Porteña, niña prodigio, rebelde por naturaleza, se convirtió en una leyenda viva de la música clásica. Más allá de su portentoso talento, la distinguió una personalidad singular, contradictoria, que se resistió al paradigma de los superdotados.
A los tres, Martha Argerich se sentó frente al piano con curiosidad, pero pocos años después se había convertido en una intérprete precoz. Sí, aunque resulte increíble, esa nena porteña a los siete tocaba con tanta maestría que ofreció para el público del Teatro Astral una versión del “Concierto para piano y orquesta n.º 20″ de Mozart. Desde entonces, estuvo unida a un piano en los escenarios del mundo, junto a las orquestas y directores más prestigiosos. Sin embargo, se distingue del resto de los célebres del género por su temperamento rebelde, por ese carácter salvaje de quien no se rinde a la domesticación ni se entrega a las convenciones. Ese comportamiento esquivo, fuera de protocolo, ajeno a la adulación y exposición, le otorgó un estatus diferente, la convirtió en una “leyenda” en vida. Es un “sujeto de adoración” por resistirse a reducir su talento y su pasión por la música al de un fenómeno acrobático.
// Martha Argerich, el piano y el genio
Nació el 5 de junio de 1941, bajo el signo de géminis (para sorpresa de muchos, le interesa todo lo relativo al zodíaco). Casualidad o causalidad, el nacimiento de Martha conformó, junto a los de Bruno Gelber (en marzo de 1941) y el de Daniel Barenboim (en 1942), un “power trío del piano” que hizo coincidir, en apenas 20 meses, a tres de los más grandes virtuosos de la música clásica en Buenos Aires.
La primera formación de Argerich fue de la mano del riguroso maestro Vincenzo Scaramuzza, figura tan imprescindible en la educación musical argentina como temida. Demás está decir que cuando era chica no congeniaba con su maestro, no obstante, pasó años en su academia. Los ojos de Argerich se habían posado en el pianista austríaco Friedrich Gulda, a quien conoció en Buenos Aires, en una de las tantas visitas que él hizo a lo largo de más de dos décadas. Sirve de prueba de la rebeldía innata de ella el plantón de horas al que lo sometió después de haber aceptado escucharla. Pese a todo, Gulda la recibió, la tomó como alumna (una de las pocas que tuvo, ya que no se dedicó a la docencia) y la impulsó en su carrera mundial, pues supo que sería tan brillante como tormentosa.
Cuando tenía 12 años, el deseo de Martha se hizo realidad. Según contó ella misma, luego de un concierto en el Teatro Colón tuvo una cita con el presidente Perón, que la convocó para respaldar su formación en el exterior. El mandatario le preguntó: “¿A dónde querés ir, Ñatita?” y ella respondió, sin dudar, que quería ir a Viena. Así fue cómo la familia Argerich se mudó para que ella pudiera estudiar durante 18 meses con quien fue su maestro más influyente y una de las personas que mejor la comprendió. Gulda descifró la complejidad emocional que corría por las venas de Martha, ese fuego interior que la hizo venerar y detestar por igual a su instrumento, según su estado de ánimo. Fue él quien la empujó a confiar en su talento y también quien le rogó que no lo dilapidara. Sin embargo, más allá de todo consejo, la indomable pianista hizo méritos para desperdiciar oportunidades: basta mencionar que perdió una entrevista con el zar discográfico de EMI, Walter Legge, que rechazó un contrato con la discográfica Deutsche Grammophon y que desde muy joven se hizo fama de “canceladora serial de conciertos”.
Pese a que su balanza interior muchas veces se inclinó hacia el autoboicot, nada pudo opacar su brillo. Más bien todo lo contrario, ya que logró capitalizar aquello que para otros hubiera representado el certificado de defunción en la industria. Es tan valorada su presencia, que en sus contratos no hay penalidades por cancelaciones y, aun así, los teatros y festivales se la disputan. Tampoco carga su agenda anual ni brinda entrevistas con regularidad y, de ser posible, evita las presentaciones como solista. Argerich prefiere los dúos o los conciertos de cámara, en los que la interacción con otros músicos es directa e íntima.
Su vida personal fue tan impredecible como su carrera musical. Es madre de tres hijas de tres relaciones. Lyda Chen, abogada y violinista, es la mayor, fruto de su relación con el violinista y director chino-suizo Robert Chen. Nació cuando Martha era muy joven y es quien vivió en carne propia la montaña rusa emocional de la pianista, que perdió la tenencia de la nena. Lyda creció bajo la supervisión de su abuela materna Juana, de su padre músico y pasó años en un orfanato.
La segunda hija es Annie Dutoit, de su matrimonio con Charles Dutoit, violinista y director de orquesta con el que mantiene una estrecha relación musical y familiar. La menor es Stephanie, a quién tuvo con el pianista Stephen Kovacevich. Fue esta última quien decidió exorcizar los demonios de la vida familiar en el conmovedor documental Bloody Daughter. Allí se muestran los claroscuros tanto del ejercicio de la maternidad de la mujer que la trajo al mundo, como el vínculo con sus hermanas, la infancia en una casa bohemia, noctámbula y repleta de músicos. El proyecto muestra también cómo se resignificó el rol materno de Argerich, a través de una amorosa relación adulta de cuatro mujeres que hablan varios idiomas, tienen distintas nacionalidades y encontraron su raíz argentina en el curso de los años. Curiosamente o no, Lyda es la única hija que se convirtió en músico profesional. Ella que creció lejos de su madre, se reencontró en la música.
Admiradora devota del pianista ruso-estadounidense Vladimir Horowitz, hoy cumple 80 años Martha Argerich, esa diosa de cabellera indómita que eligió la música y no su industria, esa que se apasiona por tocar el piano pero que odia ser pianista. Aunque hoy octogenaria, se mantiene encendida en ella la llama de la juventud.