“El alivio de poder habitar otras vidas, intuir que estoy siendo rescatada por ellas, tan íntima, tan imprevisible, esta red absoluta, este tejido, me lanzo y caigo hacia arriba. Yo también quisiera, yo también quiero escribir”.

Por más ensayo de soledad, escribir es siempre con los otros. Una escritora peruana en Buenos Aires rememora la historia de su familia, que es la relación, en definitiva, entre ella y sus padres.

“Conozco a personas dolidas porque sus padres nunca las vieron. A mí me vieron. Esta mirada, desde una distorsión: la imagen que proyectaban de sí mismos en mis propios”, narra, en el comienzo de Quiénes somos ahora (Random House) la escritora peruana Katya Adaui (Lima, 1977), que hace un tiempo vive en Buenos Aires y dicta talleres de escritura.

“Con la misma sobredosis de encanto y horror, mi madre fascinaba en un mundo hombres”, la presenta con ambigüedad, culpa y consuelo. Su perra Mara, su compañera Ana, la memoria afectiva hecha de muerte y renacimientos, de ajustes de cuentas y costosos duelos, y la exploración de una educación sentimental entre luces y sombras, con más desencuentros que encuentros en el gran enjambre familiar, tópico clásico de la novela, son los atractivos de la nueva ficción de Adaui.

Todo eso podría ser una buena carta de presentación sin reparar en cómo está escrita: con ritmo filoso y trepidante, bajo intensas analogías y con una dosis justa de ironía, casi de humor negro por momentos, y por otros con amarga reflexión. Un estilo ágil y magnético, de fragmentos narrativos que parecen fotogramas, con un notable atractivo visual y la búsqueda de una redención, finalmente, no exenta de ternura y decepción, lucidez y desencanto.

No todo lo cruel deja de ser bello, no por horrorosa una experiencia humana deja de impactar por su revelación de esparcir cenizas y replantear distancias. La autora, que ya había abordado la madeja de los vínculos íntimos y fundacionales en sus libros de cuentos Geografía de la oscuridad, Aquí hay icebergs y Algo se nos ha escapado y la novela Nunca sabré lo que entiendo, conversó con Clarín Cultura acerca de los pliegues del dolor, las heridas no lo suficientemente cicatrizadas y en cómo autorizarse, por fin, a dejar de ser hija. Porque después de los cuarenta años –la edad de la protagonista principal– se está aprendiendo a caminar de nuevo. Y los hijos se vengan, es cuestión de tiempo, como se lee en una de sus páginas.

"Quiénes somos ahora", de Katya Adaui (Random House, $6.999 papel; $3.281 ebook; $1.943 audiolibro).«Quiénes somos ahora», de Katya Adaui (Random House, $6.999 papel; $3.281 ebook; $1.943 audiolibro).

–Otra vez en tu narrativa volvés al plano familiar. Componés fragmentos, reconstruís acontecimientos de la infancia y adolescencia, aquí y allá, volviendo al presente, la pandemia, alternando lo familiar con la agonía de tu perra y tus años en Argentina. ¿Lo real y lo ficcional es todo parte de un mismo cuerpo?

–En este texto intenté correspondencias: al duelo, la vida; al pasado, el presente, a Lima: Buenos Aires, al mar, el río; al mamífero, el insecto, y también: a lo cotidiano, lo excepcional. Así como decimos “un día a la vez”, yo me digo: “un fragmento a la vez”.

Ese avanzar se parece a los fogonazos de la memoria, que son incompletos y tajantes, inocuos o tremendos, se entrecruzan, su ritmo es de vaivén: se van y vuelven, más lavados o más nítidos. Como estar frente a una puerta giratoria: si dudas en pasar, te puedes quedar atorado. Yo paso y después veo qué armo con eso. Si es olvido, real, imaginario no me importa, sino que trato de inventar la frase para contarlo.

–El límite parece ser el dolor. ¿Cómo tener la claridad suficiente para darse cuenta en el momento justo, en tramas familiares que son ambiguas y contradictorias? ¿Es conociendo la verdadera historia, como dice un personaje, que se cambia el trauma?

–En la escritura, para mí también el límite es el dolor. No quiero revivir el trauma ni reproducir ni padecer ni volverme loca, sino escribir desde una distancia que me proteja y a quien lee. Voy intercalando pasajes oscuros con otros más luminosos, probando una estructura que podría parecer caótica a primera vista, pero de jerarquías calibradas.

Mis personajes saben que a veces su única arma es el lenguaje. Cuando escribo estoy concentrada y contenta de pensar, de avanzar palabra a palabra: el carozo de una historia está en lo ambiguo y contradictorio, en las arenas movedizas, lo confiable y a la vez tramposo, que alguien pueda tener razón y a la vez no tenerla.

Katya Adaui: "En la escritura, para mí también el límite es el dolor". Foto: TélamKatya Adaui: «En la escritura, para mí también el límite es el dolor». Foto: Télam

–¿Qué tiene de atractivo sumergirse en las aguas profundas –y a la vez superficiales– de la familia, como gran magma emocional? ¿De qué forma se reconstruye el recuerdo, y a la vez qué papel tiene el olvido, el silencio en esa escritura, en esos que fuimos, que somos, que vamos siendo?

–En el norte del Perú, en la playa Los Órganos, hay remolinos que se forman de la nada: el secreto para salir es dejar que te pese el mar, que por un instante te adentre, porque ese mismo mar te devolverá a a la superficie. Algo así me pasa cuando escribo. Dejo que ocurra, no lucho contra el tema que me obsesiona ni con su respiración. Uno de los actos generosos de una escritura es callarse la boca, permitirle a quien lee atar los cabos, hacer silencio a su vez.

–Aparece notablemente una primera persona en el relato, en la importancia como lectora, como escritora. Alguna vez contaste que decidiste pasar del periodismo a la escritura, acá en Argentina estudiaste la maestría en Escritura Creativa. ¿Cuáles fueron hoy, viendo en retrospectiva, los elementos fundamentales de tu construcción como escritora?

–Soy y no soy yo, esos márgenes, ¿cuáles son? Ni yo los sé. Tuve la suerte de la vocación temprana y, aunque quise huirle, estoy entregada a escribir, me instala una y otra vez en la vida. Quise mucho escribir porque leía mucho, pero también porque me daba cuenta de que mis tiempos eran otros: necesitaba pausarme y pensar en escritura lo que pasaba a mi alrededor, traducirme el mundo.

Si tuviera que explicarlo a partir de Lima, se me disipó la niebla y seguí viendo borroso, pero seguí viendo. Una tiene sus propios mitos de cómo nació a su oficio: cuando leí el primer libro que me punzó y dije: causar ese movimiento en un corazón. Cuando Pierre Alféri dice que la literatura es la inquietud de la sintaxis, así quiero vivir, en esa inquietud.

Katya Adaui: "Una tiene sus propios mitos de cómo nació a su oficio". Foto: TélamKatya Adaui: «Una tiene sus propios mitos de cómo nació a su oficio». Foto: Télam

–En el libro se respira la belleza y la crueldad, lo que enloquece y al mismo tiempo se desea. Lo de afuera y lo de adentro. Capas de una geografía densa pero a la vez luminosa.

–Gena Rowlands y John Cassavetes siempre decían del otro: “Es tan misterioso”, es lindísimo. Adoro los misterios que hacen que las personas permanezcan juntas, pese a sí mismas. En pandemia vimos que se unió gente que parecía no tener nada en común y se separó gente inseparable. Parejas que se morían por tener hijos y cuando los tuvieron no supieron ser tres. Esa es la bifurcación que enfoco, el instante del nudo.

–Por último, si pudieras elegir aquellas lecturas, aquellos autores y autoras que te marcaron a fuego: esas influencias a las que siempre volvés. Y, desde luego, cuáles fueron las que te conmovieron recientemente.

–No es una lista, sino diálogos acumulativos. Carmen Ollé, Blanca Varela, Natalia Ginzburg, Sara Gallardo, Otessa Moshfegh, María Negroni, Jamaica Kincaid, Joan Didion, Katherine Mansfield, Joy Williams, Maggie Nelson, Anne Boyer, Amy Hempel, Nona Fernández, Unica Zürn, Hanna Krall, entre otras, que conversan con Primo Levi, Gay Talese, John Cassavetes, Wim Wenders, Óscar Catacora, Cronwell Jara, José Watanabe, Erri de Luca, Kjell Askildsen, Riichi Yokomitsu. Una escritura que me tiene fascinada es la de Marina Closs: quiero leer todo de ella.