David Amitín es un nombre crucial de nuestro teatro: maestro de actores y dramaturgo de renombre internacional, sigue con la puesta en escena de “Londres, 1930” en el teatro Payró, una obra que es una versión de un cuento de Nathaniel Hawthorne. ¿Qué implica para alguien como Amitín reprocesar una obra de Hawthorne? Amitín: “La primera noticia que yo tuve de este encuentro fue en una conferencia de Jorge Luis Borges hace muchísimos años, donde él mencionaba este cuento, como un cuento paradigmático. Yo lo leí, era muy joven. Hace unos pocos años, residiendo en Madrid, se me ocurrió que podía hacer una versión teatral. Tuve que trabajar mucho porque el cuento es muy sintético. No hay diálogos, es muy breve. Tuve que inventar los diálogos, un narrador, cosas que no existían en el original. A mí me interesó siempre lo misterioso de la conducta de este personaje, que abandona su casa sin ningún motivo y se pasa espiando a su mujer. Así como se fue, vuelve sin ninguna razón. Es un material que pone el acento en algo elusivo de las conductas humanas. Esto se aplica a lo que está sucediendo hoy”. Y sigue: “Se víncula a su manera con todo lo que significa la comunicación moderna, la internet, la Inteligencia Artificial: se está moviendo todo, estamos en una nueva perspectiva. Se agrega misterio a las conductas humanas. También a la idea de la civilización. Como es un individuo tan especial el protagonista de este relato, queda claro que Hawthorne pertenecía a una generación muy peculiar (Thoreau, Emmerson, Allan Poe, la Nueva Inglaterra) que tenía una visión, valga la redundancia, peculiar de las conductas humanas”.
—¿Por qué te llama la atención la peculiaridad puntual de este personaje?
—Yo hice en el año 2000 una versión de Bartleby, es decir, la ruta de estos individuos especiales se empezó a recorrer antes. Y mucho antes, en 1984, yo estrené una versión de “Memorias del subsuelo”, la novelita breve de Dostoievski, donde se habla de un individuo aislado de la sociedad que vive con un criado y que tiene una relación terrible. Este hombre se pasa el día bebiendo té, y acordándose de las peripecias de su juventud, lleno de soberbia e indignación. Por lo visto algo me atrae de estos personajes. Lo debería pensar un poco.
—¿Qué has descubierto del arte de contar trabajando del mismo?
—Este es un relato muy enjundioso y muy fuerte. ¿Por qué un hombre hipoteca veinte años de su vida y la de su mujer por casi nada? Cuando tuve que trabajar en esto, me plantée escribir una nueva obra. Ahora que digo esto, bueno, es una especie de plagio si se quiere. Pero los grandes autores teatrales han plagiado siempre, desde Shakespeare a Calderón, han tomado historias que ya existían y le dieron una vuelta de tuerca extraordinaria, y queda el esqueleto de la historia original, el resto es muy distinto. A mi me pasó algo así con este cuento, cuando una ve el texto final, parece muy lejos y al mismo tiempo muy cerca. Todo lo que sucede es otra cuestión.
—¿Qué sentís que hay en vos que genera ganas de contar en diferentes formatos, como la ópera o el teatro?
—Todos tenemos algunos temas, algunas obsesiones, que nos orientan y que nos empujan todo el tiempo. Por algo nos volvemos un poco reiterativos en algunos temas. Incluso grandes temas como Tennessee Williams, como un Sur de Estados Unidos que fue pleno y ahora está en decadencia. Lo mismo en Chéjov, la fuerza que tiene el pasado. ¿Por qué uno reitera personajes e historias? Es bastante misteriosa la creación, tiene cosas comunes que son inevitables. Lo que te puedo decir es que yo soy un músico frustrado, tuve una formación musical y lo dejé. Pero en los últimos años, al hacer ópera tanto aquí como en Alemania y otros lugares, apareció entonces un gran punto de unión.
La ópera como pasión
—¿Qué recordás de tu paso creando para la ópera diferentes formas de relatos y en diferentes ciudades del mundo?
—Fue un enriquecimiento para mí, porque aunque nos pesé a la gente de teatro, hay algo en la ópera cuando sucede un momento de eclosión musical y dramática que es inalcanzable. La ópera tiene una fuerza única, te lleva a ciertos pathos. Había un librito que escribieron Barenboim y Patricio Kohon, sobre una puesta que hicieron en La Scala de “Tristán e Isolda”, analizan la ópera desde el lugar de la puesta en escena. Es algo extraordinario. La ópera es un material que es una de las grandes invenciones del género humano: que en vez de hablar canten, que haya una orquesta, que haya un drama fuera de norma. Cuando uno piensa que hay escrituras completas de Mozart casi tachaduras, y uno no puede dejar de pensar ¿cómo es posible?
—¿Qué implica poder hacer puestas en Argentina para vos que vivís hace varios años en otro país y hasta tenés una escuela de actuación en Madrid?
—Yo me siento un habitante de Buenos Aires. Yo me he formado aquí en la ciudad, he estudiado aquí. Yo pertenezco aquí. Yo recuerdo un Buenos Aires de los años 60, de los 70. En los 60, las revistas literarias, había siete orquestas completas. Era un lujo. Eran orquestas sinfónicas completas funcionando. Hoy me impacta ver la mendicidad que hay en las calles de Buenos Aires hoy. Me gusta mucho trabajar en ella, hay algo del lenguaje que me permite comunicarme con el mundo de Buenos Aires.