En el libro, Marco Polo describe ciudades fantásticas al rey de los tártaros Kublai Kan. Un ejemplo hermoso de esos relatos es el que se refiere a Despina, ciudad a la que se llega en barco o en camello. Quien va en camello divisa los rascacielos y el humo como partes de un barco que lo sacará, al fin, del desierto. El marinero, en cambio, mira las ondulaciones del terreno como jorobas de un camello con alforjas repletas de dátiles e imagina algo así como odaliscas más allá de la orilla. «Cada ciudad recibe su forma del desierto al que se opone; y así ven el camellero y el marinero a Despina, ciudad de confín entre dos desiertos», escribió su autor, el inmenso Ítalo Calvino.

El libro es «Las ciudades invisibles», una de las maravillas que legó Calvino, a quien este año le harán múltiples homenajes porque en octubre se cumplirán 100 de su nacimiento.

Hay obras, como esa, a las que uno vuelve siempre. Y digo obras y no sólo libros porque suelo revisitar los prólogos de Borges o «Un hombre bueno es difícil de encontrar», el cuento de Flannery O’Connor, y también los cuadros de Mark Rothko, entre algunas otras.

El gran Calvino. Visitó la Feria del Libro en la Ciudad en 1984.


El gran Calvino. Visitó la Feria del Libro en la Ciudad en 1984.

Son varias obras pero no tantas. Y en el caso de «Las ciudades invisibles» imagino que es por el placer de leerla y por algunas razones. 

Para presentar el libro, en 1972, el propio Calvino advirtió sobre la crisis de la vida urbana, sobre las ciudades que se tornaban «invivibles», y confesó que pensaba haber escrito «el último poema de amor» dedicado ellas.

Cada microrrelato de «Las ciudades invisibles» te lleva a redescubrir mundos, los propios incluidos, como pasa con el de Despina y también, con las ciudades que uno ama. Inabarcables, nunca cansan. Por eso, se vuelve y se vuelve siempre.

JS

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