Después de los brillos alcanzados por la narrativa francesa a mediados del siglo pasado (Camus, Sartre, De Beauvoir, Duras, Céline) siguió la época un tanto opaca del nouveau roman, también conocido como objetivismo, con nombres como Nathalie Sarraute, Michel Butor, Phillippe Sollers y siguen las firmas, que escribieron novelas frías y, ¿por qué no decirlo?, bastante aburridas.

Mi interés por la novela francesa resurgió cuando aparecieron –sin conformar una “generación”—los escritores que empezaron a publicar a partir de los años ’70: Michel Houellebecq, Laurent Binet, Phillippe Claudel, David Foenkinos, Delphine de Vigan, Meylis de Kerangal y, last but not least, el ahora coronado con el Princesa de Asturias, Emmanuel Carrère.

Confieso que es uno de mis autores contemporáneos favoritos, lo que quitará imparcialidad a lo que diga sobre él.

Si se afirma que algunas editoriales tienen una “política de autor” –cuando deciden publicar todo lo que escriba alguno de ellos, más allá de los altibajos de calidad que normalmente se presentan en una obra vasta–, puedo decir que yo sigo una política de autor con Carrère: he leído casi todos sus libros, menos El Reino (por tal vez injustificado prejuicio temático) y la muy reciente y comentada por motivos extraliterarios Yoga, que está al tope de la alta pila de libros por leer próximamente.

Empecé por De vidas ajenas, la cautivante historia que transcurre durante un tsunami en Tailandia y seguí, desordenadamente, con El adversario, Una novela rusa, Limónov (en estas dos es notoria la influencia de su madre, Hélene Carrère d’ Encausse, historiadora y política especializada en historia de Rusia) y también obras de juventud como Una semana en la nieve o la muy divertida El bigote, una de sus pocas incursiones en el humor.

Hasta un fortísimo texto mínimo, Calais, una crónica sobre ese puerto convertido en depósito de inmigrantes que intentan llegar a Inglaterra.

En persona

Conocí muy fugazmente a Carrère en un Festival Hay de Cartagena, Colombia, donde me acerqué a él que estaba junto a su mujer conversando con Juan Gabriel Vázquez, el gran novelista colombiano, quien nos presentó: muy cholulamente le expresé mi admiración por su obra, algo que escuchó con displicencia.

Al día siguiente debía dar su charla sobre un tema que ya no recuerdo: no sucedió porque debió regresar a Francia con urgencia por un tema familiar. Se rumoreó –no me consta– que se trató de un intento de suicidio de su hijo.

La estima por la obra de Carrère, que ahora le significó este premio, uno de los pocos literarios internacionales que conserva un muy justificado prestigio, no es unánime.

En una reciente entrevista con motivo de la aparición de Independencia, su segunda novela de la saga Terra Alta, (un libro latoso y más politizado que policial) Javier Cercas, a quien se consideró junto a Carrère como inventores de la novela sin ficción, rechazó esa equiparación: “Lo que hacemos Carrère y yo tiene muy poco que ver. Él básicamente hace periodismo, yo vengo de otro lado”.

Como si hacer periodismo, aunque fuere con el nivel de escritura y la solidez de las tramas de Carrère fuera descalificante.

También se le reprocha que sus novelas tienen más cerebro que corazón (¿?). En el supuesto negado de que esto fuera cierto, ¡qué pedazo de cerebro!

Sus devotos lectores, que no somos pocos, nos congratulamos junto a él por este Princesa de Asturias, el único premio que, acorde con los tiempos, cambió de género hace unos años.

PK