el rock casi punk de la década del 80 que me formó. Me encantaba por lo rupturista y me emocionaba. Quizás, el origen de la novela esté ahí: yo también quería emocionar como hacía el arte en Rusia hace un tiempo. Me fascinaba eso de los poetas llenando estadios y la gente iba a llorar ahí. Esas cosas me quedaron.
P: Lacan se preguntaba en uno de sus seminarios: ¿cuándo una carta llega a destino? Pensando en eso, ¿para quién sentís que escribiste el libro ahora que ya pasó un tiempo? ¿Quién es el destinatario de tu novela?
NL: Yo estoy cayendo en que es un libro para mi mamá. Ella ya es una persona grande que sufrió mucho. Mi mamá ahora no sale de su casa desde la pandemia. Y antes tampoco es que saliera demasiado. Estos últimos años me decía: ‘Yo no veo el mundo, lo veo todo por la tele y creo todo lo que me dice’. Es de otra generación y teníamos charlas sobre eso porque me rompe el corazón esa situación. Así que cuando terminé este libro y ella se vio en la tapa lloró. Dijo que la iban a ver en esa biquini que no se usa más. Me dijo: ‘Se van a dar cuenta que yo era pobre’. Yo le dije que no pasa nada. Lo tomó bien. El otro día me dijo: ‘ahora soy famosa y no salí de la casa’, y se rió. Vi esa risa y pensé: ‘yo ya estoy hecha’. Quizás escribí esto para que mi mamá se dé cuenta de que es querida. Venimos de una cultura donde no nos abrazamos ni nos decimos te quiero, como en Argentina. En Bielorrusia no te das un beso ni con tu familia, salvo en casos muy particulares. Nunca me había dado un abrazo con mi mamá hasta hace poco. Nos empezamos a ablandar las dos. Este libro es para decirle a mi mamá: ‘está todo bien’.