
Vicenza, norte de Italia,1946. Es de noche. Una niñita se trepa a la cama de los padres y se acomoda entre ellos. El papá se muere. Sh…sh…sh, dormi. No ze sucesso gnente. No pasó nada.
Ciudad de Buenos Aires, 2025. Aquella nena se convirtió en Canela, autora de más de 40 libros y creadora del Departamento de Literatura Infantil de la editorial Sudamericana, además de figura de la radio y la televisión y pionera de los programas culturales.
Canela acaba de publicar La niña que no vio los besos (Edhasa), memorias de la infancia, la guerra, la inmigración –llegó al país a los 9 años-, en las que revela que de chiquita sufrió un abuso.
“No escribí el libro por el abuso –dirá a Clarín Cultura-. Te diría que apareció promediando la escritura. En realidad, todo empezó porque yo quería era saber cómo era mi papá”.
De Gigliola a Canela
No hace falta presentarla pero sí recordar algunas cosas. Canela se llama Gigliola Zecchin. Nació en Vicenza en 1942, plena Segunda Guerra Mundial. La familia tenía una osteria.
Fue la menor de 11 hermanos. Algunos emigraron a Argentina en 1948. Otros se quedaron para siempre allá. Y en 1952 ella, la mamá y otro “manojo” de hermanos llegaron a Mar del Plata. Luego vivió en Córdoba y hace más de 5 décadas reside en la Ciudad de Buenos Aires.
Canela. La niña que no vio los besos. Valor: 28.900 pesos.“Lola”, como le dicen en la casa, empezó a trabajar en la cultura armando la biblioteca de la fábrica Kaiser de Córdoba, donde era administrativa. Después, llegaron el canal de televisión de la empresa y el de la Universidad, donde estudió Letras.
Se enamoró de Héctor Duhalde, vinieron a vivir a la Ciudad de Buenos Aires y se recibió de locutora en el ISER. Tuvieron cuatro hijos (Constanza, Aldana, Oliverio y Juan Manuel) y 10 nietos. Héctor murió en 2005.
A fines de la década de 1980, cuando ya era Canela en la radio y la tele, creó el Departamento de Literatura Infantil de la editorial Sudamericana, donde publicó más de una decena de colecciones, unos 250 libros.
Escribió novelas y poesía para adultos. La primera fue En brazos del enemigo (2013) y le siguieron Arte Povera (2008) y Paese (2008), que según el gran editor Luis Chitarroni «inventa un paisaje de palabras que nos obligan a perdernos».Entre otras obras, en 2021, sacó Poesía reunida 2020-2000.
Pero la mayoría de los libros de Canela son para chicos. Marisa que borra (que se acaba de reeditar Penguin Aula) y La silla de imaginar fueron incluidas en el catálogo del White Ravens de la International Youth Library, de Munich. La Hoguera, para adolescentes, recibió el Premio de la Asociación de Literatura Infantil y Juvenil (ALIJA) en 2022. Y, entre otras distinciones, la nombraron Cavaliere de la República Italiana y le dieron la Medalla de Oro de Vicenza.
Entre 1995 y 2019, Canela trabajó en TN, donde condujo hitos: el noticiero cultural Colectivo imaginario y El periodismo que viene, con estudiantes como protagonistas.
Canela. Foto:Pedro Lázaro FernándezCanela ya contó que se fue de la televisión en 2019 por decisión propia y que no extraña. Obtuvo también premios por esa labor, Martín Fierro y Konex, entre otros. “Ciclo cerrado”.
Quiso dedicarse a pleno a escribir y al arte. Además de La niña que no vio los besos, este año publicó La batalla de las voces, con ilustraciones de Virginia Lingiardi, por La Brujita de Papel. Acaba de ganar el premio al Libro del Año latinoamericano, Campaña por la Paz, de La Hormiguita Viajera, que entrega la Biblioteca Popular Madre Teresa desde 2009. ¿De qué trata? Papá y mamá pelean. Beltrán y Lucía oyen. Tato, su perro, también. En resumen: “Una historia -otra historia- para hablar de lo que cuesta decir”.
Canela. La batalla de las voces. Valor: 13.100 pesos.Además, Canela sacó La botella que aprendió a leer, ilustrado por Vitu Caruso por la editorial Loqueleo, para maravillar y, después, hablar de ecología. “No al revés”.
Canela no para. A mitad de año, expuso en el Museo Quinquela Martín, de La Boca, textos y bordados sobre figuras de las Cuevas de Altamira que creó durante una residencia para artistas en Cantabria. Acaba de llegar de Chile. Tuvo que decir que no a un viaje a Italia para recibir un nuevo premio. Tiene dolor de ciática. Suspira y sincera: “No sé si es un mérito todo lo que hago: soy insomne”.
Canela. La botella que aprendió a leer. Valor: 18.500 pesos.Rastros de un hombre hermoso
-¿Cuántos años tenías cuándo murió tu papá?
-Ya había terminado la Segunda Guerra. Yo tendría cuatro años y medio.
–Uno no se acuerda mucho de esa edad.
-No. Pero me acuerdo del día de la muerte de mi papá, lo que cuento en el libro. Aunque no sé si es algo construido o si de verdad pasó. En todo caso, en el origen de este libro está que yo quería saber cosas de él. Les fui preguntando a mis hermanos cómo era papá, cuando aún no sabía que iba a escribir ni lo imaginaba. Ellos empezaban hablando de papá, decían cuatro o cinco cosas que yo atesoraba y después hablaban de ellos… porque, en realidad, nunca habían contado sus sufrimientos, sus alegrías, sus opciones, ¿no?
Canela. Foto: Pedro Lázaro Fernández.-¿Te costó encontrar la voz de Gigliola, la nena?
-No. Pero te voy a decir que no es que fluya el italiano con el castellano. Me senté un día y escribí un cuento, La casa ajena, que si vos lo observas, desde el punto de vista del estilo, de la estructura, es muy distinto a los demás que hice. Es en el que más digo: “No sé, no me acuerdo”. Entonces vino mi hija Aldana de visita. “¿Qué hiciste, mamá?” “Mira, escribí un relato sobre… ¿Te acordás la casa donde fuimos a vivir un tiempo con mi familia antes de que nos dieran la nuestra después de la guerra? Lo leyó. “Mamá, esto no es un cuento: es tu historia”. Y me largué.
-¿Ahí arrancaste el libro?
-En realidad, alrededor de ese cuento fui contando más historias. Un día me desperté y entreví la cara de mi abuelo de una foto que recuperé y que no había visto nunca. Fue cuando murió mi hermana mayor y me tocaron algunas imágenes en el reparto. A partir de ahí, surge el relato del abuelo que tenía un solo ojo y que ligué a mi hermano, optometrista y que de verdad compró una “caja de ojos”. Una vez que me embalé, la niña siguió hablándome.
-¿Qué fue lo más difícil de La niña…?
-Lo más conmovedor, diría, fue reconstruir mi nacimiento, el principio en el cual estuve y no estuve. Pero mi mamá me lo contó varias veces… Cuando ella tiene las contracciones junto a la mesa, preparando la comida. Y cuando lo escribí también yo había tenido contracciones. Conocía ese dolor. La prostituta que busca ayuda para el parto, todo es cierto, era la de al lado. Y mi mamá me había querido poner el nombre de esa mujer porque nos salvó pero, imagináte, madre de cura, te lo contaba con cierta reserva.
-¿Cuándo te lo contaba tu mamá?
-Debo decir que cuando fue muy mayor tuvo Alzheimer y pasó internada muchos años. Ahí me contaba muchas cosas. Por ejemplo, un día recordaba a sus muertos. Mi papá, su hermanito…
-Así que estas memorias están atravesadas también por la enfermedad de tu mamá.
-Sí. Es que le podía hacer preguntas en ese momento. No sé si todo lo que me contestaba era cierto. Pero le gustaba que le preguntara. Creo que porque cuando era joven, quizá por la ocupación de tantos hijos y el negocio de la familia, porque ella sostenía económicamente la casa, ella con los mayores, no había tenido tiempo de hablar.
-¿Cómo era tu mamá?
-Muy sacrificada, cerrada, con un hijo cura y un asesor espiritual que después fue santo (“¿Debo o no debo ir a América?”, le pregunta en La niña…). San Giovanni Calabria. Tengo una foto. Fui la menor de 11 hermanos y ellos me criaron. Pero a mamá la tengo siempre presente.
–El hambre, las carencias, son claves en La niña…, como en muchos de tus textos.
-Yo no sé si llamarle hambre… sí, que no alcanzaba lo que nos daban.
-Contás el regalo de las cuatro naranjas para tu cumpleaños de cuatro. Y que las tuviste que compartir.
-Ya lo había contado y un día una amiga vino con una bolsa con dulces: caramelos de naranja, chicles de naranja, todo con naranja… Y al principio yo no entendía muy bien porque no soy muy devota de las naranjas. Quizá por esta historia… obvio que por eso. Al final, mi amiga me dijo: “Es por tus cuatro naranjas, para que las tengas todas”.
–La niña… tiene drama y tiene humor.
-Sí, porque nos divertíamos. ¿Qué otra cosa se podía hacer?
–La preparación del minestrone con la yerba mate es desopilante.
-¡Y lo que no conté! Mi hermana la que siempre estaba cantando, la que se enamoró del soldado estadounidense, la pelirroja sexy, sexy más allá del cuerpo, puso cartones de lotería en el caldo…¡Esas cosas pasan!
-Y no viste los besos.
-¡Claro, me mandaron a ‘cuidar’ a mi hermana en un paseo con el novio y me quedé dormida!
-Al final, ¿qué descubriste de tu papá?
-Todo lo que encontré, lo cuento.
Los recuerdos son como hilachas y Canela las teje amorosamente, con poesía y honestidad.
El padre, Costante, es ese hombre bello que anda en bicicleta con un pañuelo negro a lunares en el cuello. Pacifista e socialista. Y ese soldado que jamás entenderá por qué tiene que morir tanta gente. ¿Cómo no les iban a dar cognac para marchar? ¿Cómo él no iba a usar ese brazalete de la Cruz Roja que vio ahí tirado para zafar? ¿Se puede con tanta tristeza?
También hay una pipa envuelta en la cartera de la madre. El anillo que ella, Clelia, se negó a entregar a las tropas de Mussolini y escondió entre las piernas. Una estrella brillante en el cielo. Y La lápida torcida ante la que Clelia le dice: “Daghe un baseto al papá, decile que nos vamos a América”.
Lo que cuesta decir
-¿Cómo definís a La niña que no vio los besos?
-Me parece que es una especie de confesión, usando un término religioso. Confesión de la infancia que tuve, que fue una infancia de una gran riqueza, de mucho sufrimiento y de extrañamiento frente al mundo. Yo era muy perceptiva y había cosas que hacía mi familia con las que yo, chiquita, no estaba de acuerdo pero no sabía bien por qué ni podía expresarlo. Nunca me olvidé de eso para escribir.
-Llegaste a Argentina en 1952 y cambió todo. Te dedicaste a comunicar.
-Sí. La familia estaba bien económicamente. Cuando vivimos en San Francisco, Córdoba, teníamos un hotel donde se hacían fiestas de casamiento y mi tarea consistía, entre otras cosas, en poner la púa en el disco en el momento en que entraba la novia. Conocimos a Los Fronterizos, tangueros, figuras que se alojaban en el hotel. Nos enteramos de lo que era la zamba. Cosas extraordinarias.
-Pero te fuiste a vivir sola a los 16 años.
-Estoy orgullosa de eso y hasta hoy me mantengo. Igual todo lo que viví en el hotel me sirvió muchísimo. Gente diversa, acostumbrada a hablar con cualquiera, sin inhibiciones… Pero, en lo íntimo, de lo íntimo no se hablaba.
El abuso
“Yo me ahogaba pero no abría los ojos. Muy quieta, sin aire. Creí que me estaba muriendo” .
-No tenía la menor idea. No tenía idea del sexo. Nadie me dijo cómo era mi cuerpo y que tenía que cuidarlo. Y sucede más de lo que uno cree. Cuando veo que los chicos van a dormir a otras casas, tengo memoria de esta experiencia y me digo: que no les pase.
-¿Cómo lo llevaste como madre?
-Mi casa de Flores era grande y venían mucho los amigos de mis hijos. Durante mucho tiempo el papá de Héctor, mi marido, estaba allí. No quiso llevarse su escritorio cuando nos vendió la casa. Y venía, extrañaba. Mi marido también estaba. Y yo siempre estuve atenta a las señales.
-¿Te ayudó la profesión?
-En el programa Buenas tardes, mucho gusto tenía un diálogo dos veces por semana con el pediatra Florencio Escardó, marido de Eva Giberti (psicóloga experta en niñez y adolescencia). Él siempre decía que hay que llamar las cosas por su nombre. El pene es pene y la vagina es una vagina. Y que no hay que mentirles a los chicos. Parece fácil. Pero con mi marido tuvimos… acuerdos tácitos. Una vez mi hija Constanza vino enojadísima porque alguien le había dicho que los Reyes Magos eran los padres. “¡¿Puede ser mama?!” Sí, puede ser. “¡No! ¡Le voy a preguntar a papá!” Y él le dijo: “¿Vos que pensás? Si creés que existen, existen”. Yo era cruda y él frenaba. Pero siempre les hablé de todo.
-La educación sexual.
-Me acuerdo de la instrucción a Oliverio y a Juan Manuel. Yo asumí el tema, no solo el padre. Juan me preguntó cómo es que se hacen los chicos, cómo es que los hacen el papá y la mamá. Y bueno, le dije, cuando les gusta, cuando tienen ganas, se dan un abrazo y un abrazo muy particular. Y seguí… “¡Qué asqueroso, mamá!” No sé si lo hice bien. Pero mis experiencias de silencio me llevaron ahí.
-¿Pensaste en seguir callando el abuso?
-No, pero tampoco escribí el libro por eso. Te diría que apareció promediando el proceso de escritura.
-Contás el abuso a través de impresiones.
-Es lo que me dejó. Esa rusticidad, esos lugares de campo apartados, donde la gente no habla, a lo sumo a veces grita… No es que lo perdono, no perdono. Pero digo que intervienen las condiciones, la falta de educación… En Italia, hasta después de la Segunda Guerra, cuando hablamos de rusticidad, nos referimos a gente que no se entendía al hablar. Italia hizo una campaña con la que obligó a hablar en italiano porque con los dialectos no se podían relacionar. Por otro lado, allá hay tanta belleza. En una de mis vueltas, encontré a una señora que aparece en uno de mis cuentos. Estaba de negro, agachada, como hurgando en la tierra. “¿Se acuerda de mí?” “¡¿Cómo no?! Sé qué escribís”. “Sí, leo y escribo”. “Yo también leo. Leo la tierra”. Me contestó con un poema.
-¿Cómo te sentís con el libro publicado?
-Absolutamente liberada.
-¿De qué?
-De una historia. Y no me refiero al abuso, porque como te decía sentí que era hora de contarlo y punto. Sí, quise dar voz a los que no pueden hablarlo. Pero tengo la satisfacción de una tarea cumplida porque conté una historia común a tantos inmigrantes, a tantos niños que han padecido, que han sido separados de sus padres, que crecieron en la guerra que es crecer en el miedo... Mirá… los años que vivimos en una caballeriza con mi hermana mayor la dejaron tan marcada por esa responsabilidad y esa angustia por no poder darnos lo indispensable… cuando cumplió 90 años y le pidieron que dijera algo empezó: “Y aquí están mis hermanos, que yo cuidé en esa caballeriza…” De eso hablo. Ya está.
Cancelada
Canela. Foto: Pedro Lázaro FernándezCanela dice que confía en el futuro del libro en la era digital. Suele explicar que las pantallas nos distraen con cataratas de información (y desinformación) y que “ocupan el lugar de la reflexión y de las percepciones que nos ayudan a definir nuestros deseos, nuestras pulsiones y nuestra identidad”. En una charla pública, resumió: “Lo que se lee en los libros y lo que se escribe a pulso deja sedimentos”.
–Desde que empezaste hasta hoy, la literatura infantil y juvenil ganó autonomía y prestigio.
-Sí. Creo que hubo una cosa simbólica que la paralizó y luego debió recuperarse: la quema de los libros del Centro Editor de América Latina en 1980.
-¿Vos cómo la pasaste en la última dictadura militar?
-Nunca hociqué. Me ofrecieron hacer una campaña publicitaria, esto, aquello, y no acepté. Hice los programas de radio La veleta de los cuentos y Cuentos a los cuatro vientos, en los que contaba cuentos tradicionales, que en general hablan de justicia, de poder… Pero no se dieron cuenta.
-¿La fama de la tele te habrá perjudicado en el mundillo literario?
-Por un lado, me dio proyección y por otro, tal vez pasó eso. Pero como editora, me di el lujo de publicar a María Elena Walsh, a María Teresa Andruetto, a Perla Suez, aJavier Villafañe…tantos tan buenos. Cuando hice Café con Canela recorrí todo el país y sabía lo difícil que es para los escritores del interior llegar a Buenos Aires. Tuve muchos reconocimientos, estoy agradecida, pero a veces pienso que hubo como una… desconfianza. Porque sé que tengo una cierta discreción respecto a lo político y me gusta observar, considerar distintos aspectos de todo, política incluida.
-Ya en este época, ¿te quisieron cancelar?
-Sí, hace pocos años. Escribí un cuento sobre una niña que quiere conocer a la reina de las hormigas. Entra al hormiguero por arte de cierta magia, le dan antenitas para poder comunicarse con las hormigas y logra llegar a la reina que es negra y gorda. En una editorial me dijeron: “¿Negra y gorda? Lo tenés que cambiar”. La historia seguía con que la nena la regalaba flores a la reina. Pero no cedí y no se publicó.
-¿Qué tenés en cuenta cuándo escribís para chicos?
-Ser clara. Te decía que trabajé mucho sobre la carencia. Escribí Nariz roja, nariz verde (Sudamericana), sobre un chico que siente vergüenza porque el papá es payaso. Vive con en una casa muy humilde de lo que gana el padre en una plaza de un lugar turístico, porque se me ocurrió por un payaso de Carlos Paz. Pero el padre se enferma. ¿Qué hace el chico? Se pone una nariz verde, porque el padre usaba colorada, y va a la plaza a actuar. Puede comprar una pizza. Los vecinos se dan cuenta de todo y lo ayudan, como me pasó a mí. Es decir, la realidad se impone. Y yo escribo para la niña que fui. Si ella disfruta, yo estoy contenta.



