El estreno de ‘Predator: la presa’ (Prey, 2022) ha generado un torrente de reacciones, efusividad en redes y debates estériles sobre el género de su protagonista. Desde sus primeras críticas, se ha asociado la rima a ella de que es “la mejor secuela desde la original” o incluso que es mejor que la propiaDepredador’. Nuestro compañero se ha unido esa misma letanía y en general se ha creado un flujo de opinión en el que no es fácil disentir.

Porque la disensión implica una intención oculta, un terrorismo barato que pretende el contragolpe con ganas de llamar la atención. No vamos a entrar aquí en el aburridísimo debate de si la protagonista femenina es plausible o un “producto de la cultura woke” (sic), porque además de ser consecuencia de un lloriqueo infantil de varones ignorantes —al menos de una franquicia llena de protagonistas con estrógenos— ya lo ha tratado muy bien Mikel Zorrilla en este artículo. Lo interesante del fenómeno (de este fin de semana) es lo que significa para Disney+.

Hay una percepción curiosa de lo que consideramos un éxito a nivel artístico y a nivel de masas. Hay demasiados ejemplos de talento que no llega a sus legítimos receptores por una falta de medios de difusión adecuados, y en el cine, una masa crítica de grandes películas que casi nadie llega a conocer y otra de no tan destacables que de pronto son descubiertas por tanta gente a la vez que se convierten en algo, más por su ventana que por méritos propios. Una de esas es un estupendo weird western de terror llamado ‘The Burrowers’ (2008), cuyo tono a veces se parece al de ‘Prey’, solo que es bastante más oscuro, terrorífico y bien acabado.

La ventaja de no estrenarse en cines

También trata sobre monstruos en la Norteamérica del siglo XVIII, pero no tiene detrás el nombre ‘Predator’. Las vías de distribución de películas como la de J.T. Petty acaban reduciéndose al p2p, porque muchas veces ni sobrevive a las plataformas. El caso de la última entrega de la saga de cazadores estelares ha tenido la suerte de no estrenarse en cines. Sí, has leído bien. La suerte. Porque si hubiera llegado a la gran pantalla de forma exclusiva no tanta gente se habría movido a verla, la conversación en redes habría estado muy apagada y, bueno, probablemente habría mucha más dispersión de opiniones.

Primero porque cuando la gente pasa por caja se pone algo más picajosa, segundo porque el mantra de que “es un crimen no verla en cines” no se sostiene de acuerdo con los valores de producción que exhibe realmente. Cuente lo que cuente el equipo, la película luce como una obra directa a plataformas. O lo que es lo mismo, un directo a vídeo de aquellos que proponían variaciones de un concepto de una franquicia, escalado a un nivel de dos o tres personajes. Un buen ejemplo es ‘Mimic 3’ (2003), curiosamente también de  J.T. Petty, que lograba con ingenio mezclar una cucaracha gigante con ‘La ventana indiscreta’.

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Pero esas películas suponían un escalón inferior, una división menor, disfrutable como la que más, pero no deja de mostrar un interés nulo por parte del estudio, que relega ya a la franquicia a otra dimensión. Pero ahora las plataformas hacen que esos productos “C” sean populares y vivan sus 48 horas de gloria con un poquito más de presupuesto pero no sin puntos de sutura que dejan ver lo que hay detrás. En el caso de ‘Predator: la presa’, hay grandes planos panorámicos, pero cuando la cámara encuadra a los personajes se ven bien las limitaciones.

Perdonando pecadillos que en otras películas son condena a muerte

A cambio de los planos de dron que tiene ya hasta el vídeo de la comunión de la hija del vecino, tienes otros recortados con croma en fondos falsos, e incluso en alguna escena nocturna se rompe la imagen dejando ver el grano digital. Hay escenas de acción decentes, otras se limitan al movimiento desde atrás con gran angular, y en general todas las interacciones con el depredador acusan una lateralidad plana, con una puesta en escena modesta, bastante válida en ocasiones, pero que denotan una escala discreta, una película menor desde su concepción. No ayudan los trajes y la ambientación, algo carnavalera, y el abuso de animales de cgi que lucen mejor o peor según se muevan.

No vamos a ponernos tampoco exquisitos a estas alturas con las imágenes generadas por ordenador, pero en una precuela que se supone que busca ser una vuelta a las raíces, una experiencia inmersiva de época y una combinación de claves de western con tendencia al realismo, el abuso de píxeles para casi todo —incluidos todos los momentos gore— es algo que parece que hay que perdonar y debe equilibrarse con una concepción general con algo más de personalidad, o impacto, algo que en la película no abunda precisamente.

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Pero el poder de su concepto hace olvidar muchas cosas. Como que es un plagio/extensión del corto ‘Predator: Warrior’ (2019) al que no se hace referencia, que copia planos a la película ‘Mohawk’ (2017) y otros detalles que en este contexto de constante realimentación cultural ya no importan a nadie, pero lo cierto es que la idea de guerreros indios contra extraterrestres es capaz de mantener el interés durante toda la película, incluso con su ritmo a trompicones, que también conviene puntualizar, no es solo problema de una primera media hora plomiza con idas y venidas que acaban por no resultar relevantes.

Western a su pesar

De hecho, la bajada al territorio western juega más en contra de lo que acaba presentando finalmente, ya que se reboza de una solemnidad maniquea, superada ya en el género que vuelve a la idea de la espiritualidad nativoamericana que se traduce en rictus serios para decir cualquier cosa, una lentitud poco orgánica con diálogos planos que se convierten en mesetas dentro de un guion de por sí limitado y por los pelos.

Los personajes grotescamente caricaturescos como los tramperos confirman que la pátina de cine histórico chirría y no suma, y en general su intención de ser creíble se choca con trucos sacados de la nada que nos dejan la idea de que la patrulla militar de la primera película habría sobrevivido si se hubiese tomado un paracetamol. (A los puristas de la teoría del agua de ‘Señales’ les debería estar explotando la cabeza con ese as bajo la farmacia)

Pero quizá el mayor problema no sea solo el acartonamiento de las interpretaciones —en el doblaje comanche parece que estén leyendo en una sala ajena a los gestos de los personajes— que arrastra el tono a una falta de pendiente que crea una sensación monocorde, sino la música genérica de película de época, que si bien se permite salir de la sombra de Alan Silvestri no consigue crear ninguna pieza memorable, e incluso hay ocasiones en las que no acaba de cuadrar con la acción, como si se hubiera compuesto antes de montarse la película y no coincidieran los pulsos de compás con los golpes y movimientos.

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Hay cosas interesantes, como el  con más carisma que los protagonistas, el plan para combatir al predator, y algún destello visual en la secuencia del bosque en cenizas, pero en general también se desaprovechan mucho algunas propuestas, como la vuelta a la “invisibilidad” del alien, que se traduce aquí en una presencia constante de un blurry lleno de efecto chispa de after effects que además de dejar claro todo el rato dónde se encuentra la criatura resulta feo a nivel visual, siendo un alivio cuando finalmente podemos ver la acción sin esa extraña pantomima.

Sin tensión ni sensación de peligro

Y es también un uso inerte porque la dirección no utiliza su presencia para generar paranoia en los protagonistas, la cámara es impaciente y no juega con los espacios vacíos, no hay realmente una construcción de la tensión y el suspense in crescendo. Algo que sorprende —y decepciona— viniendo de Dan Trachtenberg, cuya estupenda ‘Calle Cloverfield 10’ (2016) hace un uso maestro de la claustrofobia, el miedo a lo que no se ve y lo que puede ocurrir frente a un personaje impredecible. Esto no se traduce en la visión que un grupo de humanos de una cultura cazadora pueden tener al ser ellos mismos cazados.

Se busca insistentemente un paralelismo de presa y cazador con algunos detalles ingeniosos que permiten ver un juego de espejos que funciona visualmente, aunque reste ferocidad a un predator que vemos trabajar como en un documental. Eso sí, el juego a tres bandas convierte a su protagonista en una falsa pieza de caza, dentro de un discurso que no trabaja con el honor de la muerte y el enfrentamiento con la épica necesaria y que se acaba haciendo bastante repetitivo y obvio cuando aparecen los tramperos, para ser finalmente verbalizado torpemente al final, en la boca de su protagonista.

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Hoy puede comprobarse muy bien cómo las películas hechas para televisión del canal ABC de los 70 y 80 tienen una gran aceptación en las lecturas que podemos extraer de páginas de votación popular como imdb, tanto en número como en textos, los comentarios hacen creer que estamos ante pequeñas obras maestras que luego esconden todo tipo de sorpresas, algunas muy dignas y valorables, muchas incluso sobresalientes, pero que a menudo no concuerdan con una nostalgia que tiene que ver con la simple posibilidad de haberse visto a un nivel masivo.

El síndrome de la categoría gourmet

El nuevo síndrome ABC son las plataformas, y si Netflix consigue hacer secuelas millonarias de muchos de sus originales más insípidos, Disney+ convierte en fenómeno la misma fórmula de Star Wars y Marvel una y otra vez, con hordas de seguidores que fagocitan y crean obras maestras cada tres meses con sus series y especiales. ‘Prey’ es una de las pocas ocasiones que la plataforma produce un contenido para adultos, y hay un efecto doble en la recepción, por una parte, con los usuarios masivos acostumbrados a contenido juvenil reaccionando de forma explosiva.

Por otra, los fans de la saga que deciden que todas las anteriores “son una basura” (sic) porque esta semana hay una nueva disponible en millones de hogares, sin pasar por caja, y encima una que repite frases de la original y tiene un rictus más serio y menos humor que la mayoría, lo que se transforma siempre en una “categoría selecta” que evita que consumir un producto pulp o divertido se asocie a un nivel intelectual “menor”, tratando de crear en 2022 la idea de que ‘Depredador’ ha sido siempre un clásico del cine de una categoría inventada, no una película de los 80 con la marca Schwarzenegger destinada al palomiteo grasiento.

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Lo que lleva a la estampa mental colectiva que parece haber generado ‘Prey’, una película que busca ese reconocimiento gourmet con formas de cine más respetable y se acepta rápidamente como “la mejor” porque desprende ese aura de tebeo leído con monóculo y paraguas para las ocasionales muestras de violencia. Esto ignorando sus problemas de ritmo, efectos visuales y de guion porque conviene, no digamos ya en el teatro de las redes sociales. La mimesis para sortear la falta de capacidad de sorpresa se traduce en una repetición reordenada de claves de la franquicia que no aporta ninguna idea nueva. Sin riesgo.

Un síntoma de la condescendencia de los estudios con el pulp para adultos

Cada paso de la película está telegrafiado, mascado, lo predecible enmascarado en un falso clasicismo que evoca a películas como ‘La presa desnuda’ pero nunca desafía un poco a la mitología. No vamos ahora a revindicar por qué las secuelas previas son más arriesgadas, juguetonas y poderosas a nivel de concepción para cine —incluso ‘Alien vs Predator: Requiem’ tiene un widescreen en 35 menos conforme—, bastante puede sacarse de este texto de John Tones al respecto, pero si hay un momento de la historia en el que el cine de terror y acción de serie B, tratado como grandes producciones y eventos de gran pantalla, necesita revalorizarse, es este.

Con cada novedad disponible sin pasar por taquilla toca escudarse en una supuesta erudición pomposa para justificar nuestras propios temores, que incluyen menospreciar el trabajo de autores como Shane Black y Fred Dekker, que sabían perfectamente la película macarra con millones que estaban haciendo con ‘Predator’ (2018), o la recuperación del verdadero cine de videoclub de los 80, el de Luigi Cozzi y la Empire que propone ‘AvP 2: requiem’ (2008), la imaginación al poder de la cacería galáctica de una patrulla de deshechos humanos de ‘Predators’ (2010), la distopía de un Los Ángeles en llamas que anunciaban los disturbios de Rodney King de ‘Depredador 2’ (1990).

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Lo mejor de ‘Prey’

Borrar de un plumazo y sin contexto el valor de piezas de la cultura pop de su tiempo demuestra ignorancia. No tienen tanta culpa las debilidades de ‘Predator: la presa’, que tampoco es una mala película, ni una mala idea de precuela, como la dinámica que se genera cuando un estudio dedica sus migajas a proyectar el tipo de cine que antes se trataba menos condescendencia. Que una película no tenga a una gran estrella al frente a menudo es una ventaja, pero cuando se trata de una franquicia, es más bien un síntoma de lo que significa la marca para sus productores. Sin duda, el éxito de este directo a televisión indica que vienen buenos tiempos para Disney+, no tanto para los que buscan terror de cierto riesgo para estudios con el objetivo calibrado para una sala de cine.