Había en su visión –un tanto fatalista– un dejo de optimismo, un carácter esperanzador ante las evidencias de una realidad que se iba tornando, día tras día, más arrolladora. En algunos casos, hasta las ruinas dan señales de vida, señalaba el antropólogo francés Marc Augé en su libro El tiempo en ruinas.
“La historia venidera ya no producirá ruinas. No tiene tiempo para hacerlo. Sobre los escombros producidos por las confrontaciones que no dejará de suscitar, surgirán pese a todo obras de construcción, y con ellas, quién sabe, la oportunidad de edificar algo diferente, de recuperar el sentido del tiempo, y, yendo un poco más lejos, tal vez, la conciencia de la historia”, una explicación alentadora del día después.
Este lunes 25 de julio murió el antropólogo más urbano del tiempo que unió dos siglos y en el que han convivido varias épocas. Esas contradicciones y clasificaciones motivaban gran parte de sus ensayos, muy leídos en nuestro país.
Marc Augé fue un pionero, un guardia en alerta listo para avisar, por ejemplo, que la vida activa del antropólogo había cambiado a fines del siglo XX. Desafiante –en el país de la antropología estructural de Claude Lévi-Strauss– pidió que el campo de investigación y trabajo comprendiera muy especialmente los desafíos en la ciudad atravesada por tramas sociales, las que entran en conflicto.
Augé murió en Poitiers, allí donde había nacido en 1935, aunque también vivió en París. Doctor en Letras y Ciencias Humanas, elaboró una antropología de los mundos contemporáneos centrando su mirada en la dimensión de la vida cotidiana y la modernidad. Y justamente le obsesionaba poder “nombrar” esta época.
No le alcanzaba con la definición de posmodernismo: prefería hablar de sobremodernidad, neomodernidad para entender este tiempo que ya entraba en un ciclo de transformación sin pausa.
Fue en 1992 cuando su nombre y apellido se hicieron masivos y llamativamente populares (por tratarse de un académico) al lanzar un libro que traía un concepto tan sorprendente como amigable: entre nuestras casas y los espacios conocidos estaban los “no lugares”, aquellos en los que transitábamos anónimos y donde nuestra identidad silenciosa entraba y salía de esos sitios cotidianos a los que no habíamos clasificado antes.
Un no-lugar es una autopista, una habitación de hotel, un aeropuerto o un supermercado… “Carece de la configuración de los espacios, es en cambio circunstancial, casi exclusivamente definido por el pasar de individuos. No personaliza ni aporta a la identidad porque no es fácil interiorizar sus aspectos o componentes. Y en ellos la relación o comunicación es más artificial. Nos identifica el ticket de tren, un D.N.I, la tarjeta de crédito”, definía años después en Buenos Aires.
Recorría París en metro, y de esa experiencia etnográfica nació su también famoso libro El viajero subterráneo. Un etnólogo en el metro, publicado en 1982. En 2010 volvió sobre su rastro y escribió El metro revisitado. El viajero subterráneo veinte años después. El título de la introducción es más que elocuente: “Nunca he dejado de ir en metro”.
La idea del “no-lugar” se dispersó con la fuerza de la globalización incipiente, esa que necesitaba de estas definiciones que nacían en un mundo que aceleraba sus ritmos de traslación y rotación. Sin embargo, también enfrentó las críticas contra sus argumentos.
“La sobremodernidad es productora de no lugares, es decir, de espacios que no son en sí lugares antiguos: estos, catalogados, clasificados y promovidos a la categoría de ‘lugares de memoria’, ocupan allí un lugar circunscripto y específico.
Es un mundo donde se nace en la clínica y donde se muere en el hospital, donde se multiplican, en modalidades lujosas o inhumanas, los puntos de tránsito y las ocupaciones provisionales (las cadenas de hoteles, las habitaciones ocupadas ilegalmente, los clubes de vacaciones, los campos de refugiados)”.
Desde la sociología de la cultura le advirtieron que el concepto de no-lugar es “funcional a la ideología de la clase dominante la cual legitima la exclusión de ciertos actores del sistema económico”. Sin embargo, la idea de que la humanidad globalizada compartía espacios comunes y volvía cercanas a las personas, al menos unos minutos, había prendido y echado raíces muy profundas. Hoy se sigue hablando de aeropuertos y autopistas como “no lugares”.
Augé también revolucionaba al decir (casi tocando lo políticamente incorrecto) que los territorios de pueblos indígenas, olvidados, perdidos, han cedido terreno a los desafíos de las metrópolis en tanto objetos clásicos de estudio. Hay funciones nuevas y replanteos.
Augé ha sido el sinónimo de una antropología que descubrió su razón de ser “sobremoderna” en la vida cotidiana, en la exacerbación de lo urbano, en las formas que generosamente otorgaba la ciudad global, tal como lo va a recordar en su libro Elogio de la bicicleta, una especie de filosofía de la vida cotidiana que lo iba convirtiendo en un constante fenómeno de ventas.
En el año 2004, estuvo en Buenos Aires presentando su libro ¿Por qué vivimos?, un texto en el que exponía ante Ñ su visión angustiada de un mundo en el que “los hombres son cada vez más desiguales ante la enfermedad, la pobreza y la muerte, y sin duda también ante la soledad, pues los pobres más pobres se ven tentados a buscar la salvación en la huida, el desarraigo, el vuelo a menudo solitario hacia las luces candentes y mortíferas del mundo desarrollado”.
En 2014 volvió para presentarEl antropólogo y el mundo global, entonces sostenía: “Este es el libro de un antropólogo que se interroga sobre su disciplina y sobre el mundo en el que vive. Y que propone, aquí, una lectura del mundo global, con la esperanza de capturar la atención de aquellos que se preocupan por este mundo y se interesan por la antropología”.
También detallaba ante Ñ, como se actualizaba el mundo en el que “Los medios, las nuevas tecnologías, cambian las relaciones. Pero: ¿son realmente las mismas relaciones cuando se habla de la comunicación? No creo que las relaciones a través de los medios sean tales. El problema es que pueden dar la ilusión de que están en un mundo per se, como una realidad empírica mundial, eso es un problema”.
En junio de 2016 estuvo en Buenos Aires en la Noche de la Filosofía y, en su conferencia, volvió a poner en carrera al antropólogo urbano que era y que dejó una profunda huella en su disciplina, pero también en el vasto campo de las ciencias sociales y de la Filosofía.
Sus libros inundaron bibliotecas en plena sobremodernidad, ese tiempo que trató de definir y atrapar con obsesión y paciencia. Ya era un intelectual sin límites espaciales ni temporales, el mundo era su “lugar”, su campo de trabajo.
Augé Básico
- Nació en Poitiers en 1935.
- Reconocido antropólogo francés, acuñó el término «no-lugar» para referirse a los lugares de transitoriedad, espacios intercambiables donde el ser humano es anónimo, como los medios de transporte, las grandes cadenas hoteleras, los supermercados, e incluso los campos de refugiados.
- Fue profesor y director de estudios en la École des Hautes Études en Sciences Soci ales (EHESS) de París, de la que fue presidente desde 1985 hasta 1995.
- Gedisa ha publicado la mayoría de sus libros, entre los que destacan: Los no lugares, ¿Por qué vivimos?, El tiempo en ruinas, El oficio del antropólogo, La guerra de los sueños y El porvenir de los terrícolas.
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