Silvia Rey está divorciada, tiene 40 años y vive frente al cementerio de la Chacarita. Todas las mañanas desayuna con su padre, viudo, en el mismo bar. Es secretaria de una fiscalía y se define como un perro de presa: “Tengo mordida de pitbull, agarro y no suelto”. La notable protagonista de La niña de oro, novela reciente de Pablo Maurette, actualiza el personaje de las mujeres investigadoras, una figura poco frecuente en la historia de la novela policial argentina pero mucho más atractiva que otras creaciones supuestamente representativas.

Ambientada en 1999 en Buenos Aires, el punto de partida de La niña de oro es el asesinato de un profesor de biología de vida solitaria e interesado en el albinismo. Silvia Rey lleva adelante la investigación, descubre otras historias desapercibidas en la escena del crimen y confronta con la burocracia de la Justicia y la policía. La protagonista es uno de los grandes aciertos de la novela de Maurette y se proyecta en un horizonte más ambicioso: el de una ficción policial capaz de transcurrir en la Argentina y resultar verosímil para lectores que tienen una desconfianza crónica hacia el desempeño de policías y jueces.

En un diálogo con un librero fanático del policial, Silvia Rey explica precisamente que el sistema local no funciona como cuentan las novelas anglosajonas: las fiscalías imponen el ritmo de la investigación y con frecuencia los secretarios (y secretarias) son los que resuelven los casos. Pablo Maurette construye a la protagonista en contrapunto con otro gran personaje, el subinspector Carrucci, un policía atípico aunque finalmente subordinado a la jerarquía y a las complicidades internas de la institución.

La relación entre los personajes de La niña de oro tematiza la competencia entre la policía y la justicia con un nivel de realismo inusual en la novela argentina. Para Carrucci, hay que buscar el móvil y guiarse por la evidencia; para Rey, “cuando entendés el sentido del crimen, encontrás al culpable” y la forma de acceder a esa comprensión profunda consiste en elaborar una teoría del caso. El trasfondo de la discusión es el fenómeno de la muerte violenta y otra vez la diferencia con la mala ficción: el villano frío y calculador, el genio del mal, existe en las películas pero “en el mundo real, la cosa es muy distinta”.

Pablo Maurette. Foto: Ariel Grinberg.Pablo Maurette. Foto: Ariel Grinberg.

“En una escena del crimen, las cosas más misteriosas suelen ser una guía más que un obstáculo”, dice Silvia Rey en una reflexión que condensa su saber del oficio. Otras investigadoras la preceden en la ficción argentina.

Trabajo de calle

La tradición del policial argentino tiene grandes personajes entre las mujeres, como Emma Zunz en el cuento de Jorge Luis Borges, o Angélica Inés Echevarne, la mujer que cifra la verdad de un asesinato en un discurso delirante, en “La loca y el relato del crimen”, el cuento de Ricardo Piglia. Pero las investigadoras son una incorporación reciente.

No es la policía ni la justicia el origen de estas investigadoras sino, con más frecuencia, el periodismo y la misma literatura. En Betibú (2011), Claudia Piñeiro arma una intriga en torno a un crimen en un barrio cerrado y a un equipo de investigación sui generis en el que cobra protagonismo una mujer, Nurit Iscar. Se trata de una escritora que renegó de una exitosa carrera, donde la llamaron “la dama negra de la literatura”, y se convirtió en ghost writer. Contratada por un diario “para darle un toque de non fiction y de buena escritura” a una historia de actualidad, se asocia con dos periodistas, el veterano Jaime Brena y “el pibe de policiales”, un recién iniciado.

La relación entre Brena y el novato resalta al reportero como investigador (“los periodistas de Policiales somos detectives neuróticos obsesivos”) y dramatiza los cambios en el periodismo y las tensiones entre la vieja escuela que trajinaba la calle y los cronistas que recorren el mundo virtual. Las cuestiones de género afinan los interrogantes de Nurit Iscar: “Cuando una mujer muere de forma dudosa, ¿siempre es sospechado el marido? Cuando una mujer mata a su marido, ¿pasa lo mismo o es más probable que termine en la cárcel? ¿Cuál de las dos muertes –asesinatos- estuvo o está más justificada socialmente?”

Verónica Rosenthal es la periodista investigadora de una saga de Sergio Olguín que lleva cuatro títulos, desde La fragilidad de los cuerpos (2013) a La mejor enemiga (2021). La creación del personaje implicó una crítica al policial negro por machista y estereotipado en su representación de las mujeres y a la vez, con su indagación del poder y la violencia, expone una reivindicación del periodismo en la redacción clásica y del trabajo en la calle antes que en los navegadores de la web. El oficio es también una reserva de la ética que cultiva la protagonista en medio de intereses que distorsionan la búsqueda de la verdad.

Eva de Dominici encarga a Verónica Rosenthal en el cine. / Ariel Grinberg. Eva de Dominici encarga a Verónica Rosenthal en el cine. / Ariel Grinberg.

María Inés Krimer también cuestionó al policial como un género misógino y machista, no solo por las mujeres malvadas que Raymond Chandler ponía en el camino de Philip Marlowe o por la pérfida entrometida a la que Sam Spade manda a preparar café a la cocina, en El halcón maltés, de Dashiell Hammett: también las víctimas de los relatos de Edgar Allan Poe parecen cortadas en el mismo molde. Con la premisa de “hacer que un detective sea creíble”, la periodista Marcia Meyer protagoniza un ciclo de tres novelas de Krimer a partir de Noxa (2017).

Pero la primera creación de Krimer fue Ruth Epelbaum, exarchivista convertida en detective, residente en Villa Crespo y protagonista de otra trilogía en la que las intrigas criminales se asocian con indagaciones en torno a la imagen y al cuerpo femenino y a la memoria cultural judía: Sangre kosher (2010) exhuma a la Zwi Migdal, la mítica organización de tratantes de mujeres; Siliconas express (2013), aborda las cirugías plásticas y los imaginarios contemporáneos sobre la belleza; Sangre fashion (2015) pone el foco en el mundo de la moda y la explotación laboral en los talleres textiles clandestinos. Epelbaum se convierte en investigadora a pesar de que, según le dicen, “no es trabajo para una mujer” y “los detectives tienen mala prensa”, como subalternos de la policía o espías dedicados al seguimiento de esposas infieles.

La escritora argentina María Inés Krimer durante su asistencia a la Semana negra de Gijón. EFE/Juan González. La escritora argentina María Inés Krimer durante su asistencia a la Semana negra de Gijón. EFE/Juan González.

En Cobayos criollos (2015), de Flaminia Ocampo, el tema superficial es la muerte de una norteamericana relacionada con un laboratorio farmacéutico; el tema profundo, la elaboración de un medicamento para incentivar el placer sexual de las mujeres y la sórdida competencia en la industria. El misterio de la novela concierne paradójicamente a la investigadora: una mujer de la que nunca se revela el nombre y que llega a Buenos Aires desde Nueva York, haciéndose pasar por la periodista Elena Asaire. “Mi profesión me obliga al secreto y de tanto obligarme al secreto, a ser otra persona, no actúo ni converso con naturalidad”, dice la protagonista, para justificar su escasa sociabilidad. En un alarde de destreza, Ocampo construye una trama en la que no se derrama más que una gota de sangre y donde la violencia está cifrada en las relaciones humanas y comerciales.

Diversidad sexual

Malhablada y de pocas pulgas, Silvana Aguirre es la singular contribución de Melina Torres a las investigadoras de la ficción nacional. El personaje trabaja en la Dirección de Análisis Criminal de Santa Fe y con la asistencia del policía Ulises Herrera enfrenta a la criminalidad rosarina a través de los cuentos de Ninfas de otro mundo (2016) y las novelas Pobres corazones (2021) y Zona liberada (2023). Si por un lado introduce la diversidad sexual, ya que es lesbiana, por otro el personaje rinde tributo a la línea gourmet y de culto de la gastronomía que consagraron personajes como Pepe Carvalho, de Manuel Vázquez Montalbán; aunque Torres rebaja la referencia a un circuito de bodegones que conforman una especie de lado B de la gastronomía.

La relectura del género está presente en las novelas de las investigadoras, y en La niña de oro contiene múltiples guiños para el lector. Silvia Rey está leyendo una novela de P. D. James en el comienzo de la historia; aprecia en la biblioteca de la víctima del crimen unos cuantos volúmenes de El Séptimo Círculo, la colección de policiales que dirigieron Borges y Adolfo Bioy Casares y se roba un ejemplar de La bestia debe morir, de Nicholas Blake; y recibe de su padre como regalo de cumpleaños El cartero llama dos veces, de James Cain, una de las novelas que precisamente estableció el estereotipo de la mujer que lleva al hombre a la perdición.

Pablo Maurette ironiza sobre la propia novela cuando le hace decir a un librero que la historia “parece la trama de uno de esos policiales eruditos que escriben como divertissement algunos académicos con ambiciones literarias”.

Pero La niña de oro es una ficción que al asociar referencias eruditas con formas de la cultura popular y tramar reflexiones sobre la violencia y la miseria con crudos diálogos entre policías, encuentra en la secretaria de la fiscalía una heroína posible en un mundo donde hasta ahora son más comunes los héroes inverosímiles.