Lo primero que hizo Edgardo Cozarinsky en un texto dedicado a su gran amigo Alberto Tabbia, brillante crítico de cine, fue recordar la cita «cada individuo que muere es una biblioteca que arde». En el caso de Cozarinsky, quedan una bibliografía y una filmografía enteras, intactas, cuyas versátiles riquezas vuelven imposible su catalogación o simplificación. Era un hombre con atributos de doble agente, contrabandeando virtudes de la literatura al cine y del cine a la literatura, traficando entre lenguas y continentes, ida y vuelta. Un passeur de épocas, de generaciones y de géneros, armó libros sobre cine –Palacios plebeyos, Cinematógrafos– y documentales sobre escritores, en especial aquel dedicado a Ernst Jünger, el magnífico La guerra de un solo hombre.

Cozarinsky era un aficionado a la vida secreta, y no debería ser absurdo conjeturar que la suya estaba en los delicados films que les dedicó a Jean Cocteau –Autorretrato de un desconocido– y al fundador de la Cinemateca Francesa, Henri Langlois, reubicados ahora que ya se ha roto el hilo de su arco temporal, en los intervalos y pausas de Los libros y la calle, Blues y El pase del testigo, sus libros más abiertamente personales. Acaso lo más veladamente íntimo sean las misivas a sí mismo de Vudú urbano y sus novelas tardías (últimas ficciones y películas materializadas bajo el amparo de la noche).

Un devoto de las citas, de una discreción que no permitía saber o adivinar -otra cara de su versatilidad- quiénes eran todos los otros grandes o pequeños amigos suyos. Dentro de un generoso corte transversal, Cozarinsky hacía de cada amistad una amistad particular, específica, no replicable. Complicidades que no necesitaban de condiciones, cumplidos, ni siquiera demostraciones. A salvo, incluso, de los defectos circunstanciales de las partes. A la vez, cultivaba una clara fascinación con la figura del traidor, del delator (algo no tan llamativo en un descreído observador de la Historia y sus extorsiones, en un enemigo declarado de cualquier asomo de nacionalismo). Intereses y rasgos que eran -son- inseparables de sus escritos. En su hipnótica retrospectiva como lector, Los libros y la calle, acotó: «Los motivos que alimentan una amistad suelen permanecer tácitos para sus actores».

Fue la parte de la Historia local que le tocó padecer la que lo impulsó en los tempranos años 70 a convertirse en un incómodo vecino de París. Acaso lo incitó, también, la cercanía inhibitoria de esos monstruos admirados -Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Bianco y el clan de la revista Sur-, privilegio que conspiró para que tardara en llegar de veras a la literatura. Cozarinsky renegaba de aquel primer ensayo sobre Henry James, de título cinemático, El laberinto de la apariencia, como renegaba de sus traducciones (la de los ensayos de Graham Greene, por ejemplo, de una de cuyas novelas parecía haberse escapado).

Otro poco atribuía ese retraso, con un sarcasmo de doble fondo, a su signo astrológico, Capricornio, que definía como de tranco «lento y seguro». Cozarinsky se permitía leves supersticiones, que en su caso tenían, desde luego, menos de superchería que de contraseña, vocablo clave en su glosario más recóndito. (La de retirarse sin saludar de ciertas reuniones se parecía más a un guiño). En su terreno, nunca nada se explicitaba del todo. Inclinado a la ambigüedad, jamás fue de opiniones de medias tintas. Leemos en Vudú urbano: «Pero éste no es el momento de recordarle que durante unos meses los compañeros de ella habían impuesto en la universidad el estudio de la prosa apócrifa de Eva Perón como literatura, que el matrimonio de las palabras nacional y popular había engendrado una prole copiosa de toscos y pomposos abortos culturales».

Centrándose en el viaje como matriz, el vaivén Buenos Aires-París de las esquelas troqueladas de Vudú urbano le permitieron articular un género propio, mientras desplegaba una inusual habilidad para precisar puntos y perspectivas en la calle en fuga del calendario. Deslizándose de la primera a la tercera persona, siempre partiendo hacia otra parte, en calma huida, su narrador se trata con educada impiedad: «He escrito estas tarjetas postales en inglés, un ‘inglés de extranjero’ que luego traduje a mi español natal, menos por las razones autobiográficas que para mí hicieron del inglés la lengua de lo literario, de lo imaginario, que para borrar la noción de original».

En Blues conviven varias capas de tiempo y un mismo ánimo por sobrevolar épocas y edades con rumores y una capciosa liviandad. Un texto sobre Malvinas, recuerdos y repasos de la vieja vida literaria argentina, anotaciones de un pasajero en tránsito y homenajes a amigos –Silvina Ocampo, José Bianco, Enrique Pezzoni, Susan Sontag, Rolando Paiva– componen un Blues de melancolía crítica, elegantemente belicosa. (Cozarinsky tenía, entre otros, el coraje de la contradicción: más que negarse lo que no le gustaba de sí mismo -«la nostalgia, sentimiento del que siempre me he defendido como de un veneno insidioso»- prefería hacerlo arder).

La frase de Cozarinsky se toma su tiempo y condensa tiempo (experiencia filtrada, o quemada con una lupa) y en esa concentración lo que cobra relieve es lo que se omite, y lo que rodea a las palabras: importa el acorde pero también la vibración de la cuerda. Su prosa le sugiere al lector que puede simpatizar con un escritor, en especial, por aquello que no está en sus párrafos, por sus omisiones, silencios y elipsis. Lo que emociona del autor de El rufián moldavo es poder distinguir, entre líneas, las acrobacias tendidas para imponer el pudor (callar su emoción).

Son artilugios que pueden estimarse en El pase del testigo, de suma discreción para reinventar el arte del retrato –Barthes, Copi, Sarduy, Beatriz Guido–, especialmente el de seres solitarios y figuras laterales. Este cineasta con debilidad por los actores secundarios consigue definir a un personaje en un plano que no dura más de dos oraciones. No sorprende que esa facilidad lo haya ido guiando hacia la ficción. Hay que recordar que fue en 2001, con los relatos de La novia de Odessa, que Cozarinsky terminó de darse a conocer como un rarísimo escritor argentino, único en su especie. Es allí, en los mencionados Blues y El pase del testigo y en sus otros libros de ensayos y crónicas donde se dibuja más claramente su inasible singularidad, la de alguien que era, curiosamente, un escritor de escenas (sobre todo reconstruidas).

El montaje en página del señero Museo del chisme elevó esta práctica a la categoría de arte. El vicio impune prolongó esa serie de trastiendas con reseñas y remakes literarias. Palacios plebeyos se aventuró en la arqueología céntrica y barrial de los cines desaparecidos de Buenos Aires. (Del cine «viejo» Cozarinsky llevaba grabados planos puntuales y prefería recordar actores y actrices más que directores). O bien Disparos en la oscuridad, excepcional miscelánea editada por su albacea Ernesto Montequin. O el reciente y cautivante volumen dedicado a uno de sus héroes más fieles, Variaciones Joseph Roth, que abre y cierra con alusiones a las madres respectivas. Su sello es la frase que viene con una daga debajo de la capa.

La antología Cinematógrafos -editado durante el Bafici 2010- lo confirmó o reveló como un ojo de una sagacidad crítica que hasta pudo inquietarlo. En medio de notas sobre Welles, Renoir, Bergman, Duras, Marker, Alberto Fischerman y Hugo Santiago, se las arregló para infiltrar en un texto sobre Nicholas Ray un rasgo válido para su propia obra, en literatura y en cine. Anotaba allí que Ray logró «imprimir a su trabajo la más impalpable y tenaz de las cualidades: un tono».

Es un tono, justamente, lo que puede apreciarse, asimismo, en Días nómades, un tejido de punto con paradas textuales en Berlín, Rodas, Budapest, Moscú, Beirut, Nápoles. En abril de este año apareció en España su último libro, Rastros, suerte de posdata o nuevo tramo de un viaje sin destino final. No hay un solo escrito de Cozarinsky que no evidencie que se puede adjetivar con distinción sin caer en manierismos. Uno de los más escondidos de sus títulos, Palabras prestadas, resume en medio centenar de pasajes ajenos sus obsesiones más constantes: la pertenencia geográfica, la identidad, lo que está «in-progress», la juventud, la muerte, lo invisible, los fantasmas, en suma, el tiempo y sus poco amables reveses y perjurios.

El aplomo no siempre es un espejismo. El fotofóbico y fotogénico Cozarinsky manejaba como pocos una práctica no tan habitual o tan tolerada en el territorio nacional: la ironía. Como lector, quiso que en sus últimos días lo acompañara al modo de un talismán una edición -«cosida a mano», subrayaba- de poemas de Ossip Mandelstam. Como cineasta, no pudo resistirse al magnetismo y la resonancia de las llamas de una fogata o de un fósforo. Como escritor, sin el menor gesto ampuloso, fue capaz de prenderle fuego a la casa de muñecas de lo dicho o visto mil veces.


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