El blanco y negro contribuyó lo suyo a mitificar a los escritores del siglo XX, añadiéndoles un aura que el tiempo se limitó a perfeccionar. Son fotos de época, en la que los escritores se vestían con una sobria elegancia que era la cortina de humo perfecta de una imaginación prodigiosa: Borges, Cortázar, Silvina Ocampo, Cabrera Infante, Alejandra Pizarnik. Ninguna de estas siluetas esquivas consiguió escapar de la lente amable de Sara Facio. Algunos eran ellos mismos fotógrafos más que apreciables, como Adolfo Bioy Casares y Juan Rulfo. Otros, como el autor de Rayuela, estaban obsesionados por un arte que les inspiró un cuento y más.

Facio se las arregló para acompañar y dignificar desde la fotogenia el «boom latinoamericano», fijando las prósperas fachas de un Fuentes, un Vargas Llosa, un García Márquez, y colegas más periféricos -más protegidos de las luces y la obnubilación de una aprobación casi unánime- como Roa Bastos, Asturias, Onetti, Carpentier.

Julio Cortázar por Sara Facio, 1968. Julio Cortázar por Sara Facio, 1968.

Las imágenes que Sara Facio hizo de un Borges ya ciego no lo muestran, no obstante, indefenso. Hojeando con avidez un libro ilustrado o agazapado -jugando de memoria- entre estantes de la vieja Biblioteca Nacional de la calle México, que el autor de Ficciones entonces dirigía. En su casa, en camisa, un escritor de otro siglo -de otra galaxia- avalado por su mobiliario. El detrás de escena engañosamente nítido de una página garabateada, arañada y finalmente impresa.

Como Gisèle Freund, Grete Stern, Lord Snowdon, Jerry Bauer y Richard Avedon, Facio sabía fotografiar autores, desde luego, pero también libros. Grandes, apilados, tangibles. Libros tentadores. Facio dio fe que Borges tenía la cara de su escritura, si puede simplificarse así. Es con el modelo que Facio pinta mejor sus claroscuros. Zonas de la imagen desaparecen, como graficando el terreno en que se pierden los críticos del escritor argentino. Facio no teme acercarse a los ojos de Borges. (Pupilas y lupas vuelven a asomarse en retratos de Cortázar y Mujica Lainez).

Cortázar con y sin barba, con un cigarrillo apagado -mudo- y con cigarrillos a punto de encenderse. Con y sin Sena de fondo. A Bioy Casares, Facio lo registra simulando inocencia y autentificando su sonrisa (como hizo con Nicanor Parra). La sonrisa de Pizarnik, en cambio, perfectamente horizontal, no puede ocultar cierto desamparo, como apelando una sentencia mediante su mirada a cámara.

A Rulfo lo mostró como con rostro de seminarista sin guión en una película de Luis Buñuel. A Octavio Paz lo torna más bonachón, menos arribista. A Neruda lo inmovilizó con toda la impermeable redondez de su arrogancia. A Onetti le reveló lo más parecido que tuvo a una juventud; de pie para empezar -y no recostado-, con anteojos de marco grueso que lo ayudan a actuar un humor de perros. Mientras tanto, Silvina Ocampo jugaba su rol de reacia tapándose la cara con la mano derecha hacia adelante.

Sólo una fotógrafa con el encanto de Sara Facio podía extraer ciertas cosas de esas caras que sabía irrepetibles. Y ser capaz de otorgarles otra clase de papel a escritores y escritoras que se rindieron ante la astucia de sus encuadres. La más visible de esas astucias fue la de evitar caer en la trampa -la farsa- de retratarlos en el acto de fingir que estaban escribiendo.


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