La carrera del libertino, de Igor Stravinski, reaparece en el Teatro Colón de la mano de quien ya había sido el responsable en la puesta anterior, en 2001: Alfredo Arias. El intérprete, autor y director, reconocido y convocado internacionalmente, continúa su prolífica e inconfundible carrera creativa. Esta vez encabeza el centenar de artistas que se suben al gran coliseo, en cuatro funciones: 18, 20, 23 y 25 de julio. La creación de 1951 –The Rake’s Progress en su inglés original– tiene textos de los poetas W. H. Auden y Chester Kallman. El protagonista, personaje construido a partir de grabados del siglo XVIII de William Hogarth, se llama Tom Rakewell. El relato de su vida disipada, del sufrimiento amoroso de la figura femenina de Anne Truelove y del pacto con un ser diabólico (Nick Shadow) está sostenido por la música que, en esta ocasión, está a cargo de uno de los más prestigiosos directores del mundo, Charles Dutoit. A sus 86 años, el suizo continúa al frente de la batuta y lo hace una vez más en Buenos Aires, ciudad a la que retorna con frecuencia. Aquí, Arias presenta el espectáculo y repasa algunos aspectos de su enorme trayectoria.

—¿Cómo encara esta nueva puesta en escena de una ópera con la que ya ha trabajado?

—Es la tercera vez que voy a montar esta ópera. Lo hice en Aix-en-Provence [en 1992] y la versión en Buenos Aires. Lo positivo de este trayecto es que uno va madurando las ideas y viendo el material poético de la obra, de otra manera. Esta vez me interesó ir más allá de las didascalias, más allá de lo que se indica como comportamiento ilustrativo de la historia de este libertino que, en una serie de cuadros, va transitando desde su propia felicidad hasta su propia ruina, una suerte de demencia. Ahora veo a la voz de Nick Shadow como un viaje interior, que conduce a Rakewell por un laberinto negativo, que lo lleva a su propia muerte, a su propia destrucción. Es una voz que resuena en nuestra cabeza, no es solo un personaje exterior, sino un eco en nuestro interior, que nos hace elegir un camino errado.

—En su lectura de la obra, ¿hay una intención literalmente moralizante?

—La obra es concebida como una moralidad; los personajes terminan explicando al público que, cuando se mezcla nuestro propio diablo en nuestro discurso, es probable que nos encaminemos a nuestra ruina. Pero hago sobre todo una lectura poética de esa problemática: la escucha de esa voz de uno mismo y el dejarse seducir tomando lo peor, pero pensando que es lo mejor. Esa es la dualidad en nuestra vida. Esta puesta es esencialmente un comentario poético sobre el lenguaje potentísimo de Auden, en un texto de una gran profundidad y difícil de descifrar, que nos conduce con ironía. La moralidad está utilizada como una forma de divertissement, para ver cómo algo se puede destruir frente a nuestros propios ojos. Hay un poco de cinismo y una perversidad, diría sana.

—Partiendo de los personajes de Rakewell y Truelove, ¿qué reflexión haría sobre los conceptos de hedonismo y de amor?

—En principio, el amor es una palabra tan grande, que no sé qué hacer con ella. El hedonismo es una especie de nube que estaría flotando sobre la cabeza de la gente. El amor, poder amar y ser amado, es la gran expectativa de cada ser que está sobre esta tierra. El hedonismo es como un parque de diversiones; no tiene nada que ver con el amor. El amor es una esperanza máxima; lo otro es como salir a hacer un paseo con uno mismo y ver hasta qué punto es entretenido.

—¿Cómo es musicalmente esta ópera?

—Es una obra muy inteligente, hábil, que resume muchas corrientes musicales. En ella, Stravinski se dio la posibilidad de jugar con una perspectiva hacia atrás, contemplando un mundo mozartiano, y al mismo tiempo, con el estímulo de su época y con su genio en su actualidad. Cada escena está compuesta de fragmentos, uno más genial que otro. Es como descubrir una caverna llena de piedras preciosas.

—¿Qué aspectos de su propio recorrido vital impactan en la relectura de esta ópera?

—He tenido que vivir una gran intensidad de cosas dolorosas, crueles, violentas. Colectivamente, hemos sufrido todo lo de la pandemia y la transformación que eso ha provocado. De todas formas, lo que nos ocurre tiene que transformarse en sensibilidad, y la sensibilidad tiene que crear una emoción. Si los artistas tenemos una función, es la de traducir el mundo en emociones que nos den ganas de seguir viviendo y de afrontar lo que nos toque vivir.

—Desde su perspectiva, ¿qué vínculo establecen los artistas con el mundo?

—Los artistas trabajamos para traer pensamientos que no están previstos; para hacer lugar, en el pensamiento común, a lo extraordinario, a lo que puede iluminarnos; para instalar nuevas perspectivas en la realidad; para dar puntos de vista distintos de aquellos que nos aplastan cotidianamente. Lógicamente, no siempre lo logramos, porque para ello se necesita llegar a niveles muy altos de exigencia y de percepción de la realidad.

—En esta búsqueda de nuevos puntos de vista, ¿todo arte ha de ser vanguardista? ¿Se siente parte de una vanguardia?

—Es muy difícil otorgarse ese título, es como un título de nobleza. No trabajar sobre una percepción establecida sino buscar nuevas; incitar, llamar, aspirar a cosas que provoquen un cambio: eso es lo que constituye la idea de vanguardia. Pero no puedo decir: “Yo voy a hacer una cosa de vanguardia”. Uno tiene que continuar un pensamiento, y, después, la gente decidirá si uno ha aportado algo nuevo o no. A priori yo no me ubicaría en ningún lugar, sino en la aspiración emocional y quizás, en abrir alguna puerta.

—¿Qué efectos le produce dirigir en el Teatro Colón?

—Voy a decir una cosa banal: el Colón es un instrumento fabuloso. Lo que se escucha allí no se escucha en muchos teatros del mundo: la experiencia inmersiva que da ese lugar es única. Volver a ese ámbito magnifica el sentido y el contacto que uno tiene con la música. Será un deseo perpetuo entrar en esa sala para escuchar una obra, para trabajar allí. Es como si uno fuera violinista y le regalaran un Stradivarius: es inevitable que uno siempre tenga el deseo de utilizar ese instrumento.

—¿Cuándo recuerda haber entrado por primera vez al Colón?

—Mi historia es graciosa, porque, la primera vez que quise entrar al Teatro, no me dejaron. Era la época de los cines de los años ’60 y también éramos parte del grupo de artistas del Instituto Di Tella; estábamos vestidos de una manera que en aquel entonces era vista como algo extravagante, aunque hoy pasaría totalmente desapercibida. Quizás era una función de gala; alguien me había invitado, pero en la entrada me dijeron: “La gente disfrazada entra por la otra puerta”, una forma de decir que no podíamos entrar; nos echaron. Ese fue mi primer contacto con este teatro. Ja, ja.

“Vivo en mí mismo”

—¿Cómo analiza el Instituto Di Tella, visto desde la actualidad?

—Eso fue posible porque coincidieron muchos parámetros: una generación dispuesta a experimentar individual y colectivamente; el mecenazgo inteligente de la familia Di Tella, que confió a visionarios como Jorge Romero Brest y Samuel Paz la dirección de una institución que evolucionó rápidamente y se puso a disposición de una vanguardia; un marco social, histórico. Las cosas geniales no pueden crearse si no hay una historia que las viene gestando.

—¿Cuál es el panorama hoy?

—Estamos en una situación totalmente caótica por donde miremos. Está lejos de haber una estabilidad como para que ciertas expresiones puedan ser observadas con atención. Es un momento muy complicado, aquí y en el mundo. Vivo en Francia y comparto desde lejos los problemas políticos y sociales que hay, para resolver una crisis. Quizás hay que esperar que esta situación caótica aterrice, para ver si ella ha gestado una genialidad.

—¿Dónde vive Alfredo Arias?

—Vivo en mí mismo. Ja, ja. Me acostumbré a viajar entre un país y el otro. Abro una puerta y estoy en París. Cierro una puerta y estoy en Buenos Aires. Lo único que los separa son esas 13 horas de vuelo, que a veces desaparecen totalmente en mi cabeza. Me es tan natural estar aquí como allá.

—¿Qué temas regresan a sus obras y cómo se inserta en ellos la dirección de ópera?

—Me he dedicado, dentro de una variedad de temas, a nuestra historia, a personajes como Eva Perón, Petrona C. de Gandulfo, Fanny Navarro. La ópera es como una isla. Uno es como un país; en cambio, ir a la ópera es como visitar una isla, un territorio que está en medio de un mar. Por la dimensión emocional que puede generar, la ópera es un mundo aparte, un lenguaje aparte.