¿Es posible descubrir o adivinar desde la infancia el amor más grande de toda una vida? El más duradero. El único. El definitivo. María Elena Walsh probablemente hubiera respondido afirmativamente. Escribir (o incluso leer, si el otro es un lector y el objeto de ese deseo) podría ser la manera en que uno encuentra ese amor supremo.
Porque, por casualidad o no, así lo narró ella misma al principio de su primer libro de poesía, Otoño imperdonable, escrito entre los catorce y diecisiete años, una ópera prima celebrada con palabras reveladoras como un oráculo:
Piénsame como en la fotografía: /con mi perfil rondando tu apellido. /Brizna desmemoriada que ha crecido /al lado de tu voz, amiga mía.
Entre ‘fotografía’ y ‘amiga mía’ hay apenas quince palabras. Desde la publicación de este poemario, que comienza hablando de un retrato, hasta el momento en que conoció a la gran fotógrafa y amor de su vida, Sara Facio, transcurrieron diez años. Se encontraron en París en 1955, pero su relación se reanudaría mucho después, en la década de los 70 en Buenos Aires.
La espera parece justa si es lo que hay que aguardar para que el peso de esos ojos, los mismos que retrataron a Julio Cortázar, Alejandra Pizarnik o Pablo Neruda como si aún estuvieran vivos, se posen en uno.
Imágenes de un amor
La compositora de «Manuelita» y la fotógrafa que eternizó a Cortázar con un cigarrillo en la boca, look bogartiano, vivieron juntas durante treinta años. Encarnaron una de las parejas más creativas y singulares de la historia de la cultura argentina moderna. Le regalaron a millones de argentinos algunas de las imágenes más perdurables de la juventud y la infancia, tanto en fotografías como en creaciones literarias y poéticas.
Porque así como es impensable la infancia sin ositos en bazares, vacas estudiosas, monos bailando twist y gatos danzando chacarera y todo el reino del revés, tampoco se puede concebir la juventud de la nueva Argentina de los años 60, 70 y 80 sin las fotografías de Facio.
Los ejemplos saltan a la vista incluso sin ver las fotos: la militancia y juventud en «Los muchachos peronistas», los funerales de Perón, Onetti con gruesos anteojos, Borges arrodillado detrás de una biblioteca, María Elena intervenida con colores tipo crayón, junto a Mercedes Sosa, Salvador Allende y Pablo Neruda, Susana Rinaldi muy joven, Alejandra Pizarnik despeinada y toda la serie de retratos y autorretratos de escritores latinoamericanos.
Compartían, sin saberlo, la magia de lo que no se revela, de lo invisible: Lo poético. Como le dijo Facio con firmeza a María Moreno en una entrevista del año 2000 (“Con los ojos abiertos”): “En esencia, una foto periodística que necesita epígrafe no sirve”.
Lo mismo podría decirse de un poema, de la letra de una canción, de una metáfora. Perifraseando la frase de Nietzsche, “Dí tu palabra y rómpete”, cualquier imagen explicada se hace pedazos. Acaso por esto, la compositora de “Manuelita la tortuga” fue una apasionada de la fotografía desde su juventud.
“La relación de María Elena Walsh con la fotografía –explica en conversación con Clarín Cultura el historiador y ensayista Sergio Pujol, autor de Como la cigarra. Biografía de María Elena Walsh– va mucho más allá del imaginario visual que transmite su poesía y las letras de sus canciones. Trabaja sus palabras con lo visual, con la experiencia urbana. Las estatuas, la calle del gato que pesca en París… las imágenes de Buenos Aires son el gran insumo de su creatividad”.
Pero lo curioso es que la relación no se agota sólo ahí. Walsh siempre fue una muy sensible, atenta, y observadora de la fotografía. Desde su juventud fue vecina de Horacio Coppola y de Greta Stern, ambos y los frecuentaba, así como también era cercana a Anatole Saderman, fotógrafo ruso radicado en Buenos Aires.
“Ya a nivel profesional también frecuentó el estudio de Annemarie Heinrich, que había formado a Sara Facio y a su socia Alicia D’Amico. En realidad, la primera vocación de María Elena fueron las artes plásticas, ya que había estudiado en una escuela de Bellas artes. Y de adulta escribió e hizo crítica de fotografía. O sea que su inquietud por la foto es muy anterior a su relación con Sara y es probable que se haya potenciado a partir de la relación con ella, que fue un vínculo muy estimulante para ambas”, concluye el escritor.
Amor urbano
Las fotografías de Sara Facio continúan acompañando a argentinos y ciudadanos de todo el mundo. Pero ya no tanto como una herramienta para conocer, en una época previa a internet y a la multiplicación icónica en redes digitales, los rostros de los escritores, sino como algo más íntimo.
En librerías o en bibliotecas, siempre habrá lectores que acaricien las contratapas de libros de papel o de interfaces digitales, mientras sonríe. Es el reconocimiento de tanta compañía en la soledad de la lectura.
Las imágenes de María Elena Walsh, autora del territorio de la infancia pero también del paso a la adultez, también perduran. Algunas acaso menos (“un hombre con una mujer que se besan en Pampa y la vía, el eco de un tango de ayer que el zaguán no olvidó todavía”). pero otras siguen impactando con su potencia y rebeldía urbana. A veces perfecta y sintéticamente narradas, como en su canción “Vals municipal”: “Es la guerra y la demolición, arrasando paredes y calles”, no muy lejos de la lírica de Palo Pandolfo o del Trueno de “Buenos Aires en llamas”.
En el trabajado minimalismo que convierte a una pareja de amantes en objetos cotidianos y simples, bajo el axioma irreductible del erotismo (cama y apetito), en la brillante “Sábana y mantel”: “Que no le falten a nadie / en este mundo tan cruel / sábana y mantel”.
En los ejecutivos, que aunque hoy se llamen CEOs, las imágenes de María Elena se incrustan actuales entre el emprendedurismo o el mindfulness para el liderazgo:
Ahorrar para tener estatus en la muerte /La eternidad en un reloj. (“Los ejecutivos”)
Imágenes simples, a veces de tan sólo dos palabras. Como “Barco quieto”, el título Otoño imperdonable y las metáforas que hay en él: (“el límite del viento”, “la respiración del agua”), María Elena Walsh comenzó, entre la infancia y la adolescencia, hablando de fotos.
Pero no para descubrir, como otro gran poeta popular, Vinicius de Moraes, las sombras del corazón: «Te fotografié en mi Rolleiflex / y se reveló tu enorme ingratitud» (“Desafinado”)
Sino porque es probable que entreviera, nítido como una figura, al amor. Allí, en «Dedicatoria», al comienzo de ese primer libro, donde selló: “Mucho antes de partir me habré perdido / sin tu mano en mi mano, amiga mía”.