No importa cuántos años hayan pasado. Tampoco, cuántas veces hayamos visto después las huellas que el tiempo fue imprimiendo en sus rostros. Congeladas, sus imágenes quedarán impresas en nuestra memoria como si la vida se hubiera detenido en ese instante.

El instante en que alguien disparó una cámara e inmortalizó una sonrisa irrepetible, un gesto cómplice, una mirada que sólo prometía futuro, el abrazo más conmovedor, la gloria. Así, aunque conozcamos su destino, hayamos llorado su muerte, o comprobado su deterioro, para nosotros seguirán siendo esos que fueron en el momento del clic.

Por caso, Neil Armstrong será, para la eternidad, ese hombre con cara de chico grande, sonrisa franca y pulgar levantado, poco antes de partir a la conquista de la Luna, una de las aventuras más extraordinarias en la historia de la humanidad.

Elvis será ese hombrón de jopo renegrido, con el cuerpo arqueado y la mano apretando un micrófono para siempre dispuesto a amplificar los desgarrados acordes del amor que entonó como nadie.

Alto, desgarbado, mirando displicente a cámara, un cigarrillo colgando de su boca; así se nos aparecerá Cortázar por los siglos de los siglos.

Otro tanto ocurrirá con los protagonistas de nuestro álbum personal, detenidos en una tarde de playa, soplando las velitas de una torta o parados en la escalinata de un museo, fragmentos de ese rompecabezas que es cada vida.

Para algunos pueblos, tomarles fotos equivalía a robarles el alma. En realidad, creo que es casi a la inversa. El acto de apretar el disparador de la cámara o tocar la pantalla de un teléfono la pone a resguardo, la protege, la atesora, la mantiene a salvo de los avatares del tiempo.Y nos deja con la ilusión de tenerlos cerca, como en los cuentos, por siempre jamás.