Para entrar al Museo Banksy, inaugurado este mes arriba de un local de Bank of America ubicado en el SoHo, el visitante debe vadear la maraña de vendedores que abarrotan Canal Street con productos ilegales de Apple y carteras de Prada casi convincentes extendidos sobre mantas.
Es un acceso que viene muy al caso. El Museo Banksy no posee ni expone ningún Banksy auténtico sino 167 reproducciones bastante aceptables, murales y pinturas de tamaño natural sobre paneles tratados para que parezcan paredes exteriores que se extienden por un espacio de exposición diseñado para asemejarse a la calle.
El hecho de que estas réplicas de la obra de Banksy desde fines de la década de 1990 sean más o menos fieles al material de origen tiene menos que ver con la competencia de los artistas anónimos que las ejecutaron que con la simplicidad de la estética de Banksy: un trabajo hecho con esténcil, derivado de una fotografía, más relacionado con el comentario social que con la destreza técnica.
Las obras de Banksy no asombran por su técnica o innovación formal, ni es ésa su intención. Diseñadas para ser realizadas rápido y comprendidas aún más rápido, se basan en gags visuales fáciles que no siempre son de gran profundidad, todo frase ingeniosa y nada de conclusión (un hombre paseando a un perro de Keith Haring; policías antidisturbios y manifestantes en una pelea de almohadas; un chico con nieve en la lengua que en realidad es ceniza de un contenedor de basura incendiado).
Sus primeras sátiras políticas, como Winston Churchill con cresta y osos de peluche lanzando bombas Molotov, tenían toda la profundidad de un póster de dormitorio universitario, un populismo superficial que explica su trayectoria: el populismo es un camino seguro hacia el fenómeno cultural.
Más famoso del mundo
Banksy, el artista callejero anónimo más famoso del mundo, recorre ese camino desde mediados de la década de 2000, inspirando singular devoción. La aparición de una nueva obra se anuncia como un acontecimiento cultural, y su remoción suele ser objeto de protestas. Pocos artistas son tratados como profetas y salvadores, y menos aún son los que insisten en una total alergia a la vida pública.
El Museo de Banksy encarna esas contradicciones, probablemente sin querer: no autorizado, es un acto tanto de admiración como de explotación. También es un interesante experimento mental: ¿Se puede tener un museo sólo con reproducciones? ¿Sigue funcionando el arte callejero cuando se retira de la calle? ¿Puede un artista ser antisistema y, al mismo tiempo, obtener millones de dólares en una subasta?
El Museo de Banksy parece no compartir esas posibles hipocresías. Presenta una hagiografía inequívoca de Banksy como Robin Hood del mundo del arte, intachable en su visión del mundo e incorruptible en su forma de expresarse. El Museo de Banksy no es, obviamente, un museo en el sentido estricto de la palabra, ni siquiera en el sentido amplio (no emplea a ningún curador ni conserva o colecciona ninguna obra de arte).
Es un museo más bien en el sentido en que el Museo del Helado utiliza el concepto: una experiencia inmersiva con entrada paga, en la que la experiencia en la que se está inmerso es imprecisa. Esta experiencia cuesta 30 dólares por una entrada de adulto (las de niño cuestan 21 dólares), en línea con lo que cobra el Museo Metropolitano de Arte a los no neoyorquinos, pero al menos en el Met los Henri Matisse son reales.
Hay algo perverso en pagar para ver un sucedáneo de calle y contemplar un grafiti artificial, como si la versión real no estuviera disponible afuera de forma gratuita. Entre la banda sonora de sirenas de policía y las señales de peligro que delimitan cada obra como si fueran escenas del crimen, el espacio tiene el sabor de una réplica a tamaño natural del depósito de la película Todas las vidas, mi vida, de Charlie Kaufman, bajo la forma de un local para jugar al Laser Tag en un centro comercial suburbano.
Rica historia de graffiti
¿Necesita Nueva York un Museo de Banksy? El artista tiene poco que ver con la rica historia de graffiti y escritura de estilo que tiene la ciudad. Hizo una visita muy publicitada al museo en 2013, cuando creó unas pocas decenas de piezas que aludían sin fuerza a la ciudad (una rata con una gorra de los Yankees de Nueva York; la línea «Este es mi acento de Nueva York» ejecutada en una difusa aproximación al wildstyle) y de nuevo en 2018, y luego pareció dejar de pensar en el lugar. (Una de las únicas obras de arte conocidas que se conservan de la visita de 2013 está cerca de Zabar’s, protegida por una plancha de acrílico.)
Y en su mayor parte, los grafiteros de Nueva York tampoco parecen pensar mucho en Banksy, fuera de una campaña divertida y ciertamente unilateral del tagger Hektad, que pinta con aerosol y pega variantes de «Hektad vs Banksy» por toda la ciudad desde hace diez años.
De hecho, el Museo de Banksy es simplemente el último de los muchos museos de Banksy que el director de cine y productor belga Hazis Vardar ha abierto en todo el mundo desde su primera iniciativa en París en 2019; actualmente hay cuatro abiertos. Y los museos de Vardar son sólo una parte de la industria artesanal Banksy. Otras exposiciones no autorizadas operan en todo el mundo; también sin duda pueden encontrarse vendedores ambulantes que ofrecen pequeñas imitaciones.
La propia filosofía de Banksy invita a ese espíritu emprendedor. «Los derechos de autor son para los perdedores», ha dicho el artista. Y más que de las laxas restricciones que imponen los derechos de autor, estas exposiciones sacan partido de un baboso culto a la personalidad, del tipo que el propio Banksy parece desaconsejar, alimentado por el cuidadoso control de su imagen pública y su mística.
Desdén por el mundo del arte
El museo dedica un sector considerable al ostensible desdén de Banksy por el mundo del arte. «El éxito comercial es una señal de fracaso para un grafitero», declaró a The Village Voice en una excepcional entrevista de 2013.
Es una postura que se ve complicada por su producción de objetos vendibles y precios de subasta multimillonarios, el más famoso de los cuales fue el espectáculo de 2018 en Sotheby’s, cuando «Girl With Balloon» se autodestruyó parcialmente después de venderse por 1,4 millones de dólares, truco destinado a satirizar el comportamiento especulativo del mercado, pero que paradójicamente sólo aumentó su valor. Sotheby’s lo revendió en 2021 por 25,4 millones de dólares. Es difícil tener el oro y el moro.
Las ideas de Banksy son absolutamente correctas. Su visión paranoica anti-establishment en general se ha confirmado: los políticos en gran medida son cobardes, los ricos a menudo se salen con la suya y despluman a la clase trabajadora, y el mundo del arte por lo general está divorciado de la realidad. Pero su moral es reduccionista: Niños: buenos. Adultos: malos. Gobierno: malvado. Dinero: estúpido.
En muchos sentidos, este empeño demuestra que tiene razón: el arte se ha vuelto inseparable del comercio. Pero el Museo de Banksy fracasa en última instancia no por el precio de la entrada para turistas, sino porque el poder que posee el arte de Bansky, cualquiera sea, proviene de la calle.
«El Museo de Banksy» es el tipo de cosa que el propio Banksy podría producir para burlarse de la fetichización del arte callejero por parte del mercado: un simulacro de la calle que esteriliza su vida, su peligro y su potencial, una tumba totalmente antinatural y sin aire. Su efecto más interesante podría ser la forma en que ilustra los límites del control.
La película de Banksy de 2010, Exit Through the Gift Shop, dice ser la historia del ascenso de Thierry Guetta de vendedor de ropa vintage en Los Ángeles al risible empresario del arte callejero Mr. Brainwash, posiblemente un invento de Banksy o su propia pesadilla.
Es un cuento con moraleja, una crítica a la mercantilización del arte callejero, que antes estaba fuera de la corriente dominante y ahora está totalmente integrado a ella. Naturalmente, el Museo de Banksy nos escupe al exterior a través de una tienda de regalos, con las palabras «exit through the gift shop» (salir a través de la tienda de regalos)» pintadas con esténcil en el piso como una broma con la señalización, que guiña el ojo sin entender el chiste.
© The New York Times / Traducción: Elisa Carnelli