Las palabras, se sabe, no son punteros para señalar cosas, dicen más que lo que dicen. Hablan de quién las dice, de sus emociones, de su relación con el otro.

Ejemplo: si el plomero a quien acabo de conocer mira los caños de mi casa y dice: «no veo dónde carajo está la pérdida», no está hablando solamente de que no encuentra el agua; está hablando de su disgusto y, además, se está plantando frente a mí: dice «carajo» porque puede, no lo haría en cualquier contexto, no lo haría probablemente frente a un agente de migraciones: «no sé dónde carajo metí el pasaporte». 

Si me preguntan, creo que lo que conviene en ese caso es pedirle que se vaya: no porque me horrorice un «carajo» sino para evitar avances mayores.

Pero esto, que es el ABC de la comunicación, puede estar cambiando, a medida que el registro de la cumbia villera se va convirtiendo en el español standard, el habla media de esta región. Y si es standard, tal vez la carga de agresividad del ejemplo del plomero quede relativizada. O tal vez se haya generalizado: el plomero no me agrede a mí, la lengua que hablamos normalmente trae la agresión incluida. Es una hipótesis.

Así, primero desapareció el trato de «usted» y aparecen vocativos como «amiga»  -pronunciado algo así como «amea»- , de boca de gente que no lo es ni remotamente. No es un insulto «amiga» como no lo es «che», pero implica una cercanía que, como no es real, incomoda.

Históricamente hubo instituciones que nos acomodaban el nivel de lengua, como nos acomodaban el peinado y las arrugas de la ropa: la escuela, el trabajo. En ese marco hablabas de manera cuidada, te lustrabas los zapatos.

El trabajo informal, ausente o precarizado; la escuela pública degradada -los que la defendemos a muerte mejor que la miremos de frente- no le salen gratis a una sociedad. Si el mundo va a ser una jungla cruel, mejor tener los dientes afilados, palabras-puñal entre los dientes, dar miedo.

Quizás de eso hable este modo de hablar que se va generalizando. Da tristeza.

PK