San Petersburgo, fines de 1917. Atrás queda la vida opulenta de Maria Gurwik Gorska. No habrá más viajes con la abuela en trenes de lujo para visitar los museos de Florencia y las tiendas de París ni fiestas en los palacios de los Romanov. Ahora ella recorre desesperada las comisarías para encontrar a su marido Tadeuz Lempicki, arrestado por los bolcheviques por ser un supuesto espía del zar derrocado.

Se dice que, a cambio de sexo, ella consigue ayuda de un diplomático y la pareja puede huir al París de «los años locos», otra fiesta que terminará mal.

Como sea, por entonces, María ya sabe que ella no va a perder nada más. Se hará llamar Tamara de Lempicka, será pintora, ganará plata con eso, se acostará con quien se le dé la gana. Será una diva, atractiva e inaccesible. Femme fatale. Es tan obvio que todo puede desmoronarse en un segundo que nadie la va a frenar.

Seguro vieron reproducciones del autorretrato en el que maneja un Bugatti con guantes largos, envuelta en un chal, al viento. La obra, que creó en 1929 para la tapa de una revista femenina alemana, es un homenaje a la gran bailarina Isadora Duncan -quien murió estrangulada justamente cuando su chal se enredó en una rueda del auto en el que viajaba-, se convirtió en un ícono feminista (pocas conducían en esa época) y, por su estética del art decó.

Tamara de Lempicka, la baronesa del pincel, en 1932. Foto: archivoTamara de Lempicka, la baronesa del pincel, en 1932. Foto: archivo

El art déco fue un hijo fiel de la era de Revolución Industrial y sus máquinas. Un movimiento en el que imperaron la funcionalidad, las novedades técnicas, la fascinación por el movimiento y la velocidad y la pasión por las formas geométricas. Aunque se emparenta con el constructivismo ruso o la escuela Bauhaus alemana, el art déco nació en Francia entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, cuando ya casi no quedaban certezas y menos, mandatos rancios.

"La tunica rosa", pintado por Tamara de Lempicka en 1926, comprado por el actor Jack Nicholson. Foto: EFE«La tunica rosa», pintado por Tamara de Lempicka en 1926, comprado por el actor Jack Nicholson. Foto: EFE

Bueno, ahí, en ese autorretrato, ya está Tamara, “la baronesa del pincel”, el personaje que resultó la mayor obra de la artista y que es cada vez más popular. Hoy no sólo ricos y famosos quieren ir a su mansión de Los Ángeles -donde se refugió tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial, con el barón Kuffner, su segundo marido- ni coleccionan sus cuadros.

Este año se estrenó Lempicka, un musical en Broadway, que llena y llena la sala, y la casa de subastas Sotheby’s organizó El Mundo de Tamara: una celebración de Lempicka, con piezas suyas y de otros creadores y un tesoro revelador: una foto que le tomaron en un hotel italiano porque pensaron que era Greta Garbo y ella no lo desmintió. Fue incluso homenajeada por Google. Y hay más: en octubre abrirá su primera retrospectiva en Estados Unidos, en el Museo de Young, de San Francisco.

Tamara de Lempicka, en 1928, pintando un retrato de primer su marido Tadeuz. Foto: AFPTamara de Lempicka, en 1928, pintando un retrato de primer su marido Tadeuz. Foto: AFP

La vida de Tamara de Lempicka es una leyenda. De casi todo se debe dudar. Para parte de sus biógrafos nació en 1898 en Varsovia aunque ella decía que había sido en 1907 en Moscú. Y así.

"Maternidad", oleo de Tamara de Lempicka. EFE«Maternidad», oleo de Tamara de Lempicka. EFE

Pero hay escenas del mito inolvidables. En el París la década de 1920, tras acostar a su hija Kizette, despide a Tadeuz y se va al cabaret de Suzy Solidor, una de sus modelos y amantes. Cuando vuelve, descansa un rato y se pone a trabajar: pinta disciplinadamente unas 10 horas, hasta el atardecer. Necesita vender.

Tamara también está en el bistró La Coupole cuando Filippo Marinetti, el pope futurista y autor del manifiesto fascista de Benito Mussolini, propone quemar el Museo del Louvre para crear sobre cenizas y ella le ofrece el auto.

«Cada vez que vendía dos cuadros, se compraba un brazalete. Así, hasta que estuvo cubierta de joyas desde las muñecas hasta los hombros», contó también Kizette en un libro sobre su madre.

Adam y Eva. De Tamara de Lempicka, 1931. Foto: AFPAdam y Eva. De Tamara de Lempicka, 1931. Foto: AFP

Ahora, tras décadas de silencio, salvo para criticarla por “banal” y “decadente”, su obra se toma en serio. Sucede que provoca tanto como el personaje. Tamara de Lempicka combinó de un modo único los rasgos armónicos de madonnas renacentistas, la fragmentación del cubismo y la elegancia de Chanel. Algo de la gracia de Durero, la pasión por el movimiento de la era industrial y una sensualidad extrema. Antes que Andy Warhol, como Dalí tal vez, usó el exceso como una herramienta de marketing.

“Fui la primera mujer que hizo pinturas claras y evidentes; y ese fue el secreto del éxito de mi arte. Entre cien cuadros, es posible distinguir los míos”, dijo. Y de eso no se puede dudar.

En 1962 expuso por última vez pinturas abstractas que no atraían en Hollywood, su nuevo hogar, tanto como su título nobiliario. Murió en 1980 en México. Kizette arrojó sus cenizas sobre el volcán Popocatépetl, tal y como María le había pedido.