Woody Allen quiere hablar de cine. De su hogar. De su fortaleza. De su refugio. Está en su casa en Nueva York, sentado, y su voz, sí, sigue siendo la de Allen, la misma que redefinió la comedia urbana en el cine, la que lo convirtió en un mito de la paranoia. Ahora estrena en Argentina Golpe de suerte en París, a sus 88 años, un drama, de esos que él sabe construir, donde pasión, crimen, clase social y perspectiva se entrecruzan y generan una forma de narrar que hoy, cincuenta películas después, es realmente poco común. Allen vuelve a París, al cine, en un film hablado solo en francés. No es su primer paso por la ciudad, ¿qué ha cambiado entonces desde aquel primer acercamiento a la ciudad que ahora le da la bienvenida? Allen responde: “Los norteamericanos estamos hechizados por París. Al menos yo lo estoy. Ni siquiera se trata de la ciudad en sí, ya que millones que nunca la han visto están bajo ese encanto. Tiene que ver con algo que siempre he amado del cine: la París que Hollywood nos ha regalado. Pensás que París es el lugar más hermoso posible y, sin dudas, el lugar más mágico posible. Y es, sin dudas, un lugar maravilloso. Pero la conocemos de Hollywood antes de pisarla, al menos la mayoría de nosotros”.

Allen conoce bien las construcciones del mundo de Hollywood. Y lo deja en claro: “Entiendo ese proceso: millones de veces me han dicho que aman Nueva York, y que la aman por cómo la he filmado. Y yo filmé a Nueva York de una manera lejana al realismo, a mi experiencia de vida; la filmé de la manera en que el cine de Hollywood me enseñó a ver Nueva York, a recorrerla. Es una ciudad del cine, al mismo tiempo que es un lugar real. Mi concepto de Nueva York nace del cine. Por ejemplo, nunca estuve en Argentina, pero en Estados Unidos, cuando pensamos en Argentina, pensamos en la Argentina que nos ha mostrado Hollywood. Es decir, pensamos en Down Argentine Way, en musicales de los años 40, y aparece el imaginario del gaucho, de la Patagonia. Tenemos una visión de Argentina, de París. Y esas visiones nacen del amor, de creer en el cine, en sus imágenes, en lo que nos cuenta”.

—¿Recordás la primera vez que viste París en una película?

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El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.

—Probablemente durante la Segunda Guerra Mundial, en alguna película como The Last Time I Saw Paris, seguramente ahí. Pero a medida que fui enamorándome del cine, de ir al cine, de tener un cine cada par de cuadras y poder ver de todo, pienso que quizás películas como Gigi, por ejemplo, u otros clásicos, me hicieron creer, sin torpeza, que la gente vivía así, que se vestía así, que había un mundo de elegancia posible, que hacían lo que tenían que hacer de la forma en que lo hacían en las películas. Desconozco si era así, pero amaba la idea de que podía ser así. Cuando hice Medianoche en París hice un trabajo intencionalmente buscando contar a artistas que eran norteamericanos y que se sentían en ese momento en casa en París, Hemingway, F. Scott Fitzgerald. Dudo que para ellos fuera glamoroso ese momento, pero todos nosotros sin dudas pensamos en ellos juntos y es algo cargado de glamour, de toreros, de clásicos que se van escribiendo. Siempre tengo un pie en la irrealidad. Desde allí me es más fácil vivir, contar, recibir lo que me cuentan. He sobrevivido gracias a eso. Si mis dos pies estuvieran siempre en la realidad, no habría durado tanto. La realidad me habría aplastado, la del mundo, la de diferentes momentos de mi vida.

—¿Qué representa el cine para vos?

—El cine ha sido una hermosa realidad alternativa. Cuando crecí, había una Guerra Mundial sucediendo. Terrible. Y nunca ha dejado de ser terrible: algo lleno de miseria, de terror, de tortura, de muerte. Pero saber de ella es terrible, pensar que sucede en otro lado, que sucede ahora mismo. Y en medio de muchas cosas terribles que tiene la vida, te metés en una sala, una sala oscura, con las luces apagadas. Y en la pantalla aparece otra realidad, un cuento, un cuento que por cómo funciona el cine, por un rato, si tenés suerte, se siente muy real para vos. Autos, departamentos, gente: otro mundo igual al nuestro. Después salís, y sí, ahí sigue el mundo real. Pero la pantalla te dio una realidad alternativa, e incluso hoy hay muchas salas de cine y muchas películas. Yo estaba todo el tiempo en el cine. Veías hombres y mujeres bellos y heroicos, todos eran graciosos y lúcidos. Podías perderte en un lugar donde todo era muy seductor. Y ahí aparece París, Nueva York, o Argentina en los años 40. Así aparecen muchas cosas en la vida, que las ves primero en el cine: el amor, la muerte y mucho más. Quizás no, claro, pero en muchos casos esa realidad alternativa te permite andar en la otra realidad de otra manera.

—¿Qué has descubierto del cine que solo pudiste entender al hacer películas durante todos estos años?

—Que el tipo de películas que yo hago tienen como ingrediente primario, principal, nada más que velocidad, tienen que ir rápido. 

Cuando estamos preparando una película, tiene que haber rapidez en pantalla. Si la vemos, y sentimos que no se siente rápida, entonces, siento que hay un problema. Si algo se siente raro, entonces el problema siempre está en la velocidad, en el ritmo, en la cadencia. De eso no tengo dudas, y es algo que no sabía. Eso inmediatamente te indica si tenés que hacer que la película sea más corta, si hay que cambiar el montaje de una escena. Automáticamente. Si alguien me dice “no puedo mostrarte mi película, porque estoy teniendo problemas con ella”, lo primero que le diría, incluso sin verla, es “hacela más corta”. Es un buen consejo. Es una buena forma de entender lo que una película debe hacer, más allá de las muchísimas diferencias que existen entre película y película.

—¿Qué amás en este momento sobre la idea de contar una historia?

—Lo que amo es esa sensación de sentir al público enganchado con una historia. La carga de que eso suceda está en vos: ellos quieren una historia, y una noche, y un recuerdo. Ir a cenar, ir al cine, salir por unas bebidas, hablar de la película. Las películas existen en el mundo, y cuando yo pienso ese mundo, pienso en una vida social, no en cine en plataformas. Pienso en la experiencia comunal, no solo de ver películas, sino de vivirlas, de que circulen por el mundo, en nosotros, en quienes las ven. Cuando voy al cine, no me gusta sentir que tengo que poner mucho de mí como espectador. Me gusta que me cuenten, que me entretengan. Como realizador, pienso que tengo que hacer: contar, enganchar, no generar una especie de autoindulgencia, de perderme en mi laberinto, y que eso me haga perder a quienes están viendo la película. 

—En tu vida de espectador, tan importante para vos, ¿qué cineasta sentís que has descubierto a esta edad?

—He visto a muchos directores en mi vida, tantos. Y lo cierto es que incluso descubriendo autores nuevos, autores del pasado que no había visto, y diferentes alteraciones de esas fórmulas, siempre sigo volviendo al mismo lugar. Siempre fui y sigo muy influenciado por Bergman, el famoso director sueco, que aman mucho en Argentina. Por supuesto, hago más que nada comedias, él hacía películas serias, tan serias. Yo y mis películas, sobre todo mis comedias, siempre tenían una parte de tragedia, y eso siempre tuvo que ver directamente con Bergman. Pero si pudiera vivir mi vida otra vez, me gustaría tener el talento y coraje para hacer películas muy serias. Me encantaría eso. Pero hice más películas de comedia, por alguna razón son las cartas con las que me ha tocado lidiar en esta vida.