Y recién ahí, bajo la llovizna rosa de los cerezos, empezó a revelarse la otra trama de la historia del viaje. La que avanzó por debajo de la superficial -que iba a contar la travesía al otro lado del mundo de una madre con su único hijo en busca de templos milenarios y Budas gigantes- para transformarse en un viaje interior sin pasaje de vuelta. Antes de la partida, madre e hijo habían apretado sobre el mapa de Japón varios destinos para recorrer en 15 días: Tokio, Takayama, Kioto, Hiroshima. Pero estaba claro que la ruta más importante que debían seguir era la de los cerezos en flor. Para eso confiaron en las predicciones de los meteorólogos: últimos días de marzo, principios de abril, ese tiempo efímero y sagrado del Hanami en que los japoneses veneran la naturaleza y su fragilidad. Y se juntan en familia bajo la enramada de los árboles para beber sake, comer sushi y contemplar la belleza de las flores, una costumbre de hace 1.500 años que aún paraliza al país y conmueve a propios y extraños. Y entonces ahí, bajo la llovizna de aquellas flores que caen de los árboles en el momento justo de su mayor esplendor, ella entendió que había ido hasta la otra punta del planeta para poder “soltar” a su hijo. Para los budistas, el breve florecimiento de los cerezos se asocia justamente con la temporalidad y el carácter pasajero de la belleza y la vida, pero a la vez con el ciclo de transformación y el renacer. ¿Hay un momento adecuado para soltar a un hijo, dejarlo ir y aceptar su madurez? ¿Cuándo un hijo deja de ser un chico para convertirse en hombre? La mujer creyó encontrar esas respuestas aquella tarde de primavera en el parque Ueno de Tokio.