Desde hace décadas, la chilena Isabel Allende ostenta dos medallas que, por ahora, nadie podrá quitarle: es la escritora viva más leída en español y también es la más traducida. Hace una semana se lanzó en simultáneo en todo el mundo de habla hispana su nueva novela, El viento conoce mi nombre (Sudamericana), que este martes al mediodía presentó en una rueda de prensa virtual a medios de todo el continente, donde aborda el desarraigo, la violencia pero también el amor y la esperanza.

Desde su casa de Sausalito, California, con una camisa azul y un gran collar, secundada por una foto de su mamá de joven sosteniendo a Juan, uno de los hermanos de Isabel, y otra de Paula, su hija fallecida pero siempre presente, Allende habló, entre otras cosas, de las historias traumáticas de dos niños separados de sus familias en dos momentos álgidos de la historia mundial: la Noche de los Cristales Rotos en 1938 y un momento en la frontera caliente entre México y Estados Unidos en 2019.

Por un lado, Samuel Adler es un niño de 5 años, cuyo padre desaparece después del pogromo de 1938 en Viena, Austria, conocido la Noche de los Cristales Rotos; por el otro, Anita Díaz, de 7 años, huye de su El Salvador natal con su madre, pero es separada de ella en la frontera entre Arizona y México en 2019. Con ocho décadas de distancia temporal entre uno y otro hecho, la historia se repite.

"El viento conoce mi nombre", de Isabel Allende (Sudamericana, $8.999 papel; $4.626 audiolibro; $2.316 ebook).


«El viento conoce mi nombre», de Isabel Allende (Sudamericana, $8.999 papel; $4.626 audiolibro; $2.316 ebook).

“En 2018, Trump decidió separar a las familias en la frontera. Esto me remitió a 1938, al Kinder Transport cuando los niños eran separados de sus padres por los nazis”. En este punto, la escritora confiesa que lo más difícil de narrar en esta ficción fue “la crueldad”, “porque se trata de una crueldad sistemática, organizada, que no es espontánea sino que hay una política sistemática de la crueldad”. Su libro, asegura, no pretende dar ningún mensaje ni nada por el estilo, ella solo quiere ni más ni menos que contar historias.

A través de una serie de circunstancias, Samuel y Anita finalmente se conocen por medio de Leticia, una mujer salvadoreña que emigró a Estados Unidos cuando era niña después de perder a gran parte de su familia en la masacre de 1981 en El Mozote, El Salvador, por la que murieron cientos de pobladores.

Esta ficción, cuenta Allende al otro lado de la pantalla, es una especie de homenaje a las mujeres que toman decisiones impensables para salvar a sus hijos. El personaje de Anita está inspirado en una niña de nombre Juliana, cuya historia la escritora conoció por medio de la Fundación que lleva su nombre y que creó en 1996 para apoyar a organizaciones y personas que trabajan en la frontera de Estados Unidos con México para ayudar a los migrantes que dejan sus países en busca de una vida mejor. «Las historias que acabo escribiendo son como semillas que tengo en el vientre, que crecen, me ahogan y entonces sé que es el tiempo de escribirlas”, señala.

Zoom con Isabel Allende.


Zoom con Isabel Allende.

Para recrear el mundo que se inventa Anita, la escritora se inspiró en ella misma: «Yo viví de chica en un mundo imaginario que sucedía en el sótano de mi abuelo, tenía mi propio universo, tenía libros y velas para leer, creía que mi abuela, que se había muerto, me acompañaba».

El germen de esta historia, dice a poco de empezar el encuentro virtual y luego de confesar entre risas que se encuentra nuevamente “aislada” porque Roger, su marido, tiene Covid, vino de la mismísima realidad: en 2018, el entonces presidente Donald Trump dispuso la política de tolerancia cero que arrancó a los niños migrantes de sus familias para ser encerrados en cubículos –que al decir sin matices de Allende son como jaulas– a la espera de una eventual deportación o reubicación. Aún hoy, cinco años después, mil chicos no han sido reunidos con sus familias.

Aunque difícil de creer, esto sucedió en la realidad, y empieza a aparecer como tema en las ficciones de escritoras mujeres, como en Desierto sonoro, de la mexicana Valeria Luiselli, y ahora El viento conoce mi nombre, de Isabel Allende, entre otras. En este sentido, se trata de un libro algo diferente para la autora consagrada en 1982, por La casa de los espíritus, su primera gran ficción. Es frecuente en ella ubicar sus historias en su América Latina natal, una dimensión que nunca deja de estar presente en sus creaciones literarias.

Para Allende es trágica y dramática la crisis humanitaria de refugiados que hay en la frontera entre México y Estados Unidos.


Para Allende es trágica y dramática la crisis humanitaria de refugiados que hay en la frontera entre México y Estados Unidos.

Para Allende es trágica y dramática la crisis humanitaria de refugiados que hay en la frontera entre México y Estados Unidos, una crisis que los gobiernos conocen y a la que no le ponen fin. Por eso pidió «humanizar» el proceso: «Es muy difícil explicar hasta qué punto es trágico lo que ocurre con los refugiados en esa frontera, con zonas controladas por narcotraficantes y pandilleros, sin agua y sin letrinas, donde las muchachas piden pañales porque no pueden salir a hacer pipí porque las violan o las matan”.

Allende considera que hay que permitir que la gente que quiera ir a Estados Unidos a trabajar lo pueda hacer: «Ningún norteamericano hace el trabajo que hacen los inmigrantes por ese dinero, nadie. Podrían tener un permiso para entrar, trabajar y volver a salir. Además, no habría refugiados si no fuera por la situación de extrema violencia o pobreza que viven en sus lugares de origen. No se va a resolver ese problema global si no damos una acción global, que no es separando a la gente con una muralla».

Allende conoce de primera mano la pérdida forzada de su país: tuvo que dejar Chile como exiliada dos años después de que Salvador Allende, primo hermano de su padre, fuera derrocado como presidente del país en un golpe de Estado de 1973. Vivió durante años en Venezuela antes de establecerse en los Estados Unidos en 1987 y ahora su hogar está en California. Ella siempre se refiere a sí misma como “una eterna extranjera”.

Migrantes escalan el muro fronterizo entre México y Estados Unidos, en Ciudad Juárez, estado de Chihuahua, México. Xinhua/David Peinado


Migrantes escalan el muro fronterizo entre México y Estados Unidos, en Ciudad Juárez, estado de Chihuahua, México. Xinhua/David Peinado

En cuanto al título, la autora explicó que hace referencia a que los niños en la frontera son numerados para ser identificados (sucede que por la edad y el trauma muchos chicos no hablan o no saben cómo se llaman), tal como sucedía con los judíos en los campos de concentración nazis. Como Anita es trasladada de un lado a otro, en un momento asegura que “el viento conoce su nombre”, una manera de resistirse a ser llamada por un número y reivindicar su nombre y apellido. De todos modos, el título fue una sugerencia de sus editores.

Los espíritus también están, a su manera, presentes en esta nueva ficción. Allende dice ser supersticiosa y así como se sabe que cada 8 de enero comienza a escribir una nueva historia –“Es superstición, pero también disciplina y me ha funcionado”– tiene como hábito nunca adelantar nada de su siguiente producción: “Nunca hablo de lo que no he terminado”.

Crisis humanitaria

Nacida en Perú en 1942 y criada en Chile, la escritora cree que las cosas se podrán solucionar cuando termine el patriarcado y sea reemplazado por un sistema «más humano». Y aunque asegura que ha visto muchos cambios positivos para el feminismo, dice que hay «retrocesos tremendos, como ocurrió en Afganistán con los talibanes o como pasó en Estados Unidos con la suspensión del derecho al aborto”.

“Yo nací en la mitad de la Segunda Guerra Mundial, durante el Holocausto y la bomba atómica. Antes de las Naciones Unidas, antes de la declaración de los derechos humanos, del feminismo o los derechos de los trabajadores. Entonces, he visto en los años de mi vida cómo la curva de la evolución va hacia arriba, pero no es una línea recta, es una línea que tiene baches, en zigzag y si no tenemos cuidado, retrocedemos», expresó.

Cree que «la amenaza de la tercera guerra mundial es real, y la del machismo y el autoritarismo y la vuelta a la derecha extrema, también”: “Estamos muy polarizados, hay mucho racismo, pero hay más democracia y tenemos más herramientas para progresar de las que teníamos cuando yo nací”.

Sobre la reescritura de algunos textos clásicos para quitarles expresiones o palabras “ofensivas”, según los parámetros y sensibilidades actuales, la escritora defendió la libertad de expresión y aseguró que si se escribiera ahora «La casa de los espíritus» «habría que quitarle la mitad, porque es políticamente incorrecta. Vivo en Estados Unidos, donde casi todo es ofensivo”.

Y recalcó que aunque entiende las denuncias feministas contra Pablo Neruda, considera que no se puede renunciar a la obra del poeta chileno y Premio Nobel de Literatura. También dijo que con la censura en la literatura hay un intento de tratar de ignorar movimientos por los derechos civiles.

«Pablo Neruda confiesa en sus memorias que violó a una mujer. Los movimientos feministas han denunciado esto con mucha razón pero no pueden eliminar la obra del poeta. Si acaso su vida no fuera perfecta ¿habría que eliminar su obra? Volveríamos a la edad de piedra. Wagner era un tipo espantoso ¿vamos a eliminar lo que compuso? Al ir censurando los libros vamos censurando la realidad y la historia de un país».

Sin embargo, sí cree en el poder transformador y crítico del arte: «Cuando nosotros oímos que hay millones de refugiados eso es un número abstracto, el arte acerca, te pone en contacto con una cara, un nombre, que podría ser tú o tu hija la que está separada en una jaula. El arte conecta a los seres humanos de una manera íntima».

Isabell Allende: "Es muy difícil explicar hasta qué punto es trágico lo que ocurre con los refugiados en esa frontera". ©Lori Barra/ Prensa


Isabell Allende: «Es muy difícil explicar hasta qué punto es trágico lo que ocurre con los refugiados en esa frontera». ©Lori Barra/ Prensa

Vejez, miniserie y cartas con su madre

“Para tener una buena vejez, creo que es importante tener las siguientes cosas: una buena salud, yo la tengo; se necesita también no estar sola, tener una comunidad, y yo la tengo; tener cubiertas las necesidades básicas, no estar angustiada por no poder pagar la luz, eso lo tengo; y tener un propósito, hay que salirse de uno mismo en vez de verse el ombligo todo el tiempo; hacer algo afuera, cuidar a los nietos, regar las plantas, servir comidas en escuelas, cualquier propósito te saca de ti mismo y eso ayuda también a una buena vejez”, responde Allende, de 80 años, ante la consulta sobre las herramientas de vida que se consiguen en ocho décadas.

Por otro lado, Allende se refirió a la grabación de la miniserie basada en su novela La casa de los espíritus, con un casting de actrices latinoamericanas, entre ellas, Eva Longoria. “Me parece fantástico que el elenco sea latinoamericano, que la serie haya sido escrita por mujeres latinas. En su momento, cuando se hizo la película con Meryl Streep y Jeremy Irons, si bien fue una gran producción y quedó espectacular, eran actores de Hollywood, con presupuesto alemán, un director danés. Quedó muy bien, pero faltaba lo latino. Ni Meryl ni Jeremy se parecían en nada a mis abuelos”.

Por último, reveló que “nunca se publicarán las cartas” que ella y su madre se escribían cada día, en total cerca de 24.000, sobre las que se comprometieron que la que sobreviviera las quemaría. Ella no lo hizo: “Ahora le va a tocar a mi hijo, Nicolás, quemarlas”.

Allende Básico

  • Nació en 1942, en Perú. Pasó la primera infancia en Chile y vivió en varios lugares en su adolescencia y juventud. Después del golpe militar de 1973 en Chile se exilió en Venezuela y, desde 1987, vive como inmigrante en California.
  • Se define como «eterna extranjera». Inició su carrera literaria en el periodismo, en Chile y en Venezuela. En 1982 su primera novela, La casa de los espíritus, se convirtió en uno de los títulos míticos de la literatura latinoamericana.
  • A ella le siguieron otros muchos, todos los cuales han sido éxitos internacionales. Su obra ha sido traducida a cuarenta idiomas y ha vendido más de setenta millones de ejemplares, siendo la escritora más leída en lengua española.
  • Ha recibido más de sesenta premios internacionales, entre ellos el Premio Nacional de Literatura de Chile en 2010, el Premio Hans Christian Andersen en Dinamarca, en 2012, por su trilogía Memorias del Águila y del Jaguar, y la Medalla de la Libertad en Estados Unidos, la más alta distinción civil, en 2014.
  • En 2018, Isabel Allende se convirtió en la primera escritora de lengua española premiada con la medalla de honor del National Book Award, en Estados Unidos, por su gran aporte al mundo de las letras.

Fragmento

Los Adler Viena, noviembre-diciembre de 1938 Había en el aire un anticipo de desgracia. Desde temprano, un viento de incertidumbre barría las calles, silbando entre los edificios, introduciéndose por los resquicios de puertas y ventanas. «Es el invierno que ya está aquí», murmuró Rudolf Adler para darse ánimo, pero no podía atribuirle al clima o al calendario la opresión que sentía en el pecho desde hacía varios meses.

El miedo era una pestilencia de óxido y basura que Adler llevaba pegado en las narices; ni el tabaco de su pipa ni la fragancia cítrica de su loción de afeitar lograban atenuarla. Esa tarde el olor del miedo agitado por la ventisca le impedía respirar, se sentía mareado y con náuseas. Decidió despachar a los pacientes que esperaban su turno y cerrar la consulta temprano. Sorprendida, su asistente le preguntó si estaba enfermo. Trabajaba con él desde hacía once años y en todo ese tiempo el médico nunca había descuidado sus obligaciones; era un hombre metódico y puntual. «Nada serio, sólo un resfrío, frau Goldberg. Me iré a casa», replicó él. Terminaron de ordenar el consultorio y de desinfectar el instrumental y se despidieron en la puerta, como cada día, sin sospechar que no volverían a verse. Frau Goldberg se dirigió a la parada del tranvía y Rudolf Adler se fue caminando a paso rápido las pocas cuadras que lo separaban de la farmacia, con la cabeza enterrada entre los hombros, sujetándose el sombrero con una mano y su maletín con la otra. El pavimento estaba húmedo y el cielo encapotado; calculó que había lloviznado y que más tarde caería uno de esos chaparrones de otoño que siempre lo pillaban sin paraguas. Había recorrido esas calles miles de veces, las conocía de memoria y nunca dejaba de apreciar su ciudad, una de las más hermosas del mundo, la armonía de los edificios barrocos y art nouveau, los árboles majestuosos en los que ya empezaban a caer las hojas, la plaza de su barrio, la estatua ecuestre, la vitrina de la pastelería con su despliegue de dulces y la del anticuario, llena de curiosidades; pero en esa ocasión no levantó la vista del suelo. Llevaba el peso del mundo en los hombros.

Ese día los rumores amenazantes empezaron con la noticia de un atentado en París: un diplomático alemán asesinado de cinco tiros por un muchacho judío polaco. Los altavoces del Tercer Reich clamaban venganza.

Desde marzo, cuando Alemania había anexado a Austria y la Wehrmacht desfiló con su soberbia militar por el centro de Viena, entre los vítores de una multitud entusiasta, Rudolf Adler vivía angustiado. Sus temores habían comenzado unos años antes y aumentaron en la medida en que el poder de los nazis se fortaleció con el financiamiento y las armas de Hitler. Recurrían al terrorismo como arma política, aprovechando el descontento, especialmente de la juventud, por los problemas económicos, que se arrastraban desde la Gran Depresión de 1929, y el sentimiento de humillación que produjo la derrota de la Primera Guerra Mundial. En 1934 asesinaron al jefe de Gobierno, Dollfuss, en un fallido golpe de Estado, y desde entonces habían matado a ochocientas personas en diversos atentados. Amedrentaban a sus opositores, provocaban disturbios y amenazaban con una guerra civil. A comienzos de 1938 la situación de violencia interna era insostenible, mientras al otro lado de la frontera Alemania presionaba para convertir a Austria en una de sus provincias. A pesar de las concesiones que hizo el Gobierno ante las demandas alemanas, Hitler ordenó la invasión. El partido nazi austríaco había preparado el terreno y las tropas invasoras no sólo no encontraron ninguna resistencia, sino que fueron aclamadas por la mayor parte de la población. El Gobierno claudicó y dos días más tarde el mismo Hitler entró triunfante en Viena. Los nazis establecieron un control absoluto en el territorio. Toda oposición fue declarada ilegal. Las leyes germanas, el aparato de represión de la Gestapo y las SS, y el fanatismo antisemita entraron en vigor de inmediato.

Rudolf sabía que también Rachel, su mujer, quien antes había sido racional y práctica, sin la menor tendencia a imaginar desgracias, ahora estaba casi paralizada por la ansiedad y sólo funcionaba con ayuda de drogas. Ambos procuraban proteger la inocencia de su hijo Samuel, pero el niño, que iba a cumplir seis años, tenía la madurez de un adulto; observaba, escuchaba y entendía sin hacer preguntas. Al principio Rudolf medicaba a su mujer con los mismos tranquilizantes que les recetaba a algunos de sus pacientes, pero como le hacían cada vez menos efecto, reforzó el tratamiento con unas gotas poderosas, que conseguía en frascos oscuros sin etiqueta. Él las necesitaba tanto como ella, pero no podía tomarlas porque habrían interferido en su habilidad profesional.

Las gotas se las entregaba sigilosamente Peter Steiner, el dueño de la farmacia, que era su amigo desde hacía muchos años. Adler era el único médico a quien Steiner confiaba su salud y la de su familia; ningún decreto de las autoridades que prohibía las relaciones entre arios y judíos podía alterar la estima que los unía. En los últimos meses, sin embargo, Steiner debía evitarlo en público, porque no se podía permitir líos con el comité nazi del barrio. En el pasado habían jugado miles de partidas de póker y ajedrez, compartían libros y periódicos y solían ir de excursión a las montañas o a pescar para huir de las esposas, como decían entre risotadas, y en el caso de Steiner, escapar de su manada de hijos. Ahora Adler no participaba en los juegos de póker en la trastienda de Steiner. El farmacéutico recibía a Adler por la puerta trasera y le daba la droga sin anotarla en su contabilidad.

Antes de la anexión Peter Steiner jamás había cuestionado el origen de los Adler, los suponía tan austríacos como él. No ignoraba que eran judíos, como otros ciento noventa mil habitantes del país, pero eso nada significaba. Era agnóstico; el cristianismo en que se había formado le parecía tan irracional como todas las demás religiones, y sabía que Rudolf Adler también lo era, aunque practicaba algunos rituales por consideración a su mujer. Para Rachel era importante que su hijo Samuel tuviera el sostén de la tradición y de la comunidad judía. Los viernes por la tarde los Steiner solían ser invitados al shabat en casa de los Adler. Rachel y Leah, su cuñada, se esmeraban en los detalles: el mejor mantel, las velas nuevas, la receta de pescado heredada de la abuela, las hogazas de pan y el vino. Rachel y su cuñada estaban muy unidas. Leah había enviudado joven y no tenía hijos, de modo que se había apegado a la pequeña familia de su hermano Rudolf. Insistía en vivir sola, aunque Rachel le había rogado que se mudara con ellos, pero los visitaba a menudo. Era muy sociable, y colaboraba en varios programas de la sinagoga para ayudar a los miembros más necesitados de la comunidad. Rudolf era el único hermano que le quedaba, desde que el menor había emigrado a un kibutz en Palestina, y Samuel era su único sobrino. Rudolf presidía la mesa del shabat, como se espera del padre de familia. Con las manos sobre la cabeza de Samuel pedía que Dios lo bendijera y protegiera, que le diera gracia y le concediera la paz. En más de una ocasión Rachel sorprendió un guiño entre su marido y Peter Steiner. *

*Fragmento de «El viento conoce mi nombre», de Isabel Allende.

PC

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