Otro de los veteranos de Cannes, Nanni Moretti trae el que espera no sea su testamento fílmico. En uno de los mejores momentos de Il sol dell’avvenire, cuando su personaje, un director de cine, necesita el apoyo de nuevos productores, y se reúne con la gente de Netflix, se vuelve tan mordaz como en sus mejores tiempos, cuestionándolos como desalmados y riéndose de los algoritmos.
Es en esos instantes, en esas oportunidades se sienta y disfruta el humor y el sarcasmo, algo no muy corriente en esta edición del Festival de Cannes.
A los 69 años, el director que ganó en 2001 la Palma de Oro con La habitación del hijo, y a quien muchos consideran el Woody Allen italiano, se autoanaliza y cuestiona como cineasta, esposo y padre en Il sol dell’avvenire.
Guiño o no a Allen, en un momento Giovanni interrumpe la última toma de otro rodaje de un joven, y llama por el celular a su amigo Martin Scorsese para que lo respalde, que recuerda a la de Dos extraños amantes, en la que Allen habla con Marshall McLuhan. La diferencia es que la llamada a Scorsese va directo al correo de voz.
Es que el realizador de Caro diario y Habemus Papa suele ser autorreferencial, y en esta comedia con algo de melodrama también es el protagonista, como en la mayoría de sus películas. Aquí es Giovanni, un director que está rodando un filme de época, en un pueblito italiano por 1956, en el que desea que, en la última escena, su protagonista se suicide.
Activo militante de la izquierda en su país, Moretti cuestiona el rol que ejerció el Partido Comunista Italiano cuando la Unión Soviética reprimió con tanques y dejó un vendaval de muertos en Hungría. No parece ser oportunista ni tener un ojo en Ucrania. Pero…
Giovanni es un egocéntrico, y parece uno de esos caballos con anteojeras que no le permiten ver a su alrededor, más que lo que tiene adelante, que para él, no es otra cosa que su carrera como cineasta. Su esposa, Paola, interpretada por otra asidua de su filmografía, Margherita Buy, es su productora y a escondidas va a un psicoanalista, porque no sabe cómo decirle a Giovanni que quiere separarse.
Su hija va a componer la música de la película que está filmando, pero Giovanni la escucha por primera vez luego de que ella le presente a su novio, del que desconocía su existencia, un hombre tal vez mayor que el propio Giovanni.
Para los amantes del cine de Moretti, no falta la escena en la que maneja su scooter por su amado vecindario de Piazza Mazzini, ni citas y referencias cinéfilas. En eso, no ha cambiado nada. Tampoco en su manera de hablar, aunque el tono de su voz se sienta un poco gastado.
En el set Giovanni es tan déspota como en su hogar, donde obliga a su esposa e hija a ver Lola, de Jacques Demy, antes de empezar el rodaje de sus películas. En el set no permite que los actores cambien la letra de los diálogos o aporten ideas nuevas.
En síntesis: Giovanni no puede controlar nada, y a esta altura de su carrera, cada cambio que le aparezca por delante será un cimbronazo. Burla o parodia o autohomenaje, carrera. El gran Mathieu Amalric está desdibujado al interpretar a un productor financista, de esos que pululan en Italia y puede dejar al cineasta sin poder filmar una toma.
Un festín
Algo así como una muestra sobre el arte del buen comer, La passion de Dodin Bouffant, de Anh Hung Tran, es una película mucho más intimista que la de Moretti, y que apunta de forma directa a los sentidos, no solo los gustativos.
A fines del siglo XIX Dodin (Benoit Magimel, a 22 años de ser el joven de La profesora de piano) es un hacendado gourmet que vive desde hace años con Eugénie (Juliette Binoche), una experta cocinera y su pareja.
La primera media hora de la proyección transcurre casi enteramente en la cocina, donde tienen una ayudante, a la que se sumará su pequeña sobrina, con quienes prepararan toda clase de exquisiteces, saladas y dulces. El fuego ardiendo en el hogar, la cocina de seis hornallas, los hornos, los utensilios largos, todo se ve tan delicioso que hasta se podría oler los aromas de la grande cuisine.
Sí, mejor haber desayunado, almorzado o cenado antes de ingresar a la sala.
Pero entre degustaciones varias, debe haber un conflicto. Y es una extraña enfermedad que padece Eugénie, que la oculta todo lo que puede en la cocina.
Con algo de La fiesta de Babette, de Gabriel Axel, que también era “de época”, y obviamente mucho menos de La gran comilona, de Marco Ferreri, La passion de Dodin Bouffant es un filme que extrañamente mantiene su tono durante los 145 minutos que dura la proyección.
El director de El olor de la papaya verde (con la que ganó aquí la Cámara de Oro a la mejor opera prima, en 1993) y Tokio Blues ya no filma con esa “lentitud” que fascinaba e hipnotizaba a muchos y adormecía a otros, entrega un filme romántico, pero no almibarado, dulce más que agridulce, y con alguna línea de dialogo entre los protagonistas -él desde hace años desea contraer matrimonio con la cocinera- en el que Eugénie le pregunta qué es ella para él, si su mujer o su cocinera.
Y la respuesta es para relamerse o chuparse los dedos.
Enviado especial