De entre todos los argumentos que pueden blandirse como un puñal más o menos afilado e hiriente para valorar negativa un largometraje, uno de los más irritantes y, a mi juicio, incomprensibles, es el que emplea el término «teatral» como algo peyorativo. Un auténtico sinsentido que, además de simplificar formas y narrativas a la mínima expresión, denosta a un medio esencial para comprender el séptimo arte.

Son muchos los precedentes que desmontan el cariz negativo de la teatralidad en el cine. Desde clásicos de la comedia como ‘Arsénico por compasión’ a joyas indiscutibles como ‘Doce hombres sin piedad’, pasando por imprescindibles modernos como ‘Mi cena con André’ o la reciente ganadora del Óscar al mejor guión adaptado ‘El padre’, los ejemplos que lo ilustran se antojan interminables.

Con la magnífica ‘La ballena (The Whale)’, el siempre fascinante Darren Aronofsky abandona la grandilocuencia de ‘Noé’ y los hipnóticos excesos del tercer acto de ‘Madre!’ para reunir a un puñado de personajes en el interior de una vivienda; dando forma a una de las experiencias más intensas y desgarradoras que han circulado recientemente por la gran pantalla sin tratar de disimular sus orígenes en ningún momento.

Diálogos y ojos azules

Tras su entusiasta acogida en el Festival de Venecia, es evidente que hablar de ‘The Whale’ es hacerlo de un Brendan Fraser simple y llanamente extraordinario. Bajo una inmensa capa de prótesis, el actor parece desnudar su propia alma y transmitir a través de su sincera mirada el pesar, el arrepentimiento, el miedo, el dolor y la cálida esperanza de un Charlie ya de por sí redondo sobre el papel.

No cabe duda de que la comentada hasta la saciedad labor de Fraser es un claro catalizador de la emoción además de un férreo pilar que sostiene el largometraje, pero no es, ni por asomo, el único; y dejando a un lado al resto del igualmente brillante elenco —mención especial para Hong Chau—, la dupla compuesta por Aronofsky y su director de fotografía de cabecera Matthew Libatique, es la que termina elevando el conjunto a niveles inesperados.

Bajo una la sencillez —que no simplicidad— predominante, derivada de su naturaleza de drama embotellado casi minimalista, ‘The Whale’ esconde un tratamiento formal más sofisticado e intrincado de lo que podría parecer a simple vista; lo cual empieza por una puesta en escena tan precisa como austera en la que cada plano y cada movimiento de cámara están al servicio de la narrativa y los protagonistas.

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Rodada con una relación de aspecto de 1.33:1 que hace aún más imponente la enorme presencia de Fraser, que le aprisiona en los encuadres —y, por ende, en la vivienda de la que no puede salir— y que convierte cada primer plano en un torrente de sensaciones encauzado por su mirada, la película hace gala de un dominio envidiable del espacio y vuelve a demostrar lo que un DOP experimentado puede alcanzar con una cámara digital en términos de color y textura.

Más allá de su dirección de fotografía y del fantástico trabajo de caracterización, que combina postizos tangibles y CGI, el mejor efecto especial de ‘The Whale’ no es otro que su uso de la palabra y el diálogo. Como en todo buen filme apuntalado sobre las interacciones verbales, el bombardeo de líneas incisivas es la estrella de la función, y su impacto y efectividad como motor de la acción es indiscutible.

Enriqueciendo todo lo expuesto hasta el momento, la adaptación del texto de Samuel D. Hunter, firmada por el propio Aronofsky, nutre el relato con una buena dosis de intriga que sirve de imán mientras filtra entre sus escenas un discurso claro, conciso e innecesariamente subrayado; todo ello mientras impregna el metraje de un tono devastador a medio camino entre lo trágico y lo encantadoramente optimista.

‘The Whale’ sólo necesita una casa, seis intérpretes y los ojos azules de Brendan Fraser para postularse como el primer gran título que llegará a nuestros cines el próximo 2023 y para evidenciar una vez más que la teatralidad en el cine puede traducirse en experiencias realmente maravillosas.