Hubo un tiempo que fue hermoso y fui libre de verdad… El disco de Sui Géneris va a girar toda la noche en esta terraza de Avellaneda. Tal vez sea el único vinilo de la casa, pero qué importa. No importa nada. Ni siquiera el olor a agua que llega del Riachuelo.

-Con tal que no llueva-, pide la chica que baila su primer lento como si en cada paso se asomara al vértigo de algo nuevo. Los brazos son dos troncos duros que toman distancia de los hombros ajenos, como si entonces pudiera imaginar el tiempo de pandemia que vendría después. A un lado y otro se mueven los cuerpos húmedos del verano mientras Charly insiste en que quiere saber tu nombre, tu lugar, tu dirección, y si te han puesto teléfono también tu numeración. Alguien vuelve a poner la púa sobre el mismo disco -en la tapa del álbum asoman dos adolescentes sentados sobre una vereda- y todo empieza a girar una vez más bajo el cielo iluminado de relámpagos. La noche se extiende como una sábana sucia, esperando la lluvia que no llega, pero llega el timbre, ay, el timbre.

– Un rato más, pá-, grita la chica que estira la cabeza desde lo alto de una baranda. Pero no, el olor a tierra mojada que arrastra el viento del Este anuncia que la tormenta está cerca. Cómo explicarle que ella solo siente el aroma cuadrado de las pastillas Punch que mastica su compañero de baile. Cómo decirle que en esas 30 baldosas del barrio los chicos habían construido un refugio ante las inclemencias del tiempo. Qué importa si el mundo se viene abajo. Qué importa si igual todos van a guardar sus sueños en castillos de cristal. Porque después del primer beso ya nada será igual.