Es probable que yo no sea el único amigo al que Edgardo le mandó un par de poemas de Adam Zagajewski esta semana. Los poemas estaban en inglés y llevaban títulos sugestivos: Viajero (Traveler) y Search (Busca). Escritos originalmente en polaco, hay alguna antología de los poemas de Zagajewski en español, y hay varios libros traducidos en francés e inglés.
Quién sabe por qué Edgardo los estaba leyendo en inglés, quién le habría regalado ese libro, o dónde él lo habría comprado. Pero en este tramo final de su vida leer poesía parecía ser uno de sus hábitos.
“Los beneficios de la enfermedad”, me había dicho ya hace unos meses, citando a Freud, a través de sus lecturas y pesquisas del poeta triestino Umberto Saba. Sospecho que encontraría en leer poesía todo lo que la medicina y su cuerpo le estaban negando: una cura, una mejoría, un alivio.
Cada uno enfrenta el final como puede, de eso no hay dudas, pero lo que puede, más allá de las condiciones, dice mucho de la ética de cada quién. Edgardo eligió la poesía, la lectura, la traducción como postales y souvenirs de este tiempo que le tocaba.
El 19 de mayo, antes de los últimos, me había mandado una traducción suya de un poema de Derek Walkott. Cito el comienzo: “Ha de venir el día / cuando, con alegría / saludarás al tú mismo que llega / a tu puerta, en tu espejo, / y cada uno sonreirá a la bienvenida del otro”.
Entonces supe que se estaba despidiendo. Porque que estaba mal ya lo sabía desde antes, no sólo por su salud o sus años, sino porque a mediados de abril había mandado un mensaje técnico, esclarecedor y hasta divertido sobre su delicada situación de salud. Pero esto era distinto.
Un chisme para comenzar
Solo puedo escribir algo que sospecho le hubiera gustado leer. Empiezo por un chisme. En realidad, Edgardo no era del 39, era del 37. No recuerdo cómo lo descubrí, viendo algún documento seguramente, y él entonces me confirmó que sí, pero que por la burocracia francesa había decidido no corregir el error, porque sería peor aún; sabía de las interminables consecuencias.
Lo entendí y por otro lado pensé en que también Piglia –y Renzi– tienen ahí su tema con el 40 y el 41. O Gusmán, que recibe la tilde en la errata de la libreta de nacimiento, “leasé Gusmán”. Los escritores y el nacimiento y el mito de autor. Como si todo escritor también quisiera ser un personaje, su personaje.
Pero la mayoría hace de eso una caricatura, para Edgardo, en cambio, esto era un procedimiento literal: supo contarse en tercera persona en un millar de relatos de una manera ejemplar, como si efectivamente fuera otro.
Más o menos para cuando me instalé en Francia, hace más de siete años, él empezaba a reducir y espaciar, a dejar del todo sus idas y vueltas frecuentes con París. Otro chisme, su instalación definitiva en Buenos Aires la decidió porque su médico francés al indicarle un estudio o un tratamiento, lo confundió con otro paciente.
Por supuesto, no sería solo por eso, pero él lo contaba, o me lo contaba así, y así tenía más gracia. Cualquiera que lo haya leído o conocido sabe que Edgardo tenía un talento para cifrar y citar la anécdota, envidiable.
No sólo sus libros, Museo del chisme y Nuevo museo del chisme, en toda su literatura, la anécdota, diría incluso, la curiosidad e intensidad de la anécdota, son el motor y dan el tono justo del relato.
Último viaje a París
En junio del año pasado fue su último viaje a París, donde vivió por tres décadas. Pero incluso cuando a partir del 2000 empezó a estar un tiempo “allá”, un tiempo “acá”, siempre guardó un monoambiente por Montparnasse, que gracias al sistema en que lo puso en venta, del que siempre se burlaba, le permitió pasar en condiciones dignas sus últimos años.
Nos vimos en el Select como siempre y lo acompañé hasta la puerta de su departamento ese día. También ese día me dijo que estaba regalando cosas de su biblioteca, y me entregó una edición preciosa de las Complete Notebooks of Henry James.
Este año le ofrecí que hiciera el prólogo de Viaje sentimental por Francia e Italia, de Laurence Sterne, para la colección de clásicos que dirijo en Unsam. Cuando con Flavia Costa, la directora de la editorial, pensamos los dúos entre clásicos y prologuistas, frente al libro de Sterne, el nombre de Edgardo era una fija.
A tal punto que, de algún modo, su obra empieza ahí, en ese primer cuento de Vudú urbano, al que él consideraba su primer libro, y que se llama, en homenaje, El viaje sentimental, y donde ya están las coordenadas o magias futuras de su escritura: los trucos sin inocencia de la memoria y el olvido, la alternancia de personas y fantasmas, de paisajes interiores y lugares reales, el entrelazado de ficción y documental, y todo con esa prosa elegante, esa voz franca y crepuscular, irónica y sin concesiones.
A mí me gustan mucho Palacios plebeyos, Vudú urbano, Niño enterrado, Blues, Variaciones Joseph Roth, El rufián moldavo, citando de memoria. Pero en un arrebato menos de vanidad que de entusiasmo –también raro en él– me dijo, cuando sacó Huérfanos hace unos años, que el cuento “El reencuentro” era tal vez lo mejor que había escrito.
Sin embargo, debe estar en alguna cosa no dicha que me enseñó, la razón o el secreto de por qué no lo leí entonces, e incluso de por qué no ceda hoy al lamento o la culpa de no haberlo leído, o de que deba correr a leerlo ahora.
En cambio, traduzco el último poema que me pasó esta semana, el poema Search (Busca), de Adam Zagajewski, y de algún modo se lo envío a donde vaya -a donde estén sus lectores y amigos, supongo-, a ver si lo conforma la traducción.
Y se me acabó la cuerda, como diría él. Porque Cozarinsky era un viajero, y un viajero conoce el oficio de las despedidas, nunca demorarse.
“Volví al pueblo / donde fui un niño / y un adolescente y un hombre viejo de treinta. / El pueblo me saludó con indiferencia / pero los altoparlantes de la calle susurraban: / ¿no ves que el fuego todavía arde? / ¿no oyes el rugido de la llama? / Sal de ahí. / Encuentra otro lugar. / Búscalo. / Busca tu verdadero hogar”.
Edgardo Scott es escritor y psicoanalista. Su último libro es Escritor profesional (Godot).