Efectivamente, ‘Rifkin’s Festival‘ es justo lo que parecía en el tráiler. No hay sorpresas. He estado pensando decir en el titular que «es una más» de Woody Allen porque realmente es lo primero que pienso cuando me piden opinión sobre la película: otra de esas historias que parece haber escrito y dirigido con el piloto automático encendido.
No obstante, a veces somos un poco injustos con autores como Allen, y nos cuesta valorar sus trabajos menos inspirados. O quizá es inevitable cuando se critica la obra de un artista consagrado, sin la perspectiva del tiempo. Y desde luego me opongo al desprecio de su obra, a pesar de que sus estrenos recientes revelan a un creador en horas bajas (a punto de cumplir 85 años) que recurre a sus viejos trucos e inquietudes.
Una sencilla creación de Woody Allen que no aporta nada nuevo a su admirable carrera
Lo que sí recomiendo es acercarse a ‘Rifkin’s Festival’ con expectativas moderadas. No deja de ser una agradable comedia romántica que, desde la ligereza, plantea cuestiones sobre la vida, el amor o el arte (los temas habituales de Allen), invitando a la reflexión. Tiene encanto, buenos actores (Wallace Shawn, Gina Gershon, Elena Anaya, Louis Garrel, Sergi López, Christoph Waltz…) y la chispa de un humorista veterano. Y solo dura 92 minutos. Es un plan fácil que te soluciona cualquier tarde o noche aburrida.
Por tanto, dentro del subgénero en el que cabe enmarcarla, estamos ante una propuesta con evidentes virtudes. El problema es que lleva la firma de un gran cineasta, que nos ha dado muchas alegrías durante cinco décadas, y su último trabajo está entre los títulos más flojos de su carrera. No hay nada nuevo ni especialmente brillante; de hecho, lo más disfrutable son los homenajes cinéfilos en clave de parodia. Como ya hacía en sus inicios.
Woody Allen vuelve a tirar del recurso de los sueños para saltarse el sencillo realismo de la acción principal y jugar con la fantasía que proporciona el séptimo arte, tirando de referencias a directores legendarios a los que ya ha rendido tributo en otras ocasiones: Ingmar Bergman, Federico Fellini, Luis Buñuel, Orson Welles, François Truffaut o Jean-Luc Godard. Estos sketches rompen la rutina de la postal turística en la que ‘Rifkin’s Festival’ cae en ocasiones.
El Festival de San Sebastián, cuya 68º edición arrancó con el estreno de este film, sirve de excusa para que Allen nos presente a su nuevo alter ego, un veterano escritor que atraviesa una crisis existencial provocada por un matrimonio en declive y un bloqueo creativo. El neoyorquino se refugia en la belleza que encuentra a su paso (bañada por la luz de Vittorio Storaro) para aliviar el dolor; un nuevo interés romántico le proporciona el impulso para dar otro giro a su vida.
De las declaraciones que ha realizado Woody Allen a propósito de ‘Rifkin’s Festival’ (algunas tan ocurrentes como ese «Encantado de estar en Nueva York«, que soltó en la videollamada con la que participó en la rueda de prensa en Donostia) creo que una de las más significativas es esta: «Lo mejor de hacer la película fue que mi familia y yo pasamos tiempo en San Sebastián. Pasamos un tiempo maravilloso». Estamos ante un producto fácil que sirve a Allen para aunar trabajo y placer, fruto de las circunstancias.
Recordemos que el cineasta tenía la rutina de rodar una película al año pero se vio obligado a frenar su actividad debido al #MeToo, que dificultó la puesta en marcha de su siguiente proyecto en la industria estadounidense. Por cuarta vez, The Mediapro Studio le dio la oportunidad de volver a filmar. Lejos de descansar, en ese tiempo de «retiro», Allen se sentó a escribir sus memorias, un material más jugoso que el guion de su 51º largometraje. Ojalá algún día decida trasladarlo a la gran pantalla.