Está acostumbrada a que la miren actuar hasta en la India, aunque el público no memorice su apellido.

En 2019 su arte llegó hasta Hyderabad, la capital del estado indio de Telangana. Sobre un escenario les habló a los asiáticos sobre la llaga Malvinas y descubrió que el dolor «no tiene nación», que puede calar en cualquier esternón, sea cual sea la patria.

En los últimos meses su dolor desarmó a los que vieron Argentina, 1985. Bastó un pañuelo blanco, una forma de anudarlo y unas cuantas escenas para que su madre de Plaza de Mayo conmoviera desde Jujuy hasta Hollywood.

Anahí Martella no tiene nombre en la película de Santiago Mitre. Para algunos podría remitir a Estela de Carlotto, pero se decidió que su personaje no fuera nombrado, que simbolizara la lucha.

Anahí Martella en "Argentina, 1985".


Anahí Martella en «Argentina, 1985».

«En 2019 me enteré por las redes de la búsqueda sin saber de qué se trataba, envié mi material y me olvidé», cuenta emocionada sobre ese rol que filmó entre barbijos y alcohol en gel, en una oficina de la Asociación Madres de Plaza de Mayo y en el Palacio de Tribunales. En esta última locación, ante 200 personas, no pudo contener el río que la habitaba cuando le pidieron que cubriera su melena con esa tela blanca.

La amabilidad de Ricardo Darín fue clave en ese tsunami interno. Darín era para ella un viejo conocido de los sets de TV ochentosos. Compartieron nudo en la garganta sin imaginar que luego, abrazada a Taty Almeida en Buenos Aires, lo vería desfilar por la alfombra roja de los Oscar, en el Dolby Theatre de Los Ángeles.

«No tuve situaciones dolorosas familiares relacionadas al horror de la dictadura. Tenía 16 años en 1976, pero recuerdo esa tensión en el aire, a mi mamá muy atenta, preocupada al horario en que yo iba y volvía», recuerda. «Llevar el DNI conmigo hoy tiene que ver con el recuerdo angustiante de esa época».

El electrocardiograma de Anahí viene con profundidad de picos en los últimos años. Antes de la pandemia se puso al hombro el unipersonal 74 días de otoño, de Laura Garaglia, una reflexión sobre Malvinas en la que pasea por cuatro personajes: un combatiente, la hermana de un combatiente, una directora de escuela y la mismísima Patria.

Una escena de Martella en "Argentina, 1985".


Una escena de Martella en «Argentina, 1985».

Con más de 40 años de recorrido en cine, teatro, televisión, no por nada la inquieta enrulada forma parte del Departamento de Artes del Movimiento, como docente de Actuación complementaria 2 en la Universidad Nacional de las Artes (UNA).

Fue justamente en aquel sangriento 1982 de Malvinas que Martella debutó profesionalmente sobre tablas en el Teatro del Este, dirigida por Santiago Doria. Para entonces cuerpeó La pucha, de Oscar Viale, con música de Chico Novarro. Decidió no bajarse más de un escenario.

El primer trabajo televisivo tuvo esa impronta teatral que forma parte de su ADN. «Recuerdo que era un bolo en Nosotros y los otros, dirigida por Rodolfo Hoppe. El marco: una fiesta de 15 en que yo tenía que decirle al oído a la quinceañera que un chico estaba fuerte. Coloqué la voz como si estuviera en el teatro», se ríe. Enseguida llamó la atención de Inda Ledesma, que la dirigió en ATC, en Cuentos para ver.

El primer contrato llegó en Gente como la gente, como hija de Beatriz Taibo y Ricardo Lavié. A partir de entonces no hubo tiempo para trabajos fuera de la actuación, el oficio se volvió sostén en más de un sentido. Apenas hizo alarde de sus dotes como mecanógrafa en un paso fugaz por una imprenta. Su «tinta» estaba en otro lado. «Siempre que nos encontramos con mis ex compañeros del Pellegrini, que hoy son CEO de empresas, me dicen: ‘Vos sí que sos la que hizo lo que tenía ganas‘».

"No recuerdo su apellido, pero la conozco de la tele", suelen decirle a Anahí.


«No recuerdo su apellido, pero la conozco de la tele», suelen decirle a Anahí.

Hija «del medio» de una ama de casa y un payador, poeta, recitador de varieté y joyero, sus primeros 12 años transcurrieron en Caballito. Luego mudada a La Paternal, fue sin embargo Flores el barrio que dejó huella. De sangre armenia por la rama materna, alumna del Colegio primario Armenio Arzruní, las comidas y las tradiciones de esa cultura atravesaron su infancia y adolescencia hasta marcar los ritos de su vida adulta.

A los 18, después de un doloroso proceso familiar, decidió inscribirse en la Escuela Municipal de Arte Dramático. Se nutrió, egresó, pero fue más adelante cuando encontró en las aulas de Agustín Alezzo al maestro: «Usted vino acá usando todas sus herramientas, sólo que no conocía los nombres de esas herramientas«, le dio la bendición el docente pionero en la introducción del método Stanislavski.

Criada a fuerza de telenovelas de Alberto Migré, el dibujo del destino la incluyó más tarde en las creaciones televisivas del prodigioso autor, como Una voz en el teléfono o Ella contra mí. Tal vez su apellido no sea familiar entre la multitud, pero cada vez que cruza el umbral de su casa la reacción es la misma. «Usted es Amalia de Floricienta. Usted es Antonia de Zíngara. O Silvia, de Gasoleros.

La TV de los 80/90 y 2000 la multiplicó en escenas de Alta comedia, La extraña dama, Poliladron, Rebelde Way. Incluso alzó grupalmente un Martín Fierro por una publicidad noventosa desopilante de Agulla & Baccetti para Telecom en la que jugaba a recibir una inentendible llamada de su marido desde Río Turbio.

El mercado publicitario la paseó por Ecuador, Chile, México y Uruguay y el humor instaló su cara como una actriz justa para lo disparatado, pero no quiso encorsetarse. Se lució con el neogrotesco Venecia, de Jorge Accame, en gira por España, Venezuela y Brasil, e hizo llorar a espectadores en Texas, Madrid y Londres con el tour de la ya mencionada 74 días de otoño.

Como Amalia en "Floricienta".

Como Amalia en «Floricienta».

Para Martella, ganadora de un ACE 2005 como mejor actriz de espectáculo Off, la suya es una carrera de resistencia. Desde aquella aparición en esa televisión que recién estrenaba el color, permanece el que tiene un alto nivel de aceptación de los constantes «no», y el que entiende que «no se trata de algo personal, el mercado puede requerir algo que no se adapte a uno».

En paralelo a lo mágico de la actividad actoral, la ex Poliladron y Padre coraje desarrolla una faceta ligada a lo «alquímico, lo espiritual y lo energético»: «No tiro las cartas, ni soy astróloga», advierte sobre su rol de «Speaker», como le llama al camino que inició a los 23 años, después de incursionar en grupos de meditación y de fundar en 2010 Casa Violeta. Al principio, por aquel emprendimiento de velas, limpiadores ambientales y otros productos para el bienestar sus colegas le advertían: ‘Te van a quemar por bruja».

-¿Por qué actuás, Anahí?

-Te voy a explicar lo que creo que eligió mi alma. Cuando una persona evoluciona, necesita entender cosas de sí misma e integrarlas. Es como si yo tuviera que poner en escena una parte mía para liberarla, para dejar ir ese fantasma. Actuar fue integrador: me llegan personajes que casualmente tienen que reflexionar o trabajar sobre algo. Mirá mis últimos trabajos: jueza, fiscal, soldado de Malvinas, madre de Plaza de Mayo. Todo tuvo que ver con la justicia y la memoria.

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