Son las 20:30 en Estocolmo y desde hace varias horas es de noche cuando la escritora argentina Virginia Higa (Bahía Blanca, 1983) se conecta a la videollamada con Clarín. El espacio de su casa nórdica que se asoma por la cámara de la computadora luce claro y ordenado, como el lugar común indica que son las casas en Suiza, pero ella no tiene nada que ver con los lugares comunes. Acaba de publicar su segundo libro, El hechizo del verano (Sigilo), tras el éxito de Los sorrentinos y este texto es una delicada cartografía por aquel rincón del norte del norte mirado desde unos ojos que llegaron desde el sur del sur.
Cuando en 2028 Los sorrentinos se transformaron en una novedad compartida de boca en boca (lleva vendidos 13 mil ejemplares), Higa estaba en plena mudanza hacia Suecia. Mientras acá se corría la voz sobre ese delicioso primer libro protagonizado por Chiche Véspoli y su Trattoria Napolitana (en verdad, marplatense) donde habían sido creadas las pastas rellenas del título, la escritora llevaba tiempo anotando en un documento impresiones, reflexiones, descubrimientos sobre su nueva vida.
Higa había llegado a Suecia para acompañar a su marido, que como científico encontró allá una oportunidad. Con esa mirada extrañada, se fueron sucediendo apuntes sobre la música del idioma, los muchos tipos de nieve, las maneras de adoptar una mascota, la recomendación de no perfumarse para no invadir el espacio personal ajeno con el olor, o las maneras en las que la luz estival transforma las emociones.
El año pasado, esa serie de textos autónomos fue transformándose en un libro que va por su segunda edición y que, desde el título, anticipa un registro elegante, amable, sereno: El hechizo del verano.
–¿Cómo transformaste aquellos apuntes acumulados en este libro?
–Cuando vine para acá, ya tenía escrita la novela anterior y todo el proceso de buscar editorial, la publicación y la promoción los viví desde Estocolmo. En simultáneo, cuando llegué me puse a escribir una especie de diario o de bitácora con observaciones e impresiones tanto del lugar como de la vida nueva. Eso formó un archivo que fue creciendo y creciendo, aunque no tenía entonces la intención de convertirlo en un libro. Sí me gustaba trabajar en la escritura de algo que no fuera ficción y al mismo tiempo explorar el ensayo. Luego, cuando nació mi hijo ese documento dejé de lado todo eso hasta que hace más o menos un año lo volví a leer y me gustó lo que había ahí. Entonces, fue rescatando algunos de sus temas y en eso consistió el trabajo de edición.
–¿Qué libros o autores te rondaban o te inspiraban mientras hacías ese trabajo de edición sobre los textos que habían retratado tus primeros tiempos en Suecia?
–Hubo un montón de cosas. Algunas de ellas están en el libro: desde las cartas de Manuel Puig compiladas en los dos tomos de Querida Familia (Entropía) hasta los cuentos de Ted Chiang o las películas de Éric Rohmer. Otro autor fue John Berger, que también me encanta y lo releí un poco y sumé algunos libros suyos que no había leído. Hay un texto de él que es sobre Estocolmo en el libro Confabulaciones. Y a eso le sumé lecturas de lingüística como el clásico de George Lakoff y Mark Johnson Metáforas de la vida cotidiana y ya en otras disciplinas, las películas de Rohmer o de Agnès Varda, de quien me inspiró esa libertad de usar herramientas muy distintas, de todos los géneros y lograr contar algo igualmente libre.
–Al inicio del libro, contás que ya habías estado en Suecia. ¿Cuánto sabemos de aquellos países acá y cuánto sabías vos al llegar?
–Hay una idea en la Argentina de lo que son los países nórdicos, aunque creo que nosotros sabemos más de ellos, de lo que ellos saben de nosotros. Antes de venir, yo sabía un poco. Había venido una vez de vacaciones por unos días, menos de una semana. Y sabía algunas otras cosas porque había tenido una jefa en un trabajo que había vivido acá y estaba enamorada de Suecia. De esa relación, me quedó una imagen muy positiva. Y luego, mi amigo Christian Kupchik, escritor y editor fallecido hace poco, también había vivido acá durante 20 años. A eso se sumaban aquellas cosas de cultura general sobre la socialdemocracia o aspectos que había descubierto leyendo policiales o en películas. No mucho más. Eso funcionó como la punta del iceberg, porque lo que se encuentra debajo es mucho mayor.
–Decías que no conocen tanto sobre la Argentina. ¿Qué idea tienen sobre la Argentina?
–Para mí es medio triste, pero la verdad es que conocen muy poco sobre la Argentina. El fútbol no les interesa entonces ahí ya hay algo perdido y después tienen algunas pocas referencias. Una muy curiosa es que tienen un cantante muy famoso, que sería como el Carlos Gardel de acá, llamado Evert Taube, que a principios del siglo XX se fue a recorrer el mundo con sus canciones, casi como un trovador. Una de sus canciones más conocidas se titula «Fritiof och Carmencita» y refiere a una mujer que él conoce en la Bahía de Samborombón y, por eso, todos los suecos conocen la Bahía de Samborombón, aunque deben imaginársela como un paraíso tropical. Luego, hay lectores que conocen a Borges, que está editado en sueco y algo de tango. No mucho más.
–El clima es un tema de tu libro. ¿Te parece que las condiciones climáticas determinan o condicionan a la sociedad sueca?
–Influye un montón. Lo que pasa es que eso es algo de lo que me di cuenta acá porque cuando vivía en la Argentina no le prestaba atención. Pero viniendo de una ciudad como Buenos Aires, con un clima templado e ideal, nunca lo había apreciado. Estando acá noté cómo el invierno condiciona la vida en muchos niveles. Por ejemplo, cuando hace frío y vuelvo a casa en subte, voy rodeada por gente que está metida en sus camperas, que son como verdaderas camas móviles, como acolchados, que evitan el contacto con el otro. Y el cambio de humor que se nota entre el invierno y el verano es increíble porque se ven las sonrisas, las personas más dispuestas a charlar y compartir.
–En el libro explorás mucho el tema del idioma. Si bien enfocás en las dificultades del sueco, ¿hay cosas del castellano que esta experiencia te permitió descubrir?
–Un montón de cosas y reflexiones también constante porque yo enseño castellano a suecos, entonces parte del trabajo es estar descubriendo todo el tiempo cosas. Me da la sensación de que el sueco y el castellano tienen como figuras inversas porque en español se puede muy rápido empezar a comunicarse con ideas básicas y conversaciones simples. Luego, en un nivel superior, el idioma se complejiza muchísimo y ahí hay mucha gente que se queda ahí, nunca pasa de ese nivel. Ahora, para nosotros la parte de sonora de la lengua sueva es muy difícil para nosotros. Pero una vez logrado eso, la lengua no es tan compleja.
–¿Qué autores fuiste descubriendo?
–Conocí mucho porque la verdad es que no está tan traducida la literatura sueca. Me gusta mucho Tove Ditlevsen, que es una escritora danesa que escribe en sueco, que es bastante conocida, y que tiene una forma simple de escribir y que puedo disfrutar. También me gustan los libros de Linn Ullmann, la hija de Ingmar Bergman, que me encanta su estilo claro. Hay un montón.
– Tu hijo nació en Suecia y vive en ese territorio del bilingûismo. ¿Qué clase de relación establecés desde lo lingûìstico con él?
–Sí, es un tema fascinante. Además, hay tanta inmigración en este momento que ves cosas rarísimas con familias de tres integrantes y cuatro idiomas. Claro que siempre hubo lenguas en contacto, pero ahora hay como una explosión. En nuestro caso, nosotros somos argentinos entonces en casa hablamos en castellano y mi hijo habla castellano, pero después, va al jardín y habla sueco. Es lindo ver cómo desarrolla esas dos lenguas. Es muy sorprendente. Y yo siempre observo eso. Al principio, tenía más dudas o el temor de que luego no pudiera aprender, pero acá tienen el tema muy estudiado y tienen mucha experiencia. De hecho, siempre sugieren que le hablemos a nuestro hijo en nuestra lengua. Además, en la escuela primaria y secundario los chicos que tienen un segundo idioma, tienen derecho a acceder a clases semanales en esa lengua.
–En el libro trazás una especie de circuito Puig por Estocolmo. ¿Por qué lo elegiste?
–Lo de Puig surgió porque ese año, el primer o segundo invierno, me puse a releer Querida familia: Cartas europeas (1956-1962) porque era un libro muy cálido, muy cercano. Para mí, la voz de Puig se parece a la voz de un amigo, una voz familiar. Ahí volví a las seis cartas que manda desde Estocolmo, son poquitas porque él estuvo solo seis meses. Entonces, me puse a investigar un poco, le escribí a la compiladora, Graciela Goldchuk, que me mandó una foto de los sobres con las direcciones y así se fue armando, con una especie de excusa para recorrer las ciudades de otra forma.
–El hechizo del verano es delicado, amable, en tiempos de crispación y sobre un tema que puede ser muy doloroso como es la emigración. ¿Trabajaste deliberadamente ese registro?
–Creo que entre el principio y el final hay como una especie de nostalgia, donde se empieza a ver eso que está por debajo, como en cierta progresión. Pero quizás el tono resulte de que tiene muchos de los textos fueron escritos al principio de mi estadía, en ese momento donde todo era maravilloso y asombroso y la verdad era muy fresca. Yo no sé si ahora escribiría lo mismo. Pero no era algo buscado sino que funcionaba, creo, un poco como reflejo de la mirada. Además, tampoco quería que fuera un libro de clichés sobre Suecia, trato de no caer en lugares comunes. Eso no me parecía interesante.
–¿Se va a publicar allá?
–Ya hay un contrato para que salga acá. No sé cómo será la recepción. A todo el mundo le interesa saber lo que se dice de ellos. Vamos a ver…