En una tarde madrileña lluviosa, John Banville, el célebre escritor irlandés, recorría el Museo del Prado en busca de un Caravaggio. La pintura en cuestión –»Ecce Homo»– tenía una historia digna de una de las novelas de Banville. La obra representa a Jesús antes de su crucifixión y durante años se atribuyó al alumno casi desconocido de un pintor español poco conocido. Cuando apareció en una casa de subastas en 2021, el precio base rondaba los 1.800 dólares. Presintiendo que las cosas no eran lo que parecían, las autoridades españolas cancelaron la venta y la enviaron a expertos para determinar su procedencia.
Se trataba de un Caravaggio que valía millones.
Pero mientras caminaba, Banville se distraía de su búsqueda: en una gran sala había una hilera de cuadros de personajes reales de los Habsburgo, montados a caballo. En otro rincón había un lienzo de Diego Velázquez del dios griego Baco repartiendo vino a un grupo de amigos, mientras uno de ellos miraba al espectador. “Parece un irlandés en una fiesta”, dijo Banville. “‘¡Más bebida!’”
La presencia de Banville en el Prado forma parte de un experimento: desde el año pasado, el Prado lleva a novelistas a vivir en un departamento con vista al museo. Se alojan allí durante periodos que oscilan entre tres y seis semanas, pero no se espera que escriban. Todo lo que tienen que hacer es contemplar las obras de arte y, según esperan los curadores, inspirarse en lo que ven.
Hasta ahora, el novelista sudafricano J.M. Coetzee y la escritora de ficción polaca Olga Tokarczuk –ambos ganadores del Premio Nobel– han venido al Prado, junto con la escritora anglo-mexicana Chloe Aridjis y Banville, que llegó este otoño. El proyecto se llama “Escribir el Prado” y es financiado por la Fundación Loewe, la rama benéfica de la casa de moda española.
Pinturas y poemas comparten una larga historia – ut pictura poesis, decían los romanos, “como es la pintura, es la poesía”–. El poema de W.H. Auden “Musée des Beaux Arts” es un relato sobre las calamidades de la vida que pasan inadvertidas; describe un cuadro de Pieter Bruegel el Viejo en el que se ve al griego Ícaro caer del cielo mientras los demás siguen con sus quehaceres cotidianos. Anne Sexton escribió un poema sobre «La noche estrellada» de Van Gogh.
“No hay nada nuevo en la pintura y la poesía”, dijo Valerie Miles, editora de la edición española de la revista literaria Granta, que dirige el comité de selección de la residencia. “Pero pintura y narrativa, esa es otra historia”.
Y aquí es donde comienza la segunda parte del experimento: cuando cada escritor vuelve a su país, se le pide que cree una obra literaria utilizando el museo o sus cuadros como punto de partida.
“El nivel”, un nuevo relato de Aridjis que el Prado publicó en agosto, toma su nombre de la herramienta utilizada para asegurar que un cuadro colgado esté correctamente alineado en la pared, proceso que ella observó durante una de sus primeras visitas a las galerías el otoño pasado. La historia sigue a una curadora ficticia que sufre angustia e insomnio mientras monta en el Prado una exposición sobre san Jerónimo, el santo cristiano que tradujo la Biblia en Belén.
“Como escritora, siempre me he sentido identificada con él trabajando en su estudio”, dijo Aridjis sobre Jerónimo, a quien a menudo se lo representa entregado a la traducción.
Cuando se acercó a la pintura redescubierta de Caravaggio, Banville dijo que siempre le ha gustado una buena historia de fondo. En 1990, la Galería Nacional de Irlanda encontró un Caravaggio en casa de un jesuita, una obra que durante años se dio por perdida. “Es tan bueno que la gente se olvida de las demás pinturas”, dijo.
Finalmente, Banville entró en la sala 7 y contempló el «Ecce Homo». Un Jesús condenado y ensangrentado se miraba los pies, desamparado, mientras un hombre en la sombra le ofrecía un paño rojo. Había una expresión de desolación y de inmenso dolor físico. Banville se tocó el hombro que, según dijo, le dolía tras años de escribir a mano.
¿Sería el Caravaggio su siguiente tema? Tal vez no.
“Diría que el de Irlanda es mucho mejor”, apuntó.
En “El vigilador del museo”, la historia que Coetzee produjo tras su estadía, un madrileño de mediana edad llamado Pepe decide aceptar un trabajo de seguridad en el Prado para poder llevar una vida cómoda, rodeado de las obras maestras de Francisco Goya. “Ha encontrado su lugar en el mundo”, dice el narrador. Pronto, sin embargo, Pepe comienza a tener una serie de inquietantes encuentros con una misteriosa mujer que empieza a visitar el museo.
Durante una visita, la desconocida le cuenta a Pepe la historia de cómo su marido se ahogó mientras ambos estaban de vacaciones en España años atrás. En otro encuentro, la viuda y el vigilador del museo se encuentran en una galería ante Perro semihundido de Goya, el retrato de un animal que se hunde en lo que parecen ser arenas movedizas y del que sólo asoma la cabeza.
Tiempo después, Pepe descubre la identidad de la desconocida al ver su foto en la contraportada de un libro usado: no es otra que Elizabeth Costello, alter ego literario de Coetzee y personaje de al menos otros cuatro libros, que ahora hace su última aparición en “El vigilador del museo”. (Por si esto no fuera suficientemente autorreferencial, Costello compone su propio relato ficticio sobre el Prado en el que interviene Pepe, permitiendo así al alter ego de Coetzee escribir sobre el museo como parte del encargo que recibe el verdadero Coetzee de hacer lo mismo.)
Volviendo a las galerías, este otoño Banville estaba recorriendo una exposición que se inauguraría la semana siguiente, “El taller de Rubens”, que se podrá visitar hasta febrero y combina una docena de cuadros del Viejo Maestro flamenco con una reconstrucción parcial de su estudio en Amberes, Bélgica. Las pinturas colgaban de la pared, pero algunas partes de la reconstrucción aún no estaban terminadas y se oía el ruido de un taladro eléctrico cuando el escritor entró a la sala.
Alejandro Vergara, curador de la exposición, invitó a Banville a mirar dos retratos de la reina Ana de Austria, casi idénticos, salvo por el hecho de que las pinceladas de uno parecían mucho más toscas e inacabadas que las del otro.
“Uno de ellos es una copia de taller”, dijo Vergara a Banville. “¿Cuál cree que es el original?”
Era una pregunta capciosa, por supuesto: el “original”, creado por la mano de Rubens, es el más tosco de los dos, mientras que la otra pintura es la copia. Banville se inclinó para ver más de cerca el original mientras Vergara iluminaba con una potente linterna un trozo de encaje donde se podían ver pruebas de cómo Rubens trabajaba las pinceladas. Luego volvió a mirar el duplicado.
“Es una copia muy buena, ¿verdad?”, dijo el escritor.
Tokarczuk, la premio Nobel polaca, trabaja en su obra de ficción desde su casa de las afueras de Wrocław desde que dejó el Prado a fines de esta primavera. La historia aún no se ha publicado, pero al responder preguntas escritas, Tokarczuk describió un relato que adopta la forma de una entrevista ficticia que parece ir mucho más allá del museo.
“Me enfrento a dos guerras: Ucrania e Israel. No puedo entender cómo un hombre que quiere volar a Marte al mismo tiempo puede llevar adelante conflictos tan devastadores en los que muere gente inocente”, agregó, refiriéndose al ruso Vladimir Putin, que ha anunciado planes de misiones espaciales mientras libra una guerra en Ucrania.
El relato también aborda el cambio climático, dijo.
Miguel Falomir, director del Prado, explicó que parte de la razón de pedir a los novelistas que escriban sobre el museo es que inevitablemente verán las cosas de forma diferente a como las ve un historiador del arte profesional. “En mi caso, no puedo contemplar una pintura como Las Meninas de Velázquez sin verla con los ojos de los académicos que escribieron antes sobre ella”, dijo.
Un sábado reciente, Falomir invitó a Banville a comer a su casa de verano en un pueblo de piedra de las afueras de Madrid. No tardó en interrogar al escritor sobre las impresiones que tenía del Prado. Esa semana se había abierto al público la exposición “El taller de Rubens”. ¿Qué le había parecido?
Banville la elogió, pero dijo que lo que más lo había conmovido de la visita había sido Vergara, el curador: tenía el brazo en cabestrillo luego de haber sido operado por un accidente de moto y el curador le dijo que no había podido dormir esa semana. “Una de las cosas que me llamó la atención fue que le dolía”, dijo Banville. “Eso lo hacía estar presente”.
Falomir asintió mientras comía una ensalada de tomate. Banville pensó un momento y luego volvió a los dos retratos de la reina Ana de Rubens que Vergara le había mostrado con la linterna y de los cuales el más tosco era el original.
Había algo brillante en ello, dijo. “Lo bueno del arte es que tiene imperfecciones. Eso es lo que lo hace real”.
© The New York Times / Traducción: Elisa Carnelli