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Aquel agosto de 1968, Luciano se dispuso a enfrentar un inusual frío porteño: con la bufanda roja que le había tejido su abuela y el pullover cuello alto comprado en la feria hippie de Avellaneda. También el gamulán de su padre y la gorra de lana del viaje de egresados a Bariloche.

Pero el principal desafío era la reunión de célula de la FJC, la Federación Juvenil Comunista, convocada para esa misma tarde. Lo aguardaban en el local de la avenida Corrientes, esquina Canning.

Pocos días atrás, los tanques de la Unión Soviética habían invadido las calles de Checoslovaquia, asesinando a centenares de jóvenes y secuestrando y enviando cautivo al Kremlin al líder reformista, Alexander Dubcek.

Luciano, con sus 24 años, había puesto grandes expectativas en aquella Primavera de Praga: un socialismo que incluyera a los Beatles, el cine de Fellini y la idea de bohemia. También el Mayo Francés lo había encandilado: los jóvenes franceses tirando piedras al borde del Sena eran bastante más divertidos que los libros de Marx, Lenin y Stalin.

Pero lo de Checoslovaquia era aún más auspicioso: un país socialista- no como Francia, que era capitalista y aliado del imperialismo yanqui-, partícipe del Pacto de Varsovia y geográficamente cercano a la Unión Soviética. La aparición de las reformas en Checoslovaquia lo habían disuadido de abandonar el Partido.

Se estaba aburriendo, ya no le encontraba sentido. Incluso pensaba en emigrar de la Argentina, como una manera de camuflar su deserción del comunismo, que le rompería el corazón a su abuela y a sus padres, comunistas endémicos y ancestrales. Además, estaba Analía.

Ella tenía 30 años, pero el romance clandestino prosperaba. Ya habían arreglado para que la visitara en su departamento y concretar aquella atracción punzante, desatada inesperadamente, entre esa mujer que había pasado a militar en las altas esferas y el destacado militante de la FJC.

Luciano sabía que si renunciaba al Partido, Analía lo apartaría de su vida, incluso antes de concretar. Ardían en secreto porque la diferencia de edad y de ámbitos dentro del Partido, podía resultarles una desviación burguesa a ciertos dirigentes relevantes y al resto de los camaradas en general.

Pero tanto Luciano como Analía, en sus encuentros furtivos, aún célibes, habían seguido arrobados el trayecto de la revolución de terciopelo checoslovaca. Si esa libertad, esa informalidad y ese socialismo con rostro humano era posible, entonces Luciano podía seguir en el Partido durante un tiempo indeterminado. La invasión lo había trastocado todo.

Peor aún: los principales líderes comunistas se habían puesto del lado de los rusos. Fidel Castro había aprobado la entrada de los tanques en Praga, el asesinato de los estudiantes, el secuestro de Dubcek. Luciano miraba a su alrededor, en la soledad de su cuarto, buscando entre el panteón de sus héroes proletarios uno que alzara la voz.

Pero el Che Guevara había muerto el año pasado, no decía nada ahora… y quizás mejor ni siquiera preguntarle. Luciano trazó su destino: llegar a la reunión de célula, oponerse a la invasión, proponer que publicaran un manifiesto contra el Ejército Rojo e inmediatamente ir a hacerlo por primera vez con Analía.

Nunca había amado así a una mujer. No se atrevía a decírselo ni a ella: pero su verdadera idea de un mundo justo, la de Luciano, era entrar en el cuerpo de Analía. Todo lo demás le parecía banal, un subterfugio, una pantomima.

Sin embargo, cuando habían compartido con Analía un vino y una pizza, en un bodegón escondido, y jugado a que se hallaban en Praga, en el medio de esa encantadora primavera política, los acontecimientos habían llegado a interesarlo genuinamente.

En su caminata por la avenida Corrientes, rumbo a Canning, Luciano pasaba necesariamente por el cine Cosmos.

La sala le evocó dos eventos cercanos: la película, precisamente checa, Trenes rigurosamente vigilados, que había visto solo pero comentado con Analía; y las aleatorias apariciones de Pedro, que no se llamaba Pedro en absoluto, el dirigente soviético, de unos sesenta años, que aparentemente, eso se rumoreaba, había luchado en los finales de la Guerra Civil española, y ahora supervisaba para Moscú la marcha del Partido Comunista argentino.

Luciano lo había divisado, en alguna reunión, incluso escuchado su español con acento ruso, sintiéndose, el propio Luciano, parte de una inspiradora trama de espías. Pero esa sensación motivadora también había caducado. Simplemente se preguntaba si Pedro bajaría del Parnaso de su secreto para explicarles algo respecto de la invasión.

En cualquier caso, no imaginaba que Pedro pudiera brindarles algo más que una excusa amañada. Si Fidel, siempre tan lenguaraz, se había llamado a silencio…

La reunión fue paradójicamente incruenta: nadie le replicó a Luciano, luego de su parrafada, largamente pensada, contra la invasión. Ni siquiera les pareció lo suficientemente consistente como para refutarlo. Lo miraban como a un extraterrestre. El responsable de la célula, amablemente, le dijo que “podía retirarse”. Como Luciano no lo interpretó, agregó, con mayor firmeza, que tenía que marcharse.

Luciano sintió un calor insólito y se lanzó a la calle, como un resistente de Praga. Caminó a paso firme al departamento de Analía y tomó una decisión desesperada: no le diría nada de la expulsión, hasta después del amor. Luego, que ella decidiera. Le comentaría, por supuesto, como habían compartido tantas veces, su desazón por la caída de Praga.

Tocó el anhelado timbre del departamento del fondo y al costado del pasillo. Más allá se veían los umbrales de un jardín urbano interior: un ciruelo, gomeros, enredaderas. Abrió Pedro, el comisario político.

– ¿Qué busca, camarada? -inquirió, en su acento eslavo. En el final de la palabra “camarada” había un signo de interrogación distinto del que iniciaba la pregunta: Pedro le preguntaba si aún era un camarada.

Luciano se alejó de la puerta de la casa de Analía. Emprendió la caminata por la calle Darwin, rumbo a ninguna parte, y durante décadas, incluso anciano, siguió pensando que aquel, ese rostro siniestro y pétreo, insípido y despreciable, ese era el rostro humano del socialismo.

WD

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