Si la belleza puede ser dramática y aterradora, entonces los libros La mujer descalza, de Scholastique Mukasonga y Pequeño país, de Gaël Faye son hermosos en el profundo dramatismo de lo que narran. Ambas novelas circulan por el horror del genocidio de Ruanda, que aniquiló (a machetazos y golpes principalmente) la vida de más de 800.000 personas del pueblo tutsi en abril 1994 ante la pasividad del mundo occidental. Hace 30 años. Tal vez no tanto tiempo para la crueldad.
Por lo pronto, el fin de semana pasado miles de personas y una decena de jefes de Estado conmemoraron en Kigali ese aniversario. “Hoy nuestros corazones están llenos de duelo y gratitud en igual medida. Recordamos a nuestros muertos y estamos también agradecidos por aquello en lo que Ruanda se ha convertido», afirmó el presidente ruandés, Paul Kagame, durante su discurso en el estadio cubierto BK Arena de la capital.
«Tenemos una deuda con los supervivientes que se encuentran entre nosotros. Les pedimos hacer lo imposible, llevando sobre sus hombros el peso de la unidad y la reconciliación, y seguir haciéndolo cada día», añadió Kagame en una ceremonia que plasmó tanto los avances como las heridas del país.
Con motivo del evento, una enorme estructura fluorescente con forma de árbol fue instalada en medio del pabellón y sus cambios de luces acompañaron las diferentes actuaciones musicales presentadas así como un espectáculo de danza contemporánea. «Nuestro viaje ha sido largo y duro. Ruanda se vio completamente abrumada por la escala de nuestra pérdida y las lecciones que aprendimos están gravadas con sangre«, aseveró Kagame, que también se mostró muy crítico con la comunidad internacional y con el papel jugado durante la matanza por las Naciones Unidas.
«Esos soldados (los cascos azules de la ONU desplegados en Ruanda) no fallaron a Ruanda. Fue la comunidad internacional quien nos falló a todos ya sea por indiferencia o por cobardía», destacó.
También acudió a la ceremonia el presidente del Consejo Europeo, el belga Charles Michel, cuyo país, exmetrópoli, dividió a la población por etiquetas étnicas durante su dominio colonial, privilegiando a los tutsis frente al 85% de la población hutu, lo que se tradujo en décadas de odio que desembocaron en la masacre. «Soy belga, soy europeo. Estamos aquí treinta años después y sé lo que mi continente, Europa, debe a vuestro continente, África. Conozco la historia con sus raíces, con sus grandezas, también conozco la historia con sus vergüenzas. Por eso, el Gobierno belga pidió perdón en el año 2000″, señaló el dirigente europeo.
«El deber de la memoria es ante todo una exigencia, es la exigencia de recordar, la exigencia de no olvidar, la exigencia de aprender de los errores», agregó.
Por su lado, el presidente francés, Emmanuel Macron, que envió en su lugar a la ceremonia a su ministro de Asuntos Exteriores, Stéphane Séjourné, transmitió un mensaje a los ruandeses a través de un vídeo emitido en la televisión del país. «El pasado debe continuar siendo analizado, estudiado por nuestros historiadores en las mejores condiciones. Y este es también el objetivo de las misiones en curso entre académicos, historiadores, ruandeses, franceses pero también de todo el mundo», señaló el presidente galo, cuyo país proporcionó ayuda militar al Gobierno hutu antes del inicio del genocidio.
Macron se remitió a su viaje de mayo de 2021 a Kigali, cuando el mandatario admitió la «responsabilidad» de su país al haber «ignorado las advertencias» de los observadores sobre la inminencia del genocidio, si bien negó que tuviera cualquier complicidad con la matanza.
Su visita se produjo meses después de la publicación de un informe oficial encargado por el Elíseo que reveló que la política exterior francesa, entonces bajo la presidencia de François Mitterrand, cometió errores abrumadores y estuvo ciega.
Una niña que escapa
Dice la escritora franco-ruandesa Scholastique Mukasonga que se transformó en escritora “por un deber de memoria”. Esa memoria es la de los suyos, su familia y sus ancestros, cuya historia quedó partida en dos por el genocidio de 1994. Por eso, en el libro La mujer descalza (editado por Empatía), así como antes en Inyenzi ou les cafards y La Femme aux pieds nus, es su vida la que alimenta la trama.
“En los recuerdos de mi infancia, cuento la deportación de mi familia con muchos otros tutsis en el hostil monte de Nyamata, cerca de la frontera con Burundi, y la lucha de estos ‘exiliados internos’ para sobrevivir a pesar de la persecución y las repetidas masacres que sufrieron”, explicó años atrás la autora.
En ese campamento miserable, en el que lo único que había era carencias y solidaridad, algunos sobrevivieron. Pocos. El resto murió entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994 a machetazos. “Me tomó diez años encontrar la fuerza para volver a casa, a Ruanda, a Nyamata, donde mi familia había sido deportada en 1960 y de donde salí hacia el exilio en 1973. Ahí es donde toda mi gente fue asesinada en 1994. Pero cuando finalmente regresé, no encontré nada. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo era el único recuerdo de todos los que habían sido exterminados en mi pueblo”, agregó.
La madre de Scholastique Mukasonga fue masacrada así como otros 26 integrantes de su familia. Ella ya se había refugiado en Francia. “En los años 60, los niños ruandeses ya aprendían francés en la escuela primaria. Luego, en la secundaria, ese idioma era el único permitido”, ha contado. El dominio de ese idioma es el que se transformó en un pasaporte para su escape.
Primero, vivió en Burundi, donde estudió y trabajó con agricultores para Unicef y para la FAO. Y más tarde, en 1992, se mudó a Francia, donde estudió otra vez y se graduó como asistente social, profesión que desempeña en Normandía desde hace más de veinte años.
Países pequeños, masacres grandes
Gaël Faye tiene muchas vidas. Antes de ganar el premio Goncourt des Lycéens con su novela Pequeño País (traducida en la Argentina por Salamandra) y vender más de 700 mil ejemplares, era rapero. Y antes era financista y trabajaba como inversor en un fondo financiero en Londres. Y antes de todo eso, fue un niño de 11 años que escapó de Ruanda en medio de la masacre de 1994.
En mayo de 2019, el escritor y músico visitó la Argentina para participar de la 45ª Feria del Libro de Buenos Aires, pero días antes, desde su casa en Kigali, Ruanda, recordó con Clarín Cultura la génesis de ese libro: “La primera versión de Pequeño país ni siquiera mencionaba la guerra y el genocidio por la sencilla razón de que lo que me interesaba era el paraíso perdido de la infancia, que es una experiencia universal que no necesita un contexto excepcional”, rememoró.
Pero entonces, en 2015, una serie de atentados terroristas le mostraron que las masacres no tienen fronteras: “Mis amigos parisinos nunca antes habían visto una escena de violencia de este nivel. Nuestras conversaciones empezaron a cambiar, el miedo entró en nuestra vida diaria, y me sentí impotente ante el peligro. Todo me devolvió al Burundi de 20 años antes. Francia se había convertido en un callejón sin salida, un lugar donde te sentías protegido del mundo exterior, que se transforma de repente en una ratonera, en una trampa”, agregó.
Pequeño país es una novela casi de iniciación: Gabriel, el protagonista, se divierte con sus amigos haciendo travesuras. Sin embargo, el ambiente no es festivo sino tenebroso porque todo está manchado por la violencia política, que a esos ojos infantiles, les pasa desapercibida: “Me interesaba de la voz y la mirada de un niño que todavía no están condicionadas por el racismo de la sociedad y las ideas recibidas. El protagonista, Gabriel, se mueve al mismo ritmo que el lector, como un testigo que se interroga a sí mismo”, explicó el autor.
Tras el genocidio, Gaël Faye regresó a Burundi: “Volví allí regularmente para visitar a mi padre, pasé mis vacaciones en un país en guerra como lo había conocido y esperé que la paz volviera al país que había conocido. Pero el país que conocí nunca regresó y nunca regresará, por eso hago que mi personaje diga: ‘No estoy exiliado de mi país, estoy exiliado de mi infancia, que es mucho más cruel’».