La leyenda dice que las últimas palabras de Jim Thompson antes de morir fueron una recomendación a su esposa para que cuidara los derechos de su obra porque diez años después iba a ser un escritor famoso. La profecía no tardó en cumplirse con la reedición de la mayoría de sus veintinueve novelas y se reafirma a sesenta años de la primera edición de1280 almas, libro de culto para la crítica especializada y uno de los grandes clásicos de la novela policial.
Thompson (Anadarko, Oklahoma, 1906 – Hollywood, California, 1977) tuvo una vida errante y desempeñó diversos oficios hasta convertirse en escritor de ficción para diarios y pulps, como se conoció a las publicaciones de literatura destinadas a los quioscos. Esas ediciones baratas y libros descartables conformaron el medio en el que la novela negra “arrojó el jarrón veneciano a la calle”, según la fórmula de Raymond Chandler, y se impuso por su realismo a la novela de enigma.
1280 almas (Pop) se convirtió en modelo del género negro a pesar de transgredir estereotipos básicos. La acción de la novela no transcurre en una ciudad como Los Ángeles, escenario de El largo adiós de Chandler, ni en otra convulsionada por intereses económicos como Personville, en Cosecha roja de Dashiell Hammett, sino en Potts County, un pequeño pueblo norteamericano atravesado por el racismo y una violencia manifiesta en la vida cotidiana.
Pero la particularidad de la novela se condensa en su protagonista: el sheriff Nick Corey no es ya el investigador privado en conflicto con la ley, ni mucho menos el policía tradicional, sino el origen mismo del delito y el autor de los asesinatos que transcurren en 1280 almas. Corey pasa en limpio y profundiza una creación anterior, el sheriff auxiliar Lou Ford presentado en El asesino dentro de mí (1952), otra gran novela donde Thompson compone a un personaje escindido entre las apariencias sociales y el desquicio psicológico.
Un observador cáustico
Cínico, haragán y tonto en apariencia, Corey cree más conveniente darle la espalda a los problemas que enfrentarlos y no tiene convicciones ni se propone modificar cosas como sheriff. Pero es un observador cáustico tanto del funcionamiento de la ley, que señala vigente “siempre que sea un negro o un blanco desgraciado que no pueda pagar sus impuestos”, como de la hipocresía, la violencia familiar y la discriminación que sostienen las relaciones entre los habitantes del pueblo.
Las ficciones de Thompson tienen un anclaje autobiográfico reiterado en las alusiones al padre golpeador que el autor padeció en la infancia. Corey evoca ese fantasma: “He visto montones de personas más o menos como él. Personas que buscan soluciones fáciles a problemas inmensos, (…) que acusan a los judíos o a los tipos de color de todas las cosas malas que les han ocurrido”.
Con el desarrollo de la trama y los planes que ejecuta para matar y encubrir los crímenes, Corey prorrumpe en discursos de tono religioso que oscilan entre la blasfemia y la iluminación de cuestiones sociales. “No puede haber infierno personal, porque no hay pecados individuales. Todos son colectivos”, afirma el sheriff, que se presenta como una especie de enviado divino, “el que es revelado y el que lleva a cabo la revelación”. El asesino queda además impune, otra infracción notable a las leyes del género.
Publicada en 1964 en Estados Unidos, la consagración de 1280 almas llegó dos años después. El traductor y editor Marcel Duhamel eligió la novela como el título número 1000 de la prestigiosa colección Série Noire de la editorial Gallimard. La versión francesa se publicó con el título 1275 âmes, sin explicaciones al respecto: una probable alusión a los seis crímenes que ocurren en la ficción y a que en ellos no cuenta el de un negro, porque “los negros no tienen alma” según el comentario de un personaje.
La primera edición en lengua castellana se publicó en 1981 en la colección Novela negra de la editorial Bruguera, que dirigía el escritor argentino Juan Martini “en busca de un reconocimiento que parece negársele y otorgársele casi con idéntico entusiasmo” según la nota editorial. La traducción de Antonio Prometeo Moya sigue siendo la que se utiliza en las reediciones pese a las advertencias de Martini: “La traducción de 1280 almas es sin duda una tarea ingrata. Todo discurso empujado hacia un límite se resiste a su traducción”.
Refranes, juegos y contrastes
El límite aludido se encuentra en el lenguaje oral que trabaja Thompson, conscientemente distante de fórmulas librescas. Prometeo Moya reelaboró los términos en argot del original con entonaciones y voces del hampa de Barcelona, y si ocasionalmente resulta extraño para el lector argentino no reduce la virulencia de las escenas ni pierde de vista las ironías, los refranes populares, los juegos de palabras y los violentos contrastes que sostienen los diálogos, un aspecto central en la novela.
En 1984 Barry Gifford inició el redescubrimiento de Thompson a través de la reedición de trece novelas. 1280 almas había sido llevada al cine por Bertrand Tavernier en Coup de torchon (Más allá de la justicia, 1981), aunque ambientada en África. Thompson tuvo su propia experiencia en el medio como coguionista de The Killing (1955) y Paths of Glory (1957), de Stanley Kubrik y varias de sus novelas tuvieron notables versiones cinematográficas, entre ellas La huida (1958, filmada por Sam Peckinpah) y Los estafadores (1963, adaptada por Stephen Frears).
“En los libros de Thompson –dice la ensayista Lucy Sante, en un artículo publicado por The New York Review of Books–, el asesinato es una actividad agradable, aunque compulsiva, como comer papas fritas. Sin embargo, sus novelas están completamente desprovistas tanto de la pose machista como del pretexto moralista del deber que se encuentra en la mayoría de los pulps. Sus héroes suelen ser alegres y completamente psicóticos”. Y en esa combinación extraña parece encontrarse un secreto de su vigencia.
1280 almas, de Jim Thompson (RBA).