¿A qué edad se llega a la madurez musical? ¿Cuándo se toca un techo como artista? ¿Y a partir de cuándo el espectáculo musical se transforma en una unidad de negocios más, en piloto automático? Estos, y varios interrogantes más, son los que atraviesan los grupos que pasaron el pináculo de su carrera y, a fuerza de creatividad, resiliencia y búsqueda de perpetuarse en la cima, siguen adelante.
Este es el caso de Metallica, el de una banda que supo añejarse y madurar, en donde los nuevos tiempos se adaptaron a un grupo emblema y no al revés. Porque la banda liderada por el cantante y guitarrista rítmico James Hetfield y el baterista Lars Ulrich siempre estuvieron un paso adelante de los demás. Y por eso hicieron historia, música y, en esta ocasión, un show de película.
Experiencia, sabiduría, timing y conocimiento del mercado (junto a dos últimos discos más que aceptables, Death Magnetic y Hardwired… to Self-destruct) son ingredientes para un grupo de músicos, que promedian los 58 años, y dejan todo en escena. O, al menos, eso intentan, luego de atravesar las turbulencias del 2000, cortes de pelo, psicólogos, la partida de un bajista, entre otros avatares, hoy muestran una musculatura musical envidiable y aggiornada a los tiempos que corren.
De riguroso negro en escena, en medio de una multicolor época de Generación Z, tik toks, deconstrucciones, cancelaciones y tomas de conciencia varias, el grupo de San Francisco vino a la Argentina (por sexta vez) demostrando que es atemporal. Mantienen las mismas rutinas escénicas, shows tras show, gira tras gira, caso el de Lars Ulrich, entregando los palillos a su gente luego de los conciertos, hablándole al público y revoleando los brazos, mientras corre, como hacía 30 años atrás. En esa época recorría el mundo con un Black Album que destrozaba todo a su paso.
Metallica es la locomotora dentro de un género musical al que se le avecina un recambio inminente, con sus popes (Iron Maiden, Judas Priest y Megadeth, por ejemplo) gozando de buena salud, pero que hace varios lustros le dejaron lugar a nuevos nombres.
Más luces e imágenes y menos sonido
El espectáculo, en un Campo Argentino de Polo repleto, convocó alrededor de 60.000 almas (y otras 250 mil lo miraron por la plataforma Flow) transformándolo en un concierto atípico: luego de dos años de haber sido anunciado, Metallica atravesó una pausa comercial de dos años (como la mayoría del planeta), fruto de la pandemia desatada por el covid. Pero a pesar de esto, la banda de heavy-thrash más grande del mundo no dio señales de bajarse de las tablas, al contrario, redobló la apuesta, por ejemplo, abriendo sus recientes conciertos con Whiplash, el latigazo seminal del disco Kill ´em All.
La muscular propuesta del inicio del show es acertada, salvo por un pequeño detalle, no menor: el sonido. Las guitarras de Hetfield y Kirk Hammett -al menos así se oían desde la parte media del campo vip- son casi imperceptibles y un machaque grave de la batería y el bajo hacen parecer que Metallica retumba adentro de una caja, con la cruda voz de James perdida por los aires. Algo imperdonable para un concierto de este calibre con entradas de cinco digitos.
Si la lluvia y el frío amenazaron con empañar la noche, la primera huyó espantada ante la estridencia metalera en Palermo y la impactante puesta en escena: la mejor de todas sus llegadas al país. Y acá se plantea el primer dilema, Metallica, en sus últimas dos décadas, se caracterizó por cierto minimalismo escénico, todo fundido a negro, tres pantallas (dos laterales y una central) y no mucho más. En esta ocasión una M y una A, puntiagudas, flanquean el escenario, dándole lugar a completar el nombre de la banda de metal más grande de todos los tiempos. Y unas cinco pantallas centrales verticales (con imágenes independientes o bien acoplándose entre ellas), además de las laterales, completaron una puesta en escena cinematográfica (en altísima definición) sin precedentes.
Porque si se buscaba con la imagen distraer al espectador, y no enfocarse en la performance escénica de los músicos y sonido en cuestión, esa batalla está perdida. Por un lado, era evidente -por una lógica cuestión temporal- que gran parte de las canciones ejecutadas sonaran relentizadas (sobre todo en Ulrich), friccionando un poco el concierto y quitándole velocidad y poder a los temas. Aunque el resultado final, fue bestial, con un doble bombo pegando en el pecho y cuerdas muy estridentes, que desataron varias ollas de pogo en el campo, sobre todo a la hora de ejecutar clásicos ochentosos de la talla de Creeping Death o Master of Puppets, de las mejores interpretaciones de la noche, con un nivel de brutalidad sonora digna de envidia para estos casi sexagenarios del metal.
El largo camino a la cima
It’s a long way to the top if you wanna rock ‘n’ roll («Es un largo camino hasta la cima si quieres rock and roll») es el tema-sentencia-preludio de AC/DC antes de cada show de Metallica. Luego de ello viene la intro con mayor millaje de piel de gallina en la historia del rock: la genial balada instrumental The Ectasy of Gold, de Ennio Morricone, con imágenes finales del film El bueno, el malo y el feo, de 1966. La clásica apertura de hace más de 30 años.
Y arranca Whiplash, con los problemas técnicos antes citados, para luego dar rienda suelta a Ride The Lightning que intenta echarle luz a un concierto que arrancó timorato, escondido. Para calentar el ambiente, el incendiario Fuel (lo mejorcito del disco ReLoad) muestra una nueva perla técnica de la noche: 12 columnas de llamaradas (incluidas en la cima de tres torres entre el campo vip y el general) que calientan el campo y templan un poco esta nueva noche fría. Y Hetfield le habla a su gente diciéndole que pasó mucho tiempo hasta que se cristalizó esta fecha musical.
Para Seek and Destroy, llega la nostalgia, ya que en las pantallas se reproduce una entrada del concierto del 8 de mayo de 1993 en el estadio de Velez Sarsfield (la segunda fecha del debut de Metallica en el país), en donde tocaron 21 temas, incluidos dos covers. Eran tiempos sin teléfonos celulares filmando conciertos o sacando fotos, redes sociales que quitaban la atención del espectáculo, campos vip que partían un predio y, en donde ir a ver a la banda de San Francisco, era una verdadera aventura. Casi 30 años atrás, Metallica realizó una versión extendida de este clasicazo, el anteúltimo de Kill ´em All.
En Holier Than Thou (lo más pesadito del Black Album), podría decirse que comenzó el show: el sonido se acomodó y las cuerdas de Hetfield y Hammet se amigaron con el resto del espectáculo (sobre todo con el bajo de Robert Trujillo) formando un sólido ensamble musical. Las detonaciones para el bélico One, enseguida remitieron mentalmente a la guerra entre Ucrania y Rusia que está desangrando Europa. En las pantallas se ven animaciones del lento marchar de las tropas junto a profundas imágenes de trincheras que, a medida que avanza la canción, las pantallas se teñirán de rojo, transformando a los soldados en huesos ambulantes. Su destino inexorable.
Antes de Sad But True, James Hetfield sorprende dándole unos sorbos a un mate y el canto “Argentina-Argentina” retumba en Palermo. El cantante presenta Moth To Flame (cosecha Hardwired…the Self-destruct) como un tema que habla sobre “las adicciones y los problemas que crean estas cosas malas”, algo que el vocalista sufrió en carne propia con el alcohol, lo que lo derivó a centros de rehabilitación. Un duelo de guitarras entre James y Hammett es de los pocos momentos en que la dupla Hetfield-Ulrich rompe la hegemonía escénica y le da lugar a sus compañeros de trabajo. No por nada el baterista tiene una cámara exclusiva, cuya proyección puede ocupar tres pantallas, tomada desde un plano cenital.
Kiss en Argentina: el último beso
Para The Unforgiven, la edición del videoclip de la canción entrega una versión cruda del tema, con algunos retoques de la original, y proyecciones en blanco y negro. Es uno de los momentos más oscuros e introspectivos del show, mientras que For Whom the Bell Tolls es su contracara: regala el mejor pasaje escénico de la noche mientras se ve a una intimidante bandada de cuervos sobrevolando un cielo sangriento, mientras doblan las campanas y éstas se agrietan y rompen.
A la hora de los bises, Spit Out the Bone, también de lo más reciente del grupo, deja ver en pantallas el logo de Metallica que ocupa todas las visuales y, de fondo, la bandera argentina con el sol patrio, en el medio. Y rescata otro momentáneo espíritu nacionalista del público al grito de “Argentina-Argentina”.
Llega el final y, con ello, Nothing Else Matters, un verdadero choque generacional. Aquel tema odiado de los años ´90 en donde los fans de la “vieja escuela” se bajaban de la nave Metallica, con el correr del tiempo se volvió en un hit y tema fijo en el set list de los estadounidenses. Ver a un veinteañero, con los ojos cerrados, y cantando desde el corazón cada estrofa de esta balada del Black Album, era algo impensado tres décadas atrás. Por aquel entonces, el productor Bob Rock (que había trabajado con Bon Jovi) era indicado como el culpable de haber «ablandado» al grupo. Los tiempos cambian.
El cierre con Enter Sandman desata las últimas estampidas en el campo y fuegos artificiales en algunos de sus cortes. El himno metalero es cantado a voz en cuello por miles. El tema que marca el estertor del concierto funciona como un ouróboro temporal-musical que se remonta al show en Liniers, allá por 1993.
La apertura del álbum negro fue la canción que, también, dio pie a las presentaciones en Vélez. La serpiente, como la que protagonizaba ese disco, acá se muerde su cola. Y ojalá que esto no signifique un adiós definitivo de Metallica, sino un hasta luego, como prometen los músicos en escena luego de ofrendar, a su público, púas y palillos.
Greta Van Fleet, los herederos de los ´70
Si Metallica hay algo que sabe hacer, es elegir bandas soportes. Greta Van Fleet es cabal muestra de ello como grupo antesala a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. El combo proveniente de Frankenmuth, Michigan, ensambla un rock crudo que encaja a la perfeccion con la pátina vintage de los años ´70, estética con la que muchos grupos aprovechan para sacarle jugo al mercado.
Hijos dilectos de Diamond Head o Thin Lizzy (grupos amados por Lars Ulrich y James Hetfield), Greta Van Fleet son la revelación rockera del último lustro. Estos Led Zeppelin, versión millennial, tienen tres discos editados (con su debut From the Fires, ganador de un Grammy) y están encumbrados a revivir la estética y los sonidos de un período fundacional del rock.
El guitarrista Jake Kiszka es un clon de Jimmy Page, mezclado con Ritchie Blackmore, dos brujos de la guitarra. Y si hablamos de hechizos y sortilegios, el fondo del escenario de los estadounidenses mostraba la enigmática tapa de The Battle at Garden´s Gate, editado el año pasado, una especie de portal rodeado de varios simbolos mágicos.
Su frontman, Josh Kiszka tiene un registro sonoro descomunal (por momentos algo estridente) con el que ejecutó seis canciones (quedó afuera Weight of Dreams) todas con un sonido ganchero, rutero, un blend de tintas con lo mejor de los ´70. Una gran combinación.
PAR
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