La vida a veces parece un drama donde los personajes se oponen y atraviesan conflictos agónicamente, como una lucha que debe concluir en una resolución terminal. Sin embargo, el teatro no necesariamente se concibe como un reflejo de ésa, acaso equivocada, manera de pensar y transcurrir la vida. No, al menos, una buena parte del teatro contemporáneo. Bajo estas coordenadas, el autor, director, actor, docente y gestor Alejandro Tantanian se integra a Posdrama, el ciclo de conferencias organizado por su colega Maruja Bustamante junto al colectivo “Somos historias”, dedicado a lo que sus responsables, Majo Malvares y Gimena Tur, denominan como “artivismo”. 

   Los lunes de noviembre a las 20 y por Zoom –previa inscripción en la web personal de Bustamante–, cinco artistas, uno por vez, recorren el posdrama, en tanto modo de pensamiento y prácticas concretas sostenidas por una serie de procedimientos. Ya hicieron lo propio Vivi Tellas, Rafael Spregelburd y Beatriz Trastoy. El cierre, el lunes 30, estará a cargo de Mariana Obersztern, y antes, este 23 de noviembre, será el turno de Tantanian, siempre dispuesto a compartir sus reflexiones, como en esta entrevista.

­—¿En qué proyectos estabas involucrado al inicio de la pandemia y qué expectativas tenés con ellos?

—Este año, en el Teatro Colón, iba a hacer el montaje de Xerxes, una ópera de Händel. Hay expectativas para ver si el año que viene se hace algo semimontado que permita el protocolo. Tenía por delante un trabajo sobre Los siete locos, para Múnich en 2021, y eso también está en espera. Pude concretar este año en Módena el estreno de un texto mío, El peso del mundo en las cosas, que se hizo para la reapertura del Storchi, un teatro clásico nacional. Abrió, hubo un solo contagio, y volvieron a cerrar los teatros en Italia, volviendo todo a fojas cero. Se hizo con el 30 por ciento de la sala; los actores no podían estar en contacto uno con el otro ni pasarse objetos; hubo que armar una dramaturgia a medida. Sigo dando clases, que son un cable a tierra porque implican estar en contacto con gente que está produciendo, lo cual te pone de buen humor.

—¿Cómo ves en la Argentina el cierre y una posible reapertura general de teatros?

—Hay algo que lleva a los gobiernos del mundo a ver a la cultura como una especie de bien secundario o terciario o de cuarto lugar: seguimos siendo muy incómodos. Descreo de un cambio sustancial del sistema, en forma macro, pero sí, creo en uno en forma individual. Varios de nosotros empezaremos a gritar para hacerles entender a los legisladores que la cultura y el arte son un bien necesario, que no somos prescindibles. Lo mismo, con respecto al presupuesto. Esta pandemia le viene bien a un montón de gobiernos para recortar con esta excusa extraordinaria y real. Si algo sostuvo la salud mental de aquellos que no colapsaron, eso fue, entre otras cosas, el vínculo con las demostraciones artísticas, a través de una serie, de una canción, de un libro. Si se pudo seguir haciendo televisión, ¿por qué no se pudo seguir haciendo teatro? Se precisa el público, sí, pero, el público también son personas adultas que pueden decidir. Si está cerrado, es imposible. Esto no debe ser asumido como un discurso anticuarentena: la salud es primordial, pero también hay otras cosas que mantienen la salud de las personas. La pandemia minó los ingredientes con los que trabaja el teatro: el estar juntos, la confianza, la empatía, la tolerancia.

—¿Qué es el posdrama?

—El término nace a fines de los 90, acuñado por Hans Lehmann, académico alemán, que produjo un texto que se volvió canónico, Teatro posdramático, donde recoge el guante que había lanzado Peter Szondi, otro académico que escribió un libro muy importante: Teoría del drama moderno. Allí él percibe que lo que se le exige al drama clásico: un trabajo sobre las relaciones interpersonales. En un texto shakespeareano, se ve un autor casi desaparecido, que no subjetiva su escritura, sino que trata de entender lo que pasa entre las personas, con una idea de acción, de personajes, de conflictos. A fines del siglo XIX, con algunas obras de Ibsen, y claramente, con Strindberg y Chéjov esto se empieza a degradar, empieza a haber una subjetividad mayor, una carencia de acción; hay más bien, una situación. A partir de los 60, gran cantidad de espectáculos no son textocéntricos, no tienen al texto en su centro.

—¿Se te ocurre un ejemplo?

—Por ejemplo, espectáculos de creadores que vienen de la danza, como Pina Bausch, Bob Wilson que viene de las artes visuales, o Romeo Castellucci. Lehmann acuña, a la luz del posmodernismo que estaba en boga, el término posdramático, que engloba disciplinas y experiencias diversas que siguen siendo teatrales, pero que ya no son dramáticas en términos clásicos. Empiezan a aparecer situaciones más presentacionales, que representacionales; ya no se trata de actores que hacen de, sino que son ellos mismos. Pienso en Forced Entertainment, grupo inglés de Sheffield, dirigido por Tim Etchells; en el Líbano, está Rabih Mroué, que trabaja sobre conferencias performáticas. Paralelamente, nace la performance, que viene más de las artes visuales.

—¿Qué efectos tienen estas formas teatrales, sobre la idea tradicional de que el ser humano es, casi definitoriamente, un ser que narra historias y que le gusta escuchar esas narraciones?

—Hoy recorrés el mundo y lo que más ves es trabajo textocéntrico, con esa voluntad narrativa. Hay esta cuestión casi atávica o ancestral de querer sentarnos alrededor de un fuego, para que nos cuenten una historia. No creo que eso desaparezca nunca. El posdrama ronda sobre experiencias que se corren de esa centralidad. Además, el teatro, tal como lo conocemos, es un teatro burgués, hecho por burgueses para burgueses. Hasta que el sistema en términos de organización social no cambie, eso va a seguir siendo igual. Seguimos siendo hijos de esa cultura del siglo XVII y XVIII, con el teatro a la modalidad italiana, con un montón de gente iluminada, más clara de lo oscura que está la vida. Empiezan a verse signos de decadencia; empieza a haber una subjetividad. Ya El padre, de Strindberg, es un drama visto con los ojos del personaje. En el relato griego, el destino ejecuta sobre el presente de los seres humanos; en cambio, con autores que han modificado la estructura dramática (Heiner Müller, Elfriede Jelinek, Passolini), los seres humanos viven las consecuencias de su pasado; hay una especie de herencia, de enfermedad que provoca este presente.

UN CREADOR DESDE LOS TRECE

­—¿Cuándo empezaste con el teatro?

—Empecé a laburar en teatro a los 13 años. Tengo 54 y nunca paré. A los 13, en el Liceo Alvear, de Belgrano, hice un curso que era como un juego para adolescentes. El profesor, que se llama Carlos de Urquiza, hizo como montaje de fin de año La lección, de Ionesco. Alguna pasta vio en mí, porque me pidió que fuera su asistente de dirección. Así que, yo empecé el curso en marzo, y en septiembre estaba haciendo de asistente de dirección, para el estreno en noviembre. Desde entonces, no paré de trabajar.

—Empezaste siendo muy chico y llegaste a dirigir el Teatro Nacional, el Cervantes ¿Qué balance hacés de esa experiencia entre 2017 y todo 2019?

—Estoy absolutamente conforme. El proyecto puso al espacio en el horizonte de muchos espectadores. Iniciamos el teatro inclusivo, para gente con alguna discapacidad. También hicimos un registro pormenorizado de todas las producciones a lo largo de esos tres años. Construimos, desde lo artístico y técnico, un teatro que podía estar a nivel internacional. Mi error tiene que ver con que es un cargo político, en el que uno trata de poner lo artístico por delante. Pero lo político, que yo no manejo, termina ganando a lo artístico. No me echó nadie; yo me fui, me tenía que ir. Estuve bastante complicado en el tiempo que duró ese paro infinito que estuve sin poder hacer nada. Ahora, con un año cerrado sin poder recibir a la gente: agradezco a mí mismo y a las circunstancias haber tomado la decisión de renunciar y de estar en casa.