Ahora que se festeja el bicentenario del nacimiento de Charles Baudelaire, nada mejor que recordar su muerte. Porque este poeta maldito que se expuso a todos los excesos de su tiempo se fue como un niño, acurrucado en los brazos de su madre. Tenía 46 años y varias vidas encima. Cuando dejó el hospital religioso de Bruselas donde llegó muy enfermo, las monjas exorcizaron su habitación, escandalizadas por su comportamiento. Su madre se lo llevó entonces a una clínica de París. Allí lo visitaron unos pocos amigos, pero en el último suspiro sintió el calor redondo de un abrazo. Y en ese instante final ni él era el Loco ni su madre la Venus de ese poema maravilloso que escribió con su pluma oscura en el Spleen de París. Allí, el Loco alza sus ojos llorosos hacia la Diosa inmortal, pidiendo algo de clemencia: “Soy el último y el más solitario de los mortales, privado de amor y de amistad, muy inferior en ese sentido a la más imperfecta de las bestias. ¡Y sin embargo yo también estoy hecho para comprender y sentir la inmortal belleza! ¡Oh Diosa, ten piedad de mi tristeza y mi delirio!”. En el poema, la Venus mira quién sabe qué a lo lejos, con sus ojos de mármol. En la soledad de aquel hospital de París, el poeta maldito sonríe a las caricias de su madre.Y en ese abrazo entra el calor de una legión de enamorados de sus Flores del mal, el libro que lo llevó a un juicio por ultraje a la moral pública y las buenas costumbres. Porque desde su consagración póstuma, Baudelaire ha vivido cientos de vidas en cada una de las generaciones que vinieron detrás y se preguntan qué hay más allá de lo cotidiano.