¿De qué color son las petunias? La pregunta desvelaba al periodista, un todoterreno empeñado en buscar historias hasta dentro de una maceta. Fue cuando leyó que uno de sus maestros, el cronista de guerra Jon Lee Anderson, había tenido un problema con esas flores en Afganistán, donde había sido enviado por una revista de Nueva York. Desde allí lo llamaron sus editores para decirle que un dato de su crónica era incorrecto. Justo a él, que cubrió una docena de conflictos bélicos. Justo a él, que chequeaba hasta el mínimo detalle de sus textos, repletos de fuentes y retratos. ¿Cuál era el error? En Asia Central no existen las petunias, alertó el departamento de verificación de datos de la editorial. El cronista había escrito que crecían en un jardín. Con la anécdota, el maestro le enseñó a su alumno que en este oficio hay que desconfiar hasta del dato más inofensivo. Pablo Calvo poco sabía de plantas cuando en 2007 hizo con él un taller de redacción en Cartagena, pero se propuso mirar al mundo con los ojos llenos de preguntas. Con esa curiosidad animal de buscar en el fondo de la olla hasta encontrar la masa madre de sus relatos. Textos a punto de cocción para devorar de un bocado. Pablo murió hace un mes, pero al lado de su computadora dejó una planta que crece dentro de una pequeña máquina de escribir hecha de agua y barro. No es una petunia, aunque tal vez eso sólo le importaba a él. Lo último que leyó en el sanatorio antes de cerrar sus ojos fue “Teoría de la gravedad”, de Leila Guerriero, otra maestra de periodistas. Habla del hambre de los narradores. Y de esa locura compartida de andar siempre buscando, bajo los adoquines, la arena de la playa.