Mamá lava los platos con los guantes anaranjados bien calzados y una sonrisa esquinada, mitad resignación, mitad sabiduría. Las migas de pan todavía esparcidas sobre el mantel y nosotros correteando alrededor de la salamandra. Y sí, alguien lo tiene que hacer. Eso nos contesta cuando se pone a fregar la olla Marmicoc mientras nos manda a buscar hojas de cedrón para el té de la sobremesa. En la casa de campo el frío hiela las manos y la escarcha moja los pies, pero vamos, vamos, que aunque no nos guste alguien lo tiene que hacer, insiste.
Igual que ahora cuando suena el teléfono fijo y sabemos que no es para nadie -¿alguna encuesta? ¿equivocado?- pero “por las dudas” alguien levanta el tubo. O cuando aparece una araña colgando en la pared y solo uno se anima a doblar el diario y darle y darle hasta que todos en la casa dejan de gritar. Y sí, por suerte siempre aparece un voluntario para todo.
En estos días, por caso, se inscribieron 5.700 en la Ciudad para probar una combinación de vacunas contra el Covid. Ante la falta de la Sputnik se les aplicará a algunos de ellos el segundo componente de Sinopharm o AstraZeneca para completar la vacunación y evaluar los resultados. La vida, como la pandemia, es un muro y alguien tiene que escalarlo para empujar a otros a subir.
Y la manera más eficaz de hacerlo es haciéndolo, como decía la aviadora norteamericana Amelia Earhart, la primera en cruzar el Atlántico en solitario. Y también, claro, como decía mamá, bien plantada sobre sus piernas de roble frente a la bacha de la cocina.