¿Qué cara tiene alguien que escribe? Bueno, la cara impenetrable y misteriosa de Joan Didion (con o sin anteojos negros, dos momentos en los que brilló con igual grado de potencia icónica). Con toda una existencia dedicada al periodismo (ese New Journalism que modificó los medios de papel, cuando existían y reinaban, en los 60), la narrativa (cinco novelas), la no ficción (publicó ocho libros) y la confección de guiones (junto a su esposo John Gregory Dunne), Didion se mimetizó con su tareay se convirtió en la representación física, espiritual y aurática de alguien que se dedicó a la escritura como único destino real posible.
En nuestro país, la aparición y circulación de la memoir El año del pensamiento mágico (2007) la puso en un lugar de descubrimiento y admiraciónmerecido en lengua castellana, algo que también sucedió tanto en España como el Latinoamérica donde recién fue “descubierta” en los últimos años.
El año del pensamiento mágico, texto ganador del Pulitzer, es una obra que aborda la muerte de su compañero de toda la vida, John Gregory Dunne (1932-2003), y cómo fue ese tiempo de recuperación (si es que eso es posible) y duelo. Si las palabras anteriores pueden parecer que se trata de un texto de autoayuda es importante señalar que no, para nada, lo que hace Didion es demencial y bordea lo milagroso: convierte el dolor en oraciones que intentan retratar el vacío de la pérdida y la ausencia como pocas veces se hizo.
De ahí que la aparición de Noches azules (2011) significó algo muy impresionante por sus logros de escritura ya que a la muerte del esposo se sumaba la muerte, por pancreatitis, de su única hija: Quintana. Y eso es lo que se cuenta en este libro. De ahí en más, los libros de Didion de años anteriores, sobre todo sus novelas, comenzaron a verse en las mesas de novedades de las librerías. Ahora es el turno de su tercera y más celebrada novela: Una liturgia común (Random House).
Elementos y materiales
Publicada por primera vez en 1977, la historia tiene elementos (una prosa inconfundible, por ejemplo) y materiales (lo femenino en un contexto histórico turbio, la política internacional, el fresco social como una forma de arte elevada, por ejemplo) que se pueden relacionar con esa mirada que atraviesa las paredes que Didion ya pone en práctica en su concepción del periodismo (leer Los que sueñan el sueño dorado para comprobarlo).
Tenemos, entonces, a dos mujeres, Grace Strasser-Mendana (la narradora que oficia de testigo) y Charlotte Douglas (la protagonista verdadera), que se encuentran de casualidad en un territorio ficticio, Boca grande (un país inventado pero que parecería representar a cualquier país latinoamericano de comienzos de los 70: hiperviolento, inestable, irreal, etc.), y transitan su existencia como pueden en una zona geográfica que parece ir hacia su autodestrucción (el fantasma del escándalo Watergate está dando vueltas acá).
Y este derrumbe social funciona en espejo para estas dos mujeres que cargan con sus propias pérdidas con las que tienen que lidiar son posibilidad de escape (la salud –el cáncer- es una de esas derrotas). Sobre todo, Charlotte que no sabe dónde está su hija, Marin Bogart, hace tiempo. Dice en un momento algo perturbador (pág. 242): “No necesito ver a Marin porque tengo a Marin en la cabeza. No necesito ver a Marin porque ella me tiene en la suya.”
Y a pesar de que la novela tiene tantas implicancias a nivel de intensidad social (revoluciones futuras y guerrilleros a la orden del día), por un lado, y emocional, por el otro, parece ser una trama que se desarrolla en dos espacios muy claros: uno es el de la escritura y el registro (Grace cuenta la vida de Charlotte: “como de costumbre, prefiero un punto de vista mecánico”) y el otro es de las vinculaciones entre hija y madre y las distancias insalvables que siempre aparecen: “Todos recordamos lo que queremos recordar”.
Hay que aclarar que la novela nunca se expone a reflejar ninguna clase sentimentalismos. Esto responde al estilo de escritura de Didión, de oraciones puramente funcionales y espíritu pragmático, que va fluctuando entre una periodista ad honorem y una diarista que sabe muy bien lo que quiere mostrar y, sobre todo, cómo lograrlo.
El miedo a los hijos que crecen
Con el tiempo, Didion (que mientras escribía esta novela se estaba entrenando como madre) comprendió que estaba plasmando una historia que ponía de manifiesto un temor reluciente: el alejamiento de los hijos cuando crecen y, como se dice, hacen su propia vida.
Escribir Una liturgia común, entendió Didion, funcionaba de preparación para ese momento. Lo que nos hace pensar de la relación que tiene esta novela con la memoir Noches azules donde la autora relata la relación con su propia hija y la muerte de ella.
Joan Didion, que vivió las glorias de los más variados y prestigiosos reconocimientos en la última etapa de su vida, pero en una gran soledad (sin sus dos amores: el marido y la hija), es una escritora con una ética de trabajo muy inquietante.
En el documental El centro cede de Griffin Dunne le preguntan qué sintió cuando, en 1967, investigando para una nota sobre el movimiento hippie (una masterpiece que luego se tituló, justamente, “La generación hippie”, y era sobre el lado oscuro de una contracultura que desembocó, pocos años después, en la masacre perpetrada por el Clan Manson en la mansión Tate-Polanski, una época que Didion retrataría en el libro The White Album), entró a una casa y se encontró a una niña adicta al ácido tirada en el living.
Respondió lo siguiente: “Déjame decirte que era una oportunidad. Digo, es el resumen de todo el asunto, uno vive para momentos como esos si es que está escribiendo un artículo”.
Es que ella siempre se guio por un único credo: “Ve lo suficiente y escríbelo”. Y Joan Didion (que cuando se estancaba con una historia la ponía en el freezer un tiempo -en un sentido literal, no metafórico: lo metía adentro del electrodoméstico- y luego volvía al texto) lo cumplió: vio (y sintió y pensó) lo suficiente y lo escribió (como nadie). Amén.
Una liturgia común, de Joan Didion (Random House).