“Tuvimos que esperar más de un siglo, pero por fin se le otorga un Premio Nobel a una escritora de cuentos”, señaló, en aquel otoño de 2013, Jonathan Franzen. Alice Munro, que murió anoche en Ontario a los 92 años, alcanzaba la más codiciada de las distinciones literarias, colocando una vez más a las grandes exponentes canadienses (Margaret Atwood, Carool Shields eran otras de ellas) ante los ojos del mundo.
“Es una maestra de la narración breve contemporánea, con un armonioso estilo de relato que se caracteriza por su claridad y realismo psicológico”, definió aquel día la Academia de Suecia, en Estocolmo, al proclamar el premio. Nació en 1931 en Wingham, Ontario, en un ambiente cerrado y típicamente rural, de férreas convicciones presbiterianas y con fuerte ascendencia escocesa e irlandesa. Ese ambiente al que retornaría más tarde –radicada en la vecina Clinton, ya con su segundo esposo– y al que reflejaría en la mayoría de sus obras.
Munro (el apellido de su primer esposo, Jim) afrontó una vida muy difícil desde chica. Su madre, ex docente, enfermó de Parkinson a sus cuarenta años y Alice –de apenas diez– debió hacerse cargo de la casa y de sus hermanos menores cuando todavía estaba en el colegio. La inclinación por la literatura llegó de su padre, un viajante que, una vez jubilado, sí se dedicó a escribir, inclusive a publicar.
“Es probable que los sentimientos sobre mi madre sean el material más profundo de mi vida. Creo que en la infancia hay que apartarse de lo que la madre quiere o necesita. Hay que seguir el propio camino y eso fue lo que hice. Por supuesto, ella estaba en un posición muy vulnerable. Tal vez me alejé de ella cuando más necesitaba estaba. Pero sigo pensando que lo hice para salvarme”, confesó en una entrevista.
Adolescencia con dificultades
Después de aquella adolescencia con dificultades, Alice recibió una beca para estudiar en la Universidad del Oeste, en Ontario, donde cursó periodismo, antes de abandonar definitivamente para concentrarse en la literatura.
“Cuando se vive en un lugar como Wingham –contó Munro– se tienen muy pocas oportunidades de salir. Si se espera hasta los treinta años, una se vuelve demasiado tímida y es muy poco lo que sabe del mundo. Por eso me fui. Me casé, lo cual fue una decisión afortunada”. Fue a los 20 años con Jim Munro, un gerente de las grandes tiendas Eaton, y tuvieron cuatro hijas (la segunda murió, prematura). En aquella época, Alice leía intensamente y absorbía la influencia tanto de las novelas europeas clásicas como de las llamadas escritoras “góticas” (Eudora Welty, Flannery O’Connor, Carson McCullers, entre las más relevantes).
También de aquella juventud, siendo ama de casa, datan sus primeros textos. Vivían en Vancouver, luego se trasladaron a Victoria, donde su esposo regentó una librería y en 1963 Munro comienza a publicar en revistas, hasta que cinco años más tarde llegaría su primera recopilación conocida: La danza de las sombras felices.
Sheila Munro, hija de la escritora, la recuerda “escribiendo en un lavadero. Su máquina de escribir estaba entre un lavarropas, un secarropas y una tabla de planchar. En realidad, podía escribir en cualquier lugar de la casa”. Un diario de Vancouver le dedicó un artículo titulado: “Un ama de casa encuentra tiempo para escribir cuentos”.
Y los comienzos de los 70 marcarían su cambio total, personal y profesional, como ecos también de la revolución intelectual de la época y la creciente presencia de los jóvenes y las mujeres. Después de su divorcio y de un breve período como docente en la Universidad de York, en Toronto, se reencontró con Gerry Fremlin (un geógrafo que también cultivaba su afición literaria, ya que había editado una revista estudiantil cuando Alice iba a la Universidad). Romance instantáneo, el traslado a Clinton –tres mil habitantes, a 30 kilómetros de su pueblo natal– y un matrimonio que se prologó hasta el 2013 cuando él falleció, meses antes de que la Academia proclamara a Alice.
Pero también en aquel período comienzan sus publicaciones en The Newyorker, que cimentaría su popularidad en los ambientes literarios. Doug Gibson, su editor canadiense desde 1976, describió que “desde aquel momento Alice volcó su vida en los relatos. Cuando volvió a su zona, descubrió que era su mundo. Y que era el mundo del que iba a informar su escritora durante el resto de su vida”. Pero los temas iban cambiando: “Ya no había tanto énfasis en la relación madre–hija, aparecieron el amor romántico y sus complicaciones, los hijos. A medida que la vida de Alice cambiaba, también lo hacían sus cuentos. No eran necesariamente autobiográficos, sino que reflejaban las circunstancias”.
Cuando llegó el Nobel, Munro era una escritora consagrada, sobre todo por las bellas memorias recopiladas en La vista desde Castle Rock, llevaba más de diez libros de cuentos, incluyendo Secretos a voces, Escapada, Demasiada felicidad, Mi vida querida. Y muchos ya la comparaban con Chéjov por su penetración psicológica y su maestría en el realismo. Pero un realismo donde el estilo de la autora se tomaba libertades en los tiempos de la narración: se entrecruzaban pasados y presente, pasajes del recuerdo. La misma Munro definió alguna vez que sus historias “podrían ser las que se oyen en una casa mientras las mujeres cocinan para sus invitados”.
Canadian writer Alice Munro, whose short stories have been beloved for the past six decades, has died at 92. ‘
Her earthy humour and ability to extend sympathy to every character made her a household name, and made her birthplace of Wingham, Ontario, a place of literary… pic.twitter.com/QatvLBMKDE— The Globe and Mail (@globeandmail) May 14, 2024
Quintaescencia de lo canadiense
Margaret Atwood escribió en The Guardian que Munro “es la quintaescencia de lo canadiense”. Y recordó que su camino “no fue fácil, al comienzo la menospreciaron como ama de casa, por ser demasiada doméstica”.
Sin embargo, el Nobel llegó con cierta previsibilidad: a esa altura ya la habían consagrado como en Man Booker Internacional, el PEN/Malamud “a la excelencia en ficción preve”, y el Premio de Canadá del Círculo de Críticos Literarios. La propia Atwood terminó por definirla así: ” El perfeccionismo en la escritura ha sido el motor para su obra”.