Por estos días fue noticia:Sunme Yoon, una traductora de origen coreano –no nacida, pero sí criada y formada en la Argentina, egresada de la UBA– fue la artífice de la primera traducción al español, y a una lengua occidental, de la flamante Premio Nobel de Literatura, Hang Kang. El “hallazgo” de Sunme Yoon hizo visible una práctica más habitual de lo que quizá se conozca: que algunas veces son los y las traductores quienes, al leer antes que nadie a determinados autores en sus lenguas originales, imaginan y realizan este puente entre culturas, lenguas y editoriales.

Cómo pronunciar cuchillo, de Souvankham Thammavongsa (Eterna Cadencia). Foto: gentileza editorial.Cómo pronunciar cuchillo, de Souvankham Thammavongsa (Eterna Cadencia). Foto: gentileza editorial.

Un eslabón invisible con resultados reveladores. Este fue el caso de otro libro que llegó a las librerías: Cómo pronunciar cuchillo, de la joven escritora laosiana-canadiense Souvankham Thammavongsa. Su primer libro de cuentos se suma ahora al catálogo de Eterna Cadencia gracias a la iniciativa de su traductora: Paula Galindez, quien conoció a la autora en 2021, durante una residencia para escritores en Canadá.

“Iba a ser mi tutora, así que leí su libro. Cuando me encontré con ella, le propuse de inmediato traducirla”, comentó Galindez en una reunión de presentación del libro para la prensa, mientras que la editora Virginia Ruano explicó por qué les interesó y aceptaron de inmediato la propuesta: una autora joven que dialoga con otros libros del catálogo, como la trilogía de cuentos de Alejandra Kamiya o el ensayo Hacia un feminismo decolonial, de la filósofa, investigadora y activista argentina María Lugones. Y no se equivocaron con esta colección de relatos breves, conmovedores, tan ocurrentes como humanos.

¿Asimilarse u olvidar?

Nacida en 1978 en un campo de refugiados en Nong Khai, Thailandia, la familia de Souvankham Thammavongsa se instaló en Toronto. Pese a transcurrir en esa tierra que la recibió, en lo que se entrevé un gesto deliberado, Canadá no aparece más que en referencias difusas, como un fuera de campo.

Por el contrario, las referencias a lo laosiano son continuas: los grupos de inmigrantes que se reúnen, la memoria y los cuerpos de los mayores, los nombres (que a veces se ocultan), o las comidas tradicionales: un ritual que –como contracara del fast food– trae alegría y conecta a los personajes con los orígenes. También, Laos sobrevuela en el halo melancólico que cubre como un velo todo el libro.

En el cuento que da nombre e inicio a la colección, la niña protagonista enfrenta el desafío de pronunciar correctamente el para ella desconocido sonido “ch” de la palabra cuchillo (este término clave fue elegido por la traductora para suplantar el “kn” de knife en el original inglés). Detrás de una simple tarea escolar, se juega en realidad la adaptación a una cultura y un idioma que la niña desconoce, y solo su padre lee con dificultad.

Es algo que se vive como vergonzante y condensa el drama con el que lidian los personajes de estos cuentos: el dilema entre asimilarse u olvidar los orígenes, que es también un conflicto intergeneracional. Los relatos vuelven una y otra vez al tema del desarraigo y se narran en detalle las condiciones hostiles y discriminatorias que, en tanto migrantes y ex refugiados, los personajes tuvieron que enfrentar a su llegada a este “nuevo mundo”.

Asuntos de familia

En los cuentos de Thammavongsa, las narrardoras regresan muchas veces a la infancia para revisar y entender cómo se dieron las cosas. En esos flashbacks, vemos a los niños solos –incluso armados con un hacha– en sus casas mientras esperan el regreso de sus padres, ocupados en largas jornadas laborales en granjas, fábricas y trabajos que rozan la explotación.

Algunas veces los roles se invierten y son los propios hijos quienes tienen que cuidar o calmar a los adultos: la ternura de estas escenas son dolorosas, pero la autora suele ser piadosa con los desvaríos de los personajes. Así, en “El margen del mundo”, la madre de la narradora le “traía un libro a la cama e insistía que se lo leyera”.

O el cuento “Randy Travis”, donde una madre melancolizada se fanatiza como una adolescente con el cantante de música country que escucha todo el día en la radio y en el tocadiscos que acceden a comprar, perdiendo de a poco su conexión con la realidad. Mientras su hija lidia con la progresiva transformación de su madre, su marido se resigna a “seguirle la corriente”, y hasta accede a vestirse como el cantante, acompañando un devenir sobre el que nadie parece tener control, como si las cartas estuvieran echadas.

También se da una especial conexión entre los hermanos: como los dos pequeños que en el cuento “Dulcetuco” juntan golosinas en los barrios acomodados durante Halloween –adonde los lleva su padre, por todo entretenimiento–, sin entender que esa palabra que ellos repiten de memoria es la que invita a la gratificación de los extraños.

O la maravillosa dupla de “Manos y Pies”: Raymond, un boxeador frustrado que es convencido por su vehemente hermana para que trabaje en su salón de belleza. Con su mezcla de brutalidad y candidez, poco a poco va conquistando a toda la clientela. “Sé que no tengo la más mínima chance, pero es algo que me hace seguir adelante. Me sirve para servir pasando las horas, los días”, confesará Raymond cuando, pese a la advertencia de su hermana, se ilusione con una clienta fuera de su alcance (de su clase).

Una forma (contracultural) de transformación

Una de las repeticiones que llaman la atención en estos cuentos es que, a contrapelo de los mandatos de la cultura occidental, los personajes de Thammavongsa hacen un elogio de la soledad y la fealdad. “En ese momento, Red se sintió agradecida de ser lo que era para los otros: fea”. Red es la protagonista del relato “París”: empleada en una granja de cerdos, prefiere la soledad a los destratos que permiten otras mujeres, para ser “las elegidas” de los hombres y así lograr ascensos o conquistas amorosas.

En otros cuentos, los personajes logran concretar algún sueño personal, aunque el costo de tal “éxito” sea, en general, la soledad. La contadora de “La estación de servicio” elige entrar y salir de una relación sin mayores expectativas: “Por un tiempo, él fue suave y dulce y amoroso”, pero prefiere huir antes de dejar ser amada.

O la estupenda abuela del cuento “Huracán” que se anima a tener una aventura amorosa con su vecino, cuarenta años menor, relación de la que sale más que airosa, desafiando miedos, tabúes y el desprecio de su propia nieta. En ese relato, Daniel, un personaje que morirá prematuramente, le advierte: “¿Alguna vez ha visto un huracán? […] Destruyen todo. Se los ven venir de lejos. La mayoría de las personas intentan irse al carajo. Algunas personas los ven venir y no pueden evitar quedarse mirando”.

En definitiva, en casi todos los relatos está la pregunta por la identidad, después del traumático desarraigo, que toma la forma de sueños, fugas y duelos indefinidos. Quizá por ello, en varias ocasiones aparecen rompecabezas y mapas –algunas veces combinados en cartografías troqueladas–. Los primeros, como partes o fragmentos de un universo o unidad perdido, que se busca reponer; los segundos, como representaciones materiales de un trayecto que se necesita visualizar.

En un conmovedora escena que muestra el choque cultural de la generación migrante a la siguiente, tras lograr completar un rompecabezas de un planisferio, la hija le explica a la madre lo que ha aprendido en la escuela: que “la tierra es redonda como una pelota”, y no “te caes” ni “desapareces” en los costados. “Mentira […] Es plana, dijo mi madre, tocando el mapa. Así. –Y entonces barrió el rompecabezas con la palma de la mano y lo tiró al piso. […] Que no haya ido a la escuela no quiere decir que no sepa nada”.

En una atmósfera a la vez doliente y luminosa, en los cuentos de Souvankham Thammavongsa la literatura propicia una forma de transformación. La autora muestra compasión por sus personajes, hace lugar al humor y la ironía, sin intentar soluciones mágicas a dilemas que solo tendrán alguna respuesta verosímil en el puzzle de estas emotivas ficciones.

Cómo pronunciar cuchillo, de Souvankham Thammavongsa (Eterna Cadencia).