El último domingo de la pasada edición del Bafici, Ira Sachs tuvo un encuentro con su público. El director ahí estaba, sentado, listo para mostrarle a una sala llena todo lo que se podía hablar sobre su forma de pensar el cine, su ética, su forma de contarlo. Suena a una imagen de rutina en un festival de cine, pero ese momento fue especial: Ira Sachs, el director norteamericano, es dueño de una mirada muy particular del cine; alguien que ha logrado competir en esos festivales de cine en que todos quieren competir, y que aun así no solo no ha traicionado su mirada sino que la ha ido afianzando. Con películas como Verano en Brooklyn, Frankie, El amor es extraño, entre otras, y su más reciente estreno, que llegará a la pantalla de Mubi y a nuestras salas, Pasajes, uno de sus films más personales, la mirada de Sachs siempre apunta a rincones que hoy el cine deja pasar, o que al menos no puede capturar con su madurez, con capacidad de dar a los personajes una potencia que va más allá de los gestos de época, sean los de festivales, los de plataformas o los pocos que le quedan a la sala de cine. Es por eso que se ha ido convirtiendo en uno de los directores más cruciales a la hora de entender qué implica realmente filmar de manera independiente al día de hoy. El mismo Sachs le responde a PERFIL: “Lo primero que puedo decir es que tiene que ver con la suerte, y si bien la respuesta es trillada, no hay más que suerte en que los mundos que te interesa contar tengan del otro lado una respuesta. Es uno de los aspectos, siento yo, más sobrevalorados del cine, desde siempre. Creo que hay miles de posibilidades, previas y posteriores, pero el hecho de decir ‘yo quiero contar, quiero contar pisando en esta ciudad, estas historias de amor, de tristeza, de cambios radicales, de encuentros que todo lo alteran’ y que haya un oído, y que se pueda lograr una estructura de producción que permita que esa película exista no es ni por un segundo algo menor. Pero lo más impactante, si se me permite, es que en mi caso nunca ha tenido que ver con un plan, sino simplemente entender qué quería contar, así podemos ir de una película como Pasajes a otras. Yo quería contar dramas, de pareja, de familia, que se vincularan con el mundo que conozco, que oigo, que vivo, que me sacude”.

—Nueva York, ahora París, siempre las ciudades aparecen de una forma muy poderosa en tu cine: casi como no han aparecido, dando cuenta de cómo se vive allí. ¿Cuándo lograste filmar de esa manera: fue una idea de base o se dio naturalmente?

—Creo que ninguna de las dos. Es decir, se dio naturalmente, pero la naturaleza del cine es una naturaleza bastante sedimentada en muchas cosas: tus limitaciones en el set, tu cabeza como realizador, todo aquello que viste (y que te gustaría imitar o te gustaría alterar, o ninguna de las dos). En ese sentido, creo que es importante entender, y lo he hecho siempre con mis estudiantes, que tu hogar es el, valga la redundancia, hogar primero de las historias. Debes escuchar aquello que te rodea y que te nace por instinto, y entender qué hay allí que les hable a tus ganas de contar. Por ejemplo, siempre vuelvo a mis estudiantes: les decía que filmaran a sus amigos, a sus conocidos, a sus padres, a quienes creen que conocen. La intimidad del cine solo puede nacer de saber ver la intimidad de otros. En ese sentido, Nueva York es mi hogar. Entonces no me gusta la expresión “es un personaje”. No hay historia para mis personajes sin Nueva York (en los casos que se da en Nueva York, claro). Eso tiene que ver, otra vez, con lo que conozco, con lo que sé cómo pisar, con lo que entiendo cómo respira y se mueve. Creo que eso ha permitido esa lectura que habla de mi forma de vivir en las ciudades, de mi cine de vivir en las ciudades. Mi vínculo con ellas es el mismo que el que uno tiene con su living, para mí es tu hogar el que te dicta qué historias contar y tú defines qué es tu hogar. 

—En ese sentido, ¿cómo aparece entonces la autobiografía en tus películas? 

—Depende de la película. Pero siento que siempre hay elementos míos, que me cuesta mucho despegarme de mis films y, mejor dicho, no solo me cuesta, sino que no me interesa nada. Por ejemplo, El amor es extraño es una película que nace de un momento de mi vida donde salía de una relación muy complicada, que me había lastimado mucho. Pero conocí a mi marido, nos casamos, tenemos hijos, y de repente solo quería desde el cine proyectar mi futuro, quería explorar lo que nos pasaba, dónde podíamos ir. Mis películas han cambiado; por eso, por ejemplo, Pasajes es una película que muestra mis ideas sobre el amor hoy, sobre lo que no entiendo del mismo, sobre la felicidad que me da, sobre lo simple y complejo que puede ser un vínculo íntimo. En Pasajes había una idea de lo animal, de dejar de lado las etiquetas (como puede ser la bisexualidad), y pensarlos, a los integrantes de este triángulo amoroso, desde el desequilibrio que va generando la tensión que uno de ellos produce. Hay algo, podría decirse, de nihilismo, pero creo que tiene que ver más que nada con las acciones de los personajes, no con mi mirada del mundo. Creo que los personajes aquí buscan lo que no pueden tener, y de ahí nace su dolor. Creo que pocas de mis películas son tan transparentes, tan descarnadas, y donde no hay mayor consecuencia que la que los personajes generan. Aparecieron en mi cabeza nombres como la Chantal Akerman de Ju Tu Il Elle, o un film de Frank Ripploh llamado Taxi zum Klo. Pero siento, otra vez, que es una de mis películas más sinceras, más descarnadas y más felizmente poderosas a la hora de mostrar mi mirada. 

—También has dicho que tus películas “antes que autobiográficas son extremadamente personales”. ¿Cuál es la diferencia?

—Siento que es un mundo que todavía está muy marcado por la mirada de la heterosexualidad, y desde ese lugar, por ejemplo, se usan palabras para describir las cosas que suceden en Pasajes que no me gustan. La mayoría de los festivales de cine importantes tienen todavía una mirada heterosexual, lo sepan o no. Por eso te hablaba antes de las etiquetas. Se habla del personaje de Franz Rogowski como bisexual, y siento que en este momento del mundo es quizás hasta viejo buscar esa etiqueta. Mis películas miran y cuestionan lo que yo creo del mundo, como lo he vivido y como lo he sufrido. Yo sé que no soy Thomas, pero sí sé que, como él, soy un creador que lo quiere todo. Admitir eso no me hace malo, pero el cine tiene el placer de poner eso en pantalla y lograr empatía, humanidad, de que hasta alguien que hace cosas malas te caiga simpático.

La libertad de lo esencial

—¿Cómo escuchás aquello que querés contar? ¿Cómo te das cuenta de qué relato es el próximo?

—Pasajes es una película reactiva. Como todo el mundo, estuve encerrado en pandemia, y me di cuenta de que no tenía un mundo donde ser competente, donde estar, donde mostrarme, y eso empezó un proceso de depresión. Por eso, quizá, la primera película que hice apenas el mundo se abrió, sentí que podía ser más salvaje, que podía mostrarme de una manera donde entraran en juego mis experiencias, mi madurez a la hora de determinados temas (la pareja, el amor, entender el poder económico como un factor importante en cualquier vínculo, sobre todo de esta naturaleza), mi propio vínculo con la idea de poder que genera el poder contar, o la necesidad de quererlo todo. Sentí que podía tomar riesgos de una forma descarnada, y que lo necesitaba, y por suerte entonces todos los involucrados en la película eran los perfectos cómplices para ello. Tenía la necesidad de protagonistas fuertes, que fueran capaces de capturar momentos de cotidianidad demoledores, y esos momentos de extraordinaria belleza que todos tenemos. La forma en que lo cotidiano se convierte en lo extraordinario, muchas veces, tienen que ver con alguien, es decir, con quien lo ve. Acá es fácil ver esos momentos. Lo difícil es lograr que no sean solo un gesto del director, sino que sean fundamentales en cómo los protagonistas se vinculan. Por eso, por ejemplo, aquí hay momentos como el del baile, donde ella baila, y nosotros, público y protagonista, la vemos y vemos algo sumamente bello, fuera de toda normalidad, deslumbrante.