Una de las primeras historias que la nona me contó fue sobre cómo llegó acá, a Argentina, a Lomas de Zamora, a sus 24 años. Para ella llegar a la “América” fue llegar a Lomas de Zamora. Una historia de amor prohibido, un casamiento obstruido por familia y un amigo de la infancia que la mando a llamar, fue el escenario de esa llegada. Vivir en las llanuras conurbanas, dejando atrás un paisaje que sólo volvió a ver una vez más, allá por los años 90, es donde arranca un poco esta nueva historia, pero ella ya no me la cuenta a mí, sino que yo soy quien le cuenta al público que viene a ver la obra. 

Hasta mis 27 años viví en la casa de atrás, donde antes la nona y el nono tenían un gallinero. Mi papá y mi mamá construyeron esa casa a sus 27 años y ahí fue donde mi hermano y yo nos criamos entre gritos para avisar cosas de una casa a la otra: comidas, olores, patio que más que dividir era una membrana que unía una historia compartida. 

Desde que tengo uso de razón la nona siempre se estaba despidiendo. Todos los años festejaba su última navidad y su último cumpleaños. Durante años, todos los años. Nos decía una vez por semana dónde era que ponía el sobrecito con la plata para su último día, la ropa que se quería poner, las cosas que se imaginaba de ese paraíso lleno de santitos. Para mi familia y para mí ya era algo natural, gracioso, un código interno del que nos reímos.

Ella era la dueña de nuestra memoria familiar. Por medio de ella y esa nostalgia presente y llena de vida como estado natural, conocí a mis tías abuelas, primxs lejanos: conocí a una familia de papel y de fantasmas.

La nona, en sus historias y recuerdos, me hacía encontrarme con el teatro. Imaginarme a esos personajes, lugares, ponerle cuerpo a esos relatos era lo mismo que hacía adentro del teatro de las nobles bestias de Temperley desde que tengo 11 años. Ese dramatismo, esa pasión, la obsesión por no olvidar, son cosas que la nona me enseñó sin quererlo. Lo que si me quiso enseñar, como a tejer, a cocinar o a hablar italiano, no me salieron.

Por eso, hoy escribiendo esto, pienso en que ella con su relato oral de historias constantes que nos contaba en todo momento, bajo cualquier excusa es la equivalencia en mí, nacida en los años 90, con la filmadora grabándolo todo.

Todos esos momentos sencillos, cotidianos, con ella, son los que intento transmitir con la obra. Encontrar lo mágico, lo milagroso dentro de mi casa, de mí barrio. Un reinado conurbano donde la nona es la reina. Pienso que poder contar su historia es contar la historia de muchas mujeres que por diversas razones tienen que irse de donde están y construir su patria en otro lado, construirla en ellas mismas. Contar su historia para que siga creciendo en sus hijxs, en sus nietxs. Contar su historia para que siga actuando conmigo, para que no me la olvide. 

La reina de Turdera es un festejo, es una familia ruidosa poniendo la mesa, es el ritmo que se marca de a dos que se quieren. Es convivir con una Jazmín pequeña que se escapa a la casa de su nona a comer banquetes de sanguchitos de jamón y con una Jazmín de 30 años que entiende que en algún momento, el deseo de morirse de su nona va a cumplirse como un pedido o plegaria al momento de soplar las velitas en un cumpleaños.

Hacer esta historia teatro es volverla real. Es volver a vivirla o, mejor dicho, nunca dejar de vivirla. Es una forma de, más allá de la historia de cada unx, se pueda tener un momento para recordar, con humor, con amor, con culpa, con un nudo en la garganta a quienes quisimos, a quienes queremos y poder compartir esas historias mientras comemos torta y chusmeamos en una cocina imaginada. Es tenernos compasión frente al miedo a la muerte de quienes nacieron antes de nosotrxs y con quienes creemos que vamos a convivir por siempre. Es entender que ver envejecer a alguien, es seguir viéndolx crecer y que los recuerdos crecen, cambian y mueren.

*Autora y actriz de La reina de Turdera. El unipersonal se puede ver los domingos a las 18 h en el Teatro Abasto Social Club (Yatay 666).