Cuando el rey de España, antes de bajarse al cajón, interpretó una especie de homenaje a la historia actual de la lengua, tenía detrás una fotografía enorme de Cádiz que representaba la ciudad y sus tentáculos.
Esa imagen parecía la un lagarto sonriente y feliz, un felino pacífico y abierto que parecía dispuesto a organizar un viaje a la Roma o la Grecia de donde venimos. Se acabó el discurso de don Felipe y entonces el lagarto se escondió con la música a otra parte.
Lejos del cajón y de los académicos, el lagarto volvió anoche en forma de poesía. No estaba el rey para aplaudirlo, pero allí hubo un lagarto feliz, yo lo vi entrar y salir del escenario. Una vez que se habían acabado los devaneos de los académicos, estos dejaron que entrara en la sala el sonido de los poetas y se acabó lo que se daba.
Todo fue aplauso y alegría, el mundo se puso a aplaudir mientras en otra parte de La Bomba, donde pasaron estas cosas, preparaban cócteles y risas. Como para vengarse de la pandemia, y de las restantes pandemias, y mientras el público se preparaba, con la letra, para la música, Cádiz se dejó hacer como una muchacha. O como un muchacho, no se vayan a creer cualquier otra mandanga.
Ah, fue un momento muy potente. El más potente, todavía, de toda esta feria de muestras que es un monumento a la lengua, sin que la lengua, debe constar, lo haya pedido. Lo que le importa a la lengua es desperezarse, ponerse a cavilar sola, como ocurre verdaderamente con la lengua de los poetas. Cuando Gioconda Belli, la nicaragüense que parece de Cartago, o de las antiguas grecias, se puso a recitar su pérdida, pues fue expulsada de su tierra por un cabrón de siete suelas dictatoriales, el público se puso en pie y ya no la dejó respirar.
Yo lo vi. La vi. Miró al frente, pareció decir “estos son los míos, esta es mi patria, no podrán quitármela”, porque estaba al mando del micrófono y también de la poesía. Combinando esta con la prosa, fue diciendo que todo lo que le había robado Ortega el dictador, como se lo ha robado a Sergio Ramírez, su compatriota, su amigo, que estaba también en el recinto, era suyo, y sólo le pertenecía al aire indisociable de una patria que no es de otro, es suya, es suyo el país, como también lo es el país que ahora es, para ellos, España.
“En Colombia tienen su casa”, le cantó un poeta colombiano, Federico Día Granados, que le dedicó a su padre un Goodbye Lenin que puso los pelos de punta, y la vida (“la última luz de mi infancia”), y fue seguido, casi en silencio, por el argentino Hugo Mujica, veterano ya, que quiso silencio, “pues también el silencio es poesía”, para decir “escribo y borro”, “amanece y callo”, “callo todo el miedo”, porque “no es que el silencio no hable: lo que no hace es dejar ecos”.
María Baranda, mexicana que tiene nombre de asomarse, puso a volar los papalotes para que sus hijas se subieran al aire “del lirismo de las niñas”, para desembocar en ese rojo que a veces es más “el paraíso”.
La apoteosis local, antes de que vinieran los humoristas carnavaleros de las chirigotas de Los llorones, la trajo, con una naturalidad que estaba entre Carlos Edmundo de Ory y el surrealismo gaditano, la voz, y la belleza, de Ana Roseti. Poeta desde chica, se mostró feliz entre su gente, “me siento hasta orgullosa”, en medio “de este vendaval de aire puro” que es cada día Cádiz, hasta cuando la bahía está desnuda de frío. “Donde no hay poesía para que haya poesía”, “amor dicen vendo… viagras y ciertas lencerías”, “amor, cada vez que lo escribimos o lo hacemos”. Sacó a probar hasta “la cimiente de la mostaza”, la más pequeña de las semillas, y brindó por lo más grande de lo que se conoce a esta hora de la tarde-noche en Andalucía: “Gracias te sean dadas, poesía, señora nuestra”.
El telón no caía, “desde el amoroso” paréntesis de escarcha, “poesía para la vida y sus pormenores…, para que no me olvide del poema materno”. El aplauso fue como para que no se fuera, pero ingresó un intrépido guerrillero de la lírica, Rolando Kaltán, hondureño de todas las Antillas centroamericanas, que le dedicó a Gioconda y a Sergio, como los otros, la casa contra la hecatombe, les invitaba desde el dolor antiguo de sus pueblos, para saber que, desde la Arcadia, eso dijo, que ocurre “tras la hambruna”, hay tierra firme.
Volvió al estrado quien lo había abierto, el poeta Juan José Téllez, que llenó el escenario de la alegría de medio centenar de nombres propios, desde los andaluces de larga data, hasta Bob Dylan y demás flamencos extranjeros, para desembocar en Fernando Quiñones, que sigue siendo aquí como un impresionante juego de amor a las palabras, también latinoamericanas. Decía Téllez que, en el sur, “estamos acostumbrados a reír llorando más cerquita”.
Luego vinieron Los llorones, llorando más cerquita. Y cuando se acabó el telón de tanto usarlo parecía que la gente había recuperado una risa que a mi me hizo volver al dichoso poema del principio.
Así que me puse a escribir esto, que ustedes me van a perdonar, pero es que me salió así, como salen los lagartos por la noche:
-Un congreso es como un lagarto que, a veces, se despereza y entonces, si es tomado por la poesía, se arregla la cara y se pone feliz o guapa, y entonces le gana la partida a la solemnidad de los académicos.
Eso fue lo que pasó. Aun veo, ahora, al rey recogiendo el cajón, o golpeándolo, echando de menos, por ejemplo, que no hubieran sido Gioconda o Ana Roseti los que le robaran la música o se la dieran.