La gran pregunta que Laura Alcoba se hizo no fue cómo se hace para narrar lo inenarrable –una respuesta que los escritores ensayan desde hace siglos– sino cómo se sigue viviendo luego de cometido lo inenarrable. La inquietud, claro, puede despejarse en una ficción (todo es posible en los dominios de la creación), pero podríamos suponer, a priori, que se torna algo perturbadora cuando la respuesta convive entre nosotros en el mundo real. Sin embargo, la escritora franco-argentina encontró una historia de oscuridad pero también de mucha luz a medida que escribía A través del bosque (Alfaguara), su nueva novela, basada en hechos reales.
Los nombres serán otros y algunos detalles serán modificados para proteger la identidad de los verdaderos protagonistas, pero esto es lo que sucedió hace mucho tiempo en Francia. Griselda y su marido, ambos exiliados argentinos en el país de Flaubert, son los caseros de una escuela parisina. Un día de invierno de 1984, Griselda ahoga a sus dos hijos más chicos en la bañadera. Qué la motivó es la pregunta que aún hoy no tiene respuesta y no es objetivo de este libro indagar en esas causas.
Flavia, de 6 años, la hija mayor de Griselda, está en la escuela. Luego de matar a sus dos hermanitos, la mujer la va a buscar, ¿para ahogarla tal vez? Nunca lo sabremos. La maestra nota el estado catatónico de Griselda y, sin saber muy bien por qué –֪¿intuición?– y contra todo pronóstico –una docente negándole la hija menor de edad a una madre– rechaza la salida antes de hora de Flavia. En ese gesto, se percibe, le salva la vida. Y da inicio, tal vez, a una nueva historia más luminosa, por qué no.
Sabremos algunas cosas sobre Griselda, como que tuvo una infancia complicada en un pueblo argentino, que forjó un vínculo turbulento con su madre, que fue víctima de abusos sexuales y que intentó suicidarse tres veces. Que conocerá a Claudio en una librería de La Plata, que mantendrá una relación amorosa con él con idas y vueltas por el resto de su vida, al mismo tiempo que él tenía esposa e hijos, y que se exiliará en Francia en los tormentosos años 70.
Publicada en Francia, en enero de 2022, con buena recepción de la crítica y de los lectores, A través del bosque ha llegado recientemente a las mesas de novedades de las librerías argentinas. Clarín Cultura habló con la autora por videollamada.
–Conoció la historia de chica, pero la recupera de grande un poco por su historia familiar y otro poco de casualidad, ¿cómo fue eso?
–La historia se había cruzado en el camino de mi padre, pero sí había oído hablar de ella. Luego hubo un silencio durante años. Y en el 2010, cuando fui a ver la película La isla siniestra, de Martin Scorsese, me sentí muy extraña a la salida y le dije le dije a mi amiga ‘esta historia ya la conozco’. Fue muy perturbador tener esa sensación y no lograba acordarme.
Hasta que un tiempo después, mi papá me dice ‘Te acordás de Flavia, se contactó conmigo’. No me acordaba. Flavia es el personaje que me dio la energía para escribir, para escuchar, para ver cómo sigue la vida después del abismo. Lo que encontré es que ella logró construirse de manera increíble.
Yo sabía que era una historia fuerte, el relato es tan impactante y, yo, que trabajo tanto sobre mi memoria, era algo que se me había borrado. Y eso que ya era adolescente cuando sucedió. Fue muy extraño todo. Y en ese momento yo le dije a mi editor ‘si un día tengo la fuerza suficiente, voy a tratar de reconstruir una historia que tuvo lugar dentro de la comunidad argentina en el exilio. Por ahora no sé si soy capaz de acercarme a esa historia’.
–Finalmente tuvo la fuerza suficiente.
–Cuando la vi a Flavia fue muy fuerte, no me lo esperaba para nada. Es una persona que desprende luz. Pero por otro lado, tuve la impresión de que ella me estaba esperando. Tuve la impresión de que el libro se iba haciendo alrededor mío a medida que yo iba encontrando los diferentes personajes.
Hablé con Griselda y Flavia por separado, pero ellas no hablan entre ellas de lo que sucedió, es una especie de pacto tácito. Entonces yo quería escribir el libro para eso, para reponer esas voces, y escribirlo para Flavia. Y a partir de ahí todo lo que vino después fue fuertísimo. Yo creo que fue la experiencia de escritura más fuerte que tuve. Encontrarme con ellos, luego con los personajes de Colette y René, que aparecen hacia el final.
Uno parte de un acto impensable por excelencia, una persona que mató a dos de sus hijos. Y cómo sobre ese abismo nace una historia de luz y de generosidad y de amor y de construirse. Cómo esa mujer, que termina salvando a Flavia sin saberlo, intuyó algo grande, vio a esa madre que venía a buscar a su hija, pero que no estaba en un estado normal, que estaba mojada de pies a cabeza y que había que decir que no a entregarle a su hija a su propia madre.
Y a partir de ahí, dentro de la locura, del abismo más siniestro, nace algo de una pureza total. Y finalmente yo iba a decir bueno, soy capaz de escuchar esto, ya sé qué es lo peor que se puede imaginar. Y al mismo tiempo yo de repente me topaba con personas que irradiaban luz, principalmente Flavia, Colette y René.
–En cuanto al género, no es una novela de ficción, pero tampoco estrictamente una no ficción. ¿Cómo lo definiría?
–Utilicé un caso real e hice una investigación. Yo tenía la impresión de que el libro se iba escribiendo a medida que hacía las entrevistas. Y al mismo tiempo lo que plantea el libro es que la ficción es lo que nos salva cuando la realidad se vuelve insoportable.
Y en ese sentido, entonces hay un juego entre ficción y no ficción. No es una historia de no ficción. La nena se salva gracias a la ficción que se arma crea o que encuentra en su entorno, a través del bosque.
Nunca practico exactamente la no ficción. Si bien puede haber una materia prima, en mis otros libros hay mucho de autobiográfico, pero siempre es una materia prima y nunca un objetivo. Es algo que utilizo para construir. Una historia que significa más allá, las personas reales. Y también ver en qué medida la ficción nos puede aliviar, puede ser un lugar donde vivir. Asumo la construcción literaria como siempre hago.
–Lo que se cuenta hacia el final del libro, que da título a la novela, “A través del bosque”, es de alguna manera increíble.
–¿Qué pasa si hay una niña de seis años para quien un día de invierno de cierto modo desaparece su madre, porque va a ir a la cárcel, y luego a una residencia psiquiátrica, y también desaparecen sus hermanos menores? Le cuentan una mentira, que hubo un accidente con electricidad y agua. Pero esa niña siente que pasó algo terrible, no sabe qué, porque los adultos no le pueden contar lo sucedido.
Ahí se pone en marcha esa relación con Colette, la maestra, y René, su marido. Y esta nena constantemente reclama un lugar del bosque cerca de un lago, al que va todos los fines de semana con este matrimonio.
Aparecen una serie de elementos cerca de ese lago que remiten de cierto modo al drama real. Es como si el bosque le contara a la nena lo que los adultos no le pueden contar. A través del bosque hay una forma de alivio. Es el cuento que de cierto modo ella misma se arma con los elementos que remiten a lo incontable.
Ahí entran ecos sobre lo que vengo escribiendo desde hace tiempo cuando en la realidad hay hay algo que no se puede mirar o ver o decir ni nombrar. Pero a un niño no se le puede mentir, ellos lo saben, pero saben que es para protegerlos.
En este caso, ella sabía perfectamente que le mentían, pero de cierto modo jugaba con una serie de eventos reales que evocan ese día que no se puede contar. Y de ahí el título: cómo esa nena encuentra alivio. Además, los bosques remiten mucho al mundo infantil, a los cuentos.
–Y el bosque, por lo intrincado o no, como una metáfora de la memoria también, de luces y de sombras.
–Lo que fue muy extraño también es que todos los encuentros tuvieron lugar en un café que se llama “Le boucheron”, que significa leñador. En cierto momento me di cuenta que espontáneamente habíamos encontrado un montón de herramientas de un lugar que te remitía como un mundo de cuento para ellos, como el lugar que te permite protegerte del desarraigo.
Y creo que es un juego y que tiene que ver con los mitos, cuando lo impensable o lo oscuro o lo incomprensible se cuenta a través de los mitos y de los cuentos. Esta historia remite a mito de Medea, aunque se salva Flavia precisamente. Y esa niña que se salva hace que toda la historia tome otro camino.
–Menciona el mito de Medea, que aparece en el libro y que remite directamente al personaje de Griselda. Ella intentó suicidarse tres veces y no lo consigue. ¿Es una manera de tomarse revancha con la Muerte, que le es tan esquiva? ¿Algo así como ‘no puedo quitarme la vida pero puedo quitarle la vida a alguien’? En el último de sus intentos de suicidio, se pega un tiro en la cabeza y no muere. Aún hoy tiene la bala en el cerebro, es realmente increíble.
–Hay una dimensión trágica total. Ella no logra encontrar esa muerte. A partir de este día de la novela, ella no intentó más encontrar la muerte. Hay diferentes maneras de interpretarlo. Era una toma de conciencia de que ella se pierde como madre totalmente y logra reconstruirse extrañamente como madre también. Habiéndose sumido en el fondo de la oscuridad, algo la rescata y tiene que ver con su hija Flavia.
–No pudo encontrar la muerte para ella, pero sí para otros.
–No se trata de interpretar de manera cerrada. Este tipo de historias lamentablemente se repiten en el tiempo y en la geografía, porque hay casos similares de los que no se habla, padre o madre que mata a sus hijos y luego se suicida. Creo que es un tipo de acto melancólico, de llevarse lo que uno tiene.
Lo que uno podría imaginar es que si hubiese logrado sacar a Flavia de la escuela tal vez le habría dado muerte y se habría suicidado después. Tal vez es posible pensarlo como un doble salvataje. La nena no se va con la madre y ahí se pone en marcha otra cosa. Es una hipótesis.
–Ellas han leído el libro, ¿qué devolución te han hecho?
–No quiero hablar en su lugar. Pero por supuesto era un tema hasta legal. Era necesario que estuviesen de acuerdo. Y fue muy grande la emoción. Para Griselda, el drama y la tragedia continúan para siempre. Y luego Colette y René son extraordinarios, es extraordinario lo que hicieron con Flavia. Ellos están en primera línea, se empeñan en su papel de padres de sustitución de manera espontánea.
Yo tuve la impresión con ellos de entender lo que es el amor y la generosidad pura. Ellos se emocionaron mucho. Y ellos te dicen hicimos lo que sentíamos que teníamos que hacer. No me esperaba en esta historia encontrarme con qué es el amor. Y tuve la impresión de entenderlo con ellos. Traté de ponerlo en el libro. Me emocionaron mucho, porque no se trataba, cuando yo investigaba, de ir a lo mórbido, al hecho policial, sin negarlo, por supuesto. Pero ver que se pudo sobrevivir al espanto.
–Por relatar las escenas más mórbidas, ¿se aborda poco en las ficciones lo que viene después del espanto, cómo sigue la vida después?
–Lo que a mí me interesaba era la supervivencia, cómo vivir después de esa historia, ese camino de luz que iba dibujando y que no me esperaba. No me esperaba encontrarme con tanta luz al acercarme a una historia que me asustaba. Y esa luz trae alivio.
–Tenemos la novela publicada, pero habrá habrá cantidad de cosas, de entrevistas y de personajes en el tintero. ¿Qué es lo que más le sorprendió de toda la investigación?
–A mí lo que lo que me sorprendió es que iba a contar una historia particular y que de repente estaba en algo que era mucho más grande que eso particular que yo imaginaba. Tenía la impresión de encontrarme con un monumento, con algo enorme.
Como esa frase de Kierkegaard, que para mí lo dice todo, que encabeza la segunda parte: “Una generación puede aprender mucho de las que le han precedido, pero nunca le podrán enseñar lo específicamente humano. En este aspecto, cada generación ha de empezar exactamente desde el principio, como si se tratase de la primera. Ninguna tiene una teoría nueva que vaya más allá de aquella, de aquella de la precedente. Me llega más lejos que ésta. De modo que ninguna generación ha enseñado a otra a amar y ninguna ha podido comenzar desde un punto que no ser inicial. En ninguna he tenido una tarea menor que la precedente”.
Por eso también era muy importante que estuviera el mito de Medea, que era una historia particular y que de cierto modo me topaba con algo que se repite desde el fondo de la humanidad, que sería la muerte, la locura, el horror y al mismo tiempo el amor, la luz. Era algo que superaba lo circunstancial y que no era un hecho particular, sino que me topaba con algo más grande.
–¿En qué sentido?
–Tuve la impresión de encontrarme con personas que eran mucho más que lo que parecían ser y que eran cosas como monumentos. El amor nace de la luz, de la generosidad. Y eso fue muy extraño. Por eso tuve la impresión de entrar yo misma en una dimensión mítica o que me confrontaba con interrogaciones o preguntas humanas existenciales eternas.
Una mujer que se quiebra totalmente y se hunde en algo que remitía casi a un no-mito no y al mismo tiempo cómo dentro de ese abismo hay algo que brota, brota la luz. Fue muy fuerte. Yo estaba viviendo el libro a medida que lo investigaba y todos tuvimos esa impresión.
Flavia vive cerca del cementerio donde está la tumba de sus hermanos. No lo sabía. Y es una tumba muy particular, sin lápida, sólo los nombres, no hay fecha, o sea que podría ser una tumba que viene del fondo del tiempo. Es como entrar dentro de algo circunstancial y no al mismo tiempo, algo puntual y eterno al mismo tiempo. Fue muy fuerte. Yo tenía la impresión de que el libro se iba escribiendo solo a medida que iba pasando.
Creo que esa magia que quedó en el libro. Para mí es una satisfacción. Traté de conservar esa magia particular de lo luminoso que fuimos viviendo juntos. Y a Griselda la veo para siempre en la oscuridad.
–Una oscuridad hecha de silencios. Incluso esas muertes son mencionadas como «ese día», «la tragedia», «el hecho», «lo que pasó». ¿Hay una imposibilidad de nombrar?
–La parte oscura de esta historia está hecha de silencios. Hay una imposibilidad de nombrar. Y en el caso de Flavia apareció el bosque como una manera de explicarle lo que había sucedido.
En el caso de Griselda tiene que ver con el abuso sexual que fue parte de su biografía y los golpes que recibió como mujer, como niña. Luego los golpes de la Historia con mayúscula. Pero no se trata de encontrar una explicación racional, porque es el salto a lo impensable. En un momento Griselda me dijo ‘con esto que te estoy contando no pretendo justificar lo que hice’. Lo asume.
Pero dentro de esa oscuridad absoluta, a pesar de todo, brota algo de luz. Porque Flavia se salva y a partir de ahí se pone en marcha otra cosa, algo muy impactante por la pureza de ese camino de luz de Flavia.
Ella es una gran fotógrafa, no tiene miedo de ir a por el mundo a testimoniar lo que sea, trabaja con ONGs en temas humanitarios y de tragedia. Si existe la noción de resiliencia, el hecho de poder hacer de las dificultades energía positiva, es esto. Creo que es la resiliencia por excelencia.
–Y que Flavia habla de su madre como una persona amorosa, hay un buen vínculo. El libro se divide entre la parte oscura, lo que hace el personaje de Griselda, y la luminosa, el personaje de Flavia. En la parte luminosa se incluye la reconstrucción del vínculo materno-filial. ¿Por qué?
–Es extraño decirlo de alguien que puede invocar Medea y por el acto terrible doblemente que que cometió. Pero como madre se pierde totalmente de la anti-madre y al mismo tiempo se reconstruye como madre. Eso es extraño.
Es un vínculo que se salva después de ese día, después del espanto. Si bien, creo que ella queda para siempre del lado de la oscuridad. Pero si algo logró reconstruir, tiene que ver extrañamente con ese vínculo que se salvó.
Me acuerdo de algo en particular que es que Griselda cuando leyó el libro me dijo ‘bueno, en tu libro la el mal soy yo, lo entiendo, pero qué lindo que hayas visto la belleza de Flavia’. Por un lado ella está del lado de la oscuridad y al mismo tiempo lo que la alivia es ese amor materno.
Alcoba Básico
- Nació en 1968. Vivió hasta los diez años en Argentina, cuando su familia se trasladó a París huyendo de la dictadura. Allí se licenció en Letras y, tras ejercer de editora y traductora, actualmente es profesora en la Universidad de París X Nanterre.
- Su primera y celebradísima novela, La casa de los conejos, que fue publicada originalmente en Francia por Gallimard en 2007, ha sido traducida a múltiples idiomas y sigue teniendo un impacto profundo en miles de lectores.
- Más tarde, en 2013, aparecería El azul de las abejas (finalista del Premio Médicis y del Premio Femina), que, inspirándose en la correspondencia con su padre, preso en Argentina, narra su exilio en Francia junto al resto de su familia.
- La danza de la araña (ganadora del Premio Marcel Pagnol), de 2017, cerró este emocionante ciclo que Alfaguara publicó en 2021 en un solo volumen titulado Trilogía de la casa de los conejos y con el que Laura Alcoba se ha asegurado un puesto único en la literatura latinoamericana. A través del bosque (Alfaguara, 2023) es su última novela.
Fragmento
Claudio
París, diciembre de 1984
Ese día, Claudio no escuchó a Griselda.
Fue una de las primeras cosas que él le dijo a la abogada. Y nuevamente, un año y medio más tarde, cuando se celebró el juicio, fue una de las primeras cosas que declaró Claudio: que ese día, cuando Griselda lo llamó, él no le prestó atención.
Sin embargo, Claudio había ido a buscarla antes de finalizar el trabajo: volver a pintar un aula en uno de los edificios del liceo donde vivían. Había abandonado de pronto las tareas. Y había descubierto a los tres, en la penumbra, en el fondo de la conserjería.
* Claudio aún recuerda ese día y se ve, pocas horas antes, en cuclillas frente a una pared enorme. Daba la última mano de pintura, esperaba terminar antes de que fuera de noche. Cuando Griselda lo llamó desde el umbral de la puerta, él aplastaba el rodillo contra la pintura verde.
Desde el marco de la puerta, Griselda le dijo que no se sentía bien. Le habló en español, las palabras que pronunció fueron: «No me siento bien, Claudio, vení».[1] Él giró levemente la cabeza.
Flavia estaba aún en la escuela, los niños sin duda dormían la siesta. ¿Qué necesitaba Griselda?
Todavía en cuclillas y molesto de antemano, se limitó a echarle una mirada furtiva por encima del hombro. Ese maquillaje, carajo… Desde hacía unos cuantos días, Griselda se maquillaba demasiado. Cada mañana se ponía una máscara sobre el rostro.
Se incorporó y fue a recargar el rodillo, después retrocedió unos pasos y admiró en su conjunto la pared verde pistacho. O verde intenso, más bien. La víspera, la maestra de artes plásticas había pasado para ver el avance de las obras en el aula que ella pronto ocuparía. «Pero esto es más que pistacho —se había asombrado—. Es casi un verde manzana. Claudio, ¿de dónde sacó este color?». Dicho esto, la maestra se había reído, divertida. Aunque jamás lo habría expresado en voz alta, tenía que reconocer que ese color no estaba mal, nada, nada mal. Para los marcos de las puertas y de las ventanas, Claudio había optado por un ciruela oscuro, un tono que le había costado conseguir, pero que a fuerza de ensayos y de mezclas resultaba finalmente tan intenso como ese color que él había imaginado al descubrir la sala gris que le tocaba pintar. En materia de colores, Claudio siempre sabía lo que deseaba. Al principio, las ideas que proponía parecían estrafalarias, pero una vez en marcha eran satisfactorias, todos quedaban contentos.
Griselda permaneció inmóvil ese día, en el umbral de la puerta, alumbrada por la luz pálida de la gran ventana que se recortaba frente a ella. A sus espaldas, el pasillo estaba cubierto de sombras y, por esto mismo, pese a la blancura desvaída de la luz del mes de diciembre, tan solo se la veía a ella, como cuando algún actor, en una oscura sala de teatro, aparece de golpe, solo, en el fondo del escenario.
Desde el marco de la puerta, ella repitió sus palabras. No me siento bien.
Los ojos de Claudio recorrieron velozmente sus piernas y sus pechos, pero esta vez no se detuvieron en la cara de Griselda. No quería ver de nuevo sus labios ni sus mejillas ni sus párpados, tanto o más recargados que los marcos de las ventanas. Estaba bien pintar así alguna pared, pero una cara, como lo hacía Griselda, era realmente insoportable.
Entonces, ofreciéndole la espalda, le respondió bruscamente. Quería que ella se marchara, que volviese a la conserjería. Quería que su rostro pintarrajeado no ocupara más el umbral de la puerta.
Claudio le pidió a Griselda que se fuera.
Pero más que eso, en verdad.
Se lo dijo a la abogada cuando entre los dos trataron de reconstruir la forma en que se habían producido los hechos. Ese día, Claudio la había mandado al diablo. En el exacto momento en que sus ojos iban a posarse otra vez en la máscara que Griselda exhibía a modo de rostro, él había sentido que en su interior crecía una rabia inmensa, había girado la cabeza bruscamente y había exclamado algo como «fuera de aquí, carajo». Sí, lo que él le había dicho a Griselda ese día, en español, había sido parecido. Como un portazo en la cara.
¿En qué momento volvió a la memoria de Claudio la voz resquebrajada de Griselda? ¿En qué momento volvió a pensar, por primera vez, en su rostro lleno de maquillaje, en el fondo de la escena, en esa máscara que lo llamaba? ¿Fue solamente más tarde, cuando quiso reconstruir esa jornada? ¿O quizá fue ese mismo día, mientras se aprestaba por fin a unirse a ella, a reencontrarla en la otra punta del patio escolar?
Claudio sabe que, de repente, horas después de que Griselda se marchara, él salió del aula que estaba pintando y estiró el paso en dirección a la conserjería que ellos utilizaban como vivienda. Atravesó el patio vacío. Casi todos los alumnos del liceo ya habían partido, las luces seguían encendidas tan solo en dos o tres aulas. Era de tarde y, no obstante, como se acercaba el invierno, era ya un poco de noche.
Claudio no necesitó buscar la llave en el bolsillo de su abrigo. A pesar del frío, la puerta estaba abierta.
La luz de la conserjería estaba apagada y todo era silencio en el interior.
Claudio recuerda que llamó a Griselda y, después, a sus hijos. Muchas veces.
En la penumbra, vio que su aliento se congelaba y formaba dos pequeñas nubes blancas.
Luego, en el fondo de la oscura habitación, los vislumbró.
* Claudio llevaba más de seis años viviendo ahí con Griselda y sus tres hijos.
Una planta baja de cara a un gran patio donde los alumnos pasaban los recreos. El patio se llenaba entonces de risas y de gritos. También la conserjería, claro. A la hora de los recreos, ellos apenas lograban escucharse si se ponían a conversar. El resto del tiempo, en cambio, el lugar era excepcionalmente calmo. Más allá de los bancos, en el fondo del patio, había un pequeño jardín cerrado que ambos cuidaban con esmero desde que trabajaban como encargados en el liceo T. Una reja rodeaba el jardincito, los alumnos no podían entrar allí. Parecía una plaza en miniatura, exclusiva para ellos dos. Claudio había plantado ahí varios rosales. Incluso había instalado un huerto en un rincón del jardín, contra la reja. Tal vez no fueran más que los encargados del liceo T., pero este jardín era suyo. Su jardín.
Sí, Claudio cree que ese viernes, por un instante, él volvió a pensar en el rostro de Griselda, que acababa de aparecer en el umbral. De lo contrario, ¿por qué se fue de repente?
Claudio pintaba, en cuclillas, el marco de una puerta. Ya estaba casi lista la última mano, era cuestión de minutos. Y, sin embargo, se había incorporado de golpe, había limpiado su brocha con un gesto automático, se había quitado el overol y se había vuelto a vestir. Se marchó con la labor casi cumplida, aunque no del todo. Y alargando el paso.
A pesar del frío, la puerta de la conserjería estaba abierta.
La luz estaba apagada y todo era silencio en el interior.
Claudio recuerda que llamó a Griselda y que gritó después el nombre de sus hijos.
Luego, en el fondo de la oscura habitación, los vislumbró.*
*Fragmento de «A través del bosque», de Laura Alcoba.
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